martes, 31 de mayo de 2016

«EN EL CORAZÓN DE LA IGLESIA, CON MARÍA REINA»... Un tema mariano de reflexión


El Evangelio, en realidad, nos presenta muy pocos aspectos de la vida de María Santísima, la Madre Dios y Reina del Cielo, en su vida terrena. Allí, entre algunos renglones de los evangelistas, nos encontramos a la Virgen creyente que, evangelizada antes de que naciera el Evangelio de Dios, trae, hasta nuestros días, el amor de su Hijo “pan partido”. 

Me doy cuenta, que uno no puede uno dejar de hablar de la Virgen Madre en todo tiempo. En el solo Magnificat, que publica su propia experiencia de Dios, pudiera quedarse uno días enteros haciendo una profunda reflexión. ¡Con razón los santos no se cansan de hablar de ella! Basta ver la vasta doctrina de la beata María Inés Teresa y darse cuenta cómo está impregnada de esa presencia mariana.

La Virgen, experta en el Dios al que ha dado cobijo en su seno, nos habla al corazón acerca de su Hijo y de sus amores desde el momento de la anunciación, que fue posible gracias a su fe, iniciando y recorriendo un camino durante el cual crece su Hijo a la par de la oscuridad en su corazón. La presentación de Jesús niño en el templo es, en este proceso de crecimiento, un signo premonitorio de una vía aún más dolorosa. María tendrá que convivir en casa con un Hijo que se sabe de Dios, pero que le está sujeto por un tiempo. 

El distanciamiento entre Jesús y María es palpable, luego de que el Mesías dejó el hogar para tener el reino como tarea de por vida; Jesús eligió como familia propia a los oyentes de Dios, en presencia de su Madre (la primera entre todos) y sus hermanos (dígase primos y demás familiares). Y antes de morir, y sin pedirle consentimiento,  la dejó cuidando del discípulo más amado y de todos nosotros. En su última aparición dentro del Nuevo Testamento María se queda compartiendo esperas y oraciones con los apóstoles; la comunidad de creyentes es la meta de su peregrinar.

Semejante aventura personal de fe ha convertido a la Santísima Virgen María en la mejor pedagoga para la infancia: la de Jesús, la de la fe incipiente de los discípulos, la de la comunidad cristiana... la de san Luis María Griñón de Montfort, la de san Juan Pablo II, la de la beata María Inés Teresa, la de su santita predilecta santa Teresita, y la nuestra. María está allí, como «Reina y Madre» donde haya de nacer el Salvador, donde se precise cuidar sus primeros pasos viéndolo crecer. En realidad, entonces, es acercándose a María como se puede vivir la llamada “infancia espiritual”, porque al ver a María tan de cerca, se entiende que hay que hacerse como niños para entrar el Reino de los Cielos (Mt 18,3).

Sí, María encuentra un lugar para quedarse y reinar allí donde haya de nacer la fe en el corazón de los discípulos, aunque sea a costa de anticipar el día del Señor y su gloria. Quienes quieran seguir más de cerca a Jesús hoy, necesitan tener a María como reina de sus corazones si quieren, curándose de su curiosidad, convertirse en creyentes. María pertenece reina allí donde nace y crece la iglesia llena siempre de miedos y de esperanzas, allí donde la iglesia vibra en oración y entre la koinonía de los apóstoles. Huérfana de María, no podría, una iglesia que se sabe enviada al mundo, soportar la espera del Espíritu sin perder la esperanza. Por esta y muchas razones a ella se le llama «Reina».

Hoy, la Iglesia del tercer milenio, sigue encontrando en ella una memoria activa y materna que le recuerda y le hace efectiva su fe y su esperanza. San Juan Pablo II hablaba, en su documento "Pastores Gregis" de “María, «memoria» de la Encarnación del Verbo en la primera comunidad”. (PG 14).

Para María, nuestra vida en Cristo sigue siendo su primera y principal preocupación, de manera que cada uno llegue a ser «otro Cristo». Para ella, cada uno somos un hijo «único» en el que ella quiere reinar y ver a su Hijo Jesús. La Iglesia de hoy se siente siempre, como la de siempre, invitada a recurrir a María para encontrar allí el eco de todo el evangelio. En la "Veritatis Splendor", san Juan Pablo II anotaba: “María, acogiendo y meditando en su corazón acontecimientos que no siempre puede comprender, se convierte en el modelo de todos aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (VS 120).

La actitud de todo creyente de nuestros días respecto a María como reina, ha de ser de la de dependencia de un vasallo que, al mismo tiempo, es hijo. Vivir en comunión de vida con ella como dice san Juan Pablo II: “dejándola entrar en todo el espacio de la vida interior” (Rma 45). Eso quiere hacer la Iglesia cuando la recuerda coronada por la Santísima Trinidad, orando, meditando, contemplando y buscando imitar la excelencia de la Reina de los Cielos para seguir trabajando en nuestro proceso de configuración con Cristo en la misión universal a la que hemos sido llamados.

La misión de la Iglesia, acompañada por María Reina, es nuestra misión y en medio de esta Iglesia, Jesús Eucaristía nos hace dirigir la mirada hacia su Madre, que está pendiente de que no falte el «vino bueno» o vino nuevo de las promesas mesiánicas, que es fruto de “la hora”, es decir, del misterio pascual siempre actualizado de su Hijo Jesús.

El sacrificio u «oblación pura» que se prefiguraba en el Antiguo Testamento y que se ofrecería en medio de todos los pueblos, según la profecía de Malaquías (Ml 1,11), es ahora la Eucaristía. Todos los pueblos formamos el único pueblo de Dios. El agua de la vida nueva en el Espíritu, que brota del corazón traspasado de Cristo, contemplado por su Madre en la Cruz, es el Espíritu Santo, el mismo que ha hecho posible la formación del cuerpo y la sangre de Cristo en el seno de María. El mismo que ahora hace posible a la Iglesia, que el pan y el vino  se conviertan en el cuerpo y sangre del Señor, inmolado en sacrificio y hecho comunión para alimentar a su pueblo hasta que se clausuren los siglos y comience la eternidad. María Reina cuida de cada uno de los vasallos de su Hijo para que sean fieles a su tarea de conquistar el mundo para Él hasta el último momento y sean misioneros de alma, vida y corazón. 

Santa Teresita del Niño Jesús, la santita predilecta de Madre Inés, ya en los últimos momentos de su vida, es encontrada por su médico trenzando dos coronas para adornar una estatua de la Virgen a la que llamaba: “La Virgen de la Sonrisa”. Él se muestra consternado por el mal estado en que ve a la santita. El pulmón izquierdo de santa Teresita estaba ya enteramente invadido por la tuberculosis. Teresita se ahogaba, ya no podía hablar sino con frases entrecortadas y sin embargo, dirigiéndose a la estatua exclama: “¡Mamá!... Me falta el aire de la tierra, ¿cuándo me dará Dios el aire del cielo? Y sin dejar su buen humor, refiriéndose al aire que le falta para respirar dice: ¡Ah!, nunca ha sido esto tan escaso! Su cariño a la Virgen se veía recompensado con una paz inexplicable. Tersita había tenido la delicadeza de decirle tiempo antes a la Virgen: “¡María, si yo fuese la Reina del cielo y Tú fueras Teresa, quisiera ser Teresa para que Tú fueras la Reina del Cielo!” (Oración 21).

Dice la beata María Inés: “Id primero a María, ¡que al fin Madre!, y ella sabrá admirablemente preparar en vuestro favor el Corazón de su Hijo Jesús; luego acompañados de ella id a él, que, ya ganado su Corazón, os acogerá con ternuras indecibles, porque sus entrañas de misericordia se desharán en vuestro favor, primero en consideración y por amor a su Madre a quien nada puede negar, y luego, porque sois el precio de su sangre divina” (CINCO CUADERNITOS f. 476).

Hay dos textos del Nuevo Testamento que tocan la figura de María y quiero referirme a ellos ahora para cerrar esta reflexión: Gálatas 4,4 y Apocalipsis 12,1-18.

En el texto de Gálatas, san Pablo confiesa que Dios ha enviado a su Hijo, nacido de mujer. El texto afirma la condición humana, frágil (cfr. lb 14,1), del Hijo de Dios; nada dice sobre el modo de hacerse hombre; ni la ausencia de varón evoca la concepción virginal de Jesús ni la mención de «mujer» obliga a negarla. San Pablo, en sus cartas, no habla de María e ignora la concepción virginal de Jesús. Aquí algo interesante es la frase: «La plenitud de los tiempos», porque esta plenitud se concreta en la concepción virginal de Cristo por obra del Espíritu Santo en el seno de María, y esto invita a discernir «los signos de los tiempos» (Mt 16,3) en la historia de la Iglesia hasta nuestros días. María, como Reina y Madre, sigue acompañando a la Iglesia e incentivándola a vivir como comunidad de hijos, de creyentes y de vasallos.

El texto del Apocalipsis, donde aparece la mujer vestida de sol que logra dar a luz mientras es acosada por el dragón, es un escrito, como todos los del Apocalipsis, confuso; porque, desde hace años, el descubrimiento de la biblioteca de Qumrán ha contribuido a entender que la mujer es figura de un resto fiel de Israel, del que se esperaba diera a luz al Mesías (1 QH 3,7-12); el autor del Apocalipsis ve cumplido ese nacimiento el día de pascua; la mujer parece ser más bien símbolo de la comunidad, más bien celestial que terrena; pero una lectura acomodaticia ha permitido entenderla referida a la Madre de Jesús como Reina que es, precisamente, figura de la Iglesia peregrina, que camina hacia el encuentro definitivo con Cristo resucitado en el más allá para ganar la corona. María, precediendo a la Iglesia, ya ha llegado a esta realidad escatológica, final que es fruto de la redención de Cristo y ha recibido la corona.

Mientras nos encaminamos hacia ese final, la Reina de cielos y tierra va con nosotros acompañándonos en los misterios de la vida, que son los mismos de su Hijo: Gozo, luz, dolor y gloria; todo se entremezcla en la vida del creyente. Son los misterios del santo Rosario, que alientan nuestro ir y venir de cada día. Es el mismo rosario de la Virgen decía san Juan Pablo II: “Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer en el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el rosario que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal”. María Inmaculada y asunta a los cielos y coronada allá en lo alto, es «la gran señal» para la Iglesia peregrina: “Mirándola a ella conocemos la fuerza transformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor”. (EdE 62)

1. ¿Me ayuda esta reflexión a encontrar un propósito para crecer en mi amor a María?
2. ¿Cómo puedo enamorarme más de María y hacer que reine en mi corazón buscando cosas concretas que me ayuden a ello?
3. ¿Cómo resumiría la experiencia Eucarística y Mariana de mi vida?
4. ¿Qué podré dar a los demás de mi amor a María
4. ¿Con qué cosas de cada día puedo coronar a María?

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

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