Queridos hermanos en el gozo de la misma vocación en y hacia el sacerdocio:
Siempre es un gusto compartir la Eucaristía con quienes vamos por la vida sostenidos por el mismo ideal y en particular estos días de la semana mariana reestrenándonos en el «sí» que, como María, queremos dar siempre al Señor. Quisiera iniciar esta mal hilvanada reflexión, con las palabras que san Pablo, el Apóstol de las gentes, nos comparte en la primera lectura que hemos escuchado: «Dios —dice Pablo— me había elegido desde el seno de mi madre, y por su gracia me llamó. Un día quiso revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos». (Primera Lectura Gál 1,13-24).
He elegido esta frase inicial de la Escritura porque antes que nada quiero compartirles que soy un sacerdote misionero (MCIU) que además, ha sido nombrado por el santo Padre, desde el año 2016, misionero de la misericordia. Así que, además, quiero decir que no me parece casualidad que hoy se sugiera celebrar la misa de la Divina Misericordia. Porque, como misionero, sé que eso debe ocuparme en todo tiempo y lugar, dando continuidad a mi ministerio sacerdotal de 35 años.
La palabra de Dios, que es siempre viva y eficaz (Heb 4,12) nos invita, con este pequeño segmento paulino, a agradecer la elección que el Señor ha hecho de nuestras vidas y a dirigir nuestra mirada a la Madre de Dios quien, después de haber sido elegida, se dejó conducir en los diversos misterios de la vida por la mano misericordiosa de Dios.
En uno de los encuentros que, como misioneros de la misericordia tenemos con el Papa casi cada dos años, nos dijo con énfasis que el sacerdote de hoy debe ser alguien que tenga la boca chiquita y las orejas grandotas, para poder así ser portador de la misericordia que salva al mundo. Y, pensando en la elección que Dios hizo de María y de cada uno de nosotros, invitándonos a pronunciar un «sí» sostenido, creo que nuestra respuesta vocacional debe ser como la de María, alguien que más que grandes discursos, abrió su corazón y sus oídos a la voz de Dios y de los hermanos. Basta pensar en el «He aquí la sierva del Señor» (Lc 1,38) y en el «Hijo, no tienen vino» (Jn 2,3). María sigue siendo la mujer que está atenta a la escucha del Señor y atenta a la escucha de quien algo necesita.
Nosotros, queridos hermanos, somos los hombres que, habiendo querido hacer a un lado los intereses del materialismo y del consumismo reinantes, nos hemos querido concentrar en los intereses de Jesús —como decía la beata María Inés Teresa: «yo me ocuparé de tus intereses y tú te ocuparás de los míos»— y María, quien muchas cosas guardaba en su corazón (cf. Lc 2,19) se convierte en guía y modelo para ello.
A lo largo e nuestra existencia, en el devenir de nuestra vida, los misterios que rodean la vida del Señor y que se convierten también en los misterios de la vida de María, por esto de ocuparse en los intereses de Dios; se hacen también nuestros, porque en lo longitudinal de la coexistencia que como hijos del Padre Misericordioso compartimos en las diversas edades, tiempos y espacios que atravesamos en nuestras vidas entrecruzadas, mientras llega el día anhelado de nuestro encuentro con el Creador, los misterios de gozo, de luz, de dolor y de gloria, se van entrecruzando en nuestro camino.
Hace tres años, llegué por segunda vez a la comunidad parroquial de Nuestra Señora el Rosario en San Nicolás de la que, en el 2001 fui el primer párroco. Me he encontrado nuevamente con una comunidad cuya existencia está plenamente enraizada en el amor a la Virgen, una comunidad en la que además de la santa Misa, todos los días se reza el Rosario y se invita a los 10 sectores, a los 47 grupos parroquiales, movimientos y familias, a no dejar nunca esta devoción que ha sostenido la vida de los santos. La beata María Inés, que acompaña espiritualmente de manera particular esta comunidad parroquial, decía que: «El santo rosario es el pararrayos en las familias y que por ese medio la Madre de misericordia derrama torrentes de gracias, preserva del mal, y nos ayuda a ser cada día más semejantes a su divino Hijo». (cf. Carta a su hermana María Teresa el 31 de mayo de 1952.)
No dudo, ni un segundo, de que la floreciente vida de esta comunidad, se debe a ese apego a María que es palpable desde los abuelos hasta los niños pequeños que la integran. Cada vez que celebramos la Santa Misa, al despedirnos de ella le pedimos que no nos deje, que su vista de nosotros nunca aparte.
Hermanos míos, no quiero ni puedo hablar mucho. Yo aplaudí a Francisco —como le gustan que le llamen—, cuando pidió que las homilías fueran cortas. Solo quiero dejar un pequeño mensaje sobre todo en el corazón de los seminaristas... porque los sacerdotes bien que tenemos ya atravesado esto en el corazón:
El rol de la Madre de Dios en nuestras vidas en las que se entrelazan los misterios del rosario, es fundamental. Y esto a título doble: por ser seminaristas y por ser alumnos de este seminario en cuyas casas, la primera que sale a nuestro encuentro es ella, en esa hermosa escultura mariana que nos recibe. Yo soy exalumno, como MCIU de este seminario, aunque en aquel entonces no existía esta hermosa casa. Por eso resulta muy importante el ahondar su devoción personal y comunitaria hacia la Madre de Dios y rendir cada vez más su discernimiento vocacional en santo abandono en los brazos de tan excelsa Madre.
Queridos seminaristas: Ustedes son los consentidos de María. En cada uno de ustedes ella ve a su Hijo que, en Nazareth, crecía en gracia, sabiduría y edad (Lc 2,52). No olviden nunca que gozan del inefable y dulcísimo privilegio de ser los predilectos de la Virgen. Bajo su mirada amorosa busquen asemejarse más a Jesús repasando entre sus manos las cuentas del rosario; con Ella prepárense para la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Que María, la “forma Dei”, también forme a Cristo en sus almas con esos toques misteriosos e intangibles de amor materno. Que su intercesión convierta el agua de sus vidas en vino y les alcance la gracia de recibir el don del sacerdocio, siguiendo su ejemplo de Virgen fiel junto con la gracia de un amor ardiente y misericordioso a la luz de su testimonio de Madre de misericordia.
Padre Alfredo, M.C.I.U., octubre 8 de 2024.