El 26 octubre por la mañana en la Oficina de Prensa de la Santa Sede ha tenido lugar la presentación del Mensaje de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sinodo de los Obispos dedicado al tema “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”.
El mensaje nos recuerda el pasaje evangélico de Juan que narra el encuentro de Jesús con la samaritana en el pozo (Jn 4,4-42), imagen del hombre contemporáneo con un cántaro vacío, el hombre y la mujer de hoy que tiene sed y nostalgia de Dios, y hacia el que la Iglesia debe dirigirse para hacerle presente al Señor. Y como la samaritana, quien encuentra a Jesús no puede hacer otra cosa que convertirse en testigo del anuncio de salvación y esperanza del Evangelio.
Mirando de una manera más concreta al contexto de la nueva evangelización, este Sínodo nos ha recordado la necesidad de reavivar la fe que corre el riesgo de oscurecerse en los contextos culturales actuales, también frente al debilitamiento de la fe en muchos bautizados. "El encuentro con el Señor, que revela a Dios como amor, sucede sólo en la Iglesia como forma de comunidad acogedora y experiencia de comunión; desde aquí, entonces, los cristianos pasan a ser sus testigos en otros lugares", dice el mensaje.
Para evangelizar —lo sabemos todos los bautizados— hay que estar, ante todo, evangelizados y vivir en un proceso constante de conversión. Conscientes del hecho de que el Señor es la guía de la historia y que, por tanto, el mal no tendrá la última palabra, la Nueva Evangelización nos llama a vencer el miedo con la fe y a mirar el mundo con sereno coraje porque, aunque éste está lleno de contradicciones y retos, sigue siendo el mundo que Dios ama. Por consiguiente, el Sínodo no nos deja nada de pesimismo sino nuevos retos: la globalización, la secularización y los nuevos escenarios de la sociedad, migraciones, dificultades y sufrimientos que deben ser oportunidad de una tarea continua de evangelización. Porque no se trata de encontrar nuevas estrategias como si el Evangelio hubiera que difundirlo como un producto de mercado, sino de redescubrir los modos con los que las personas se acercan a Jesús.
El mensaje de este Sínodo mira a la familia como lugar natural de la evangelización e insiste en que la institución familiar debe ser sostenida por la Iglesia, la política y la sociedad. Dentro de la familia, se resalta el papel especial de las mujeres y se recuerda la situación dolorosa de los divorciados y vueltos a casar: aunque se reconfirma la disciplina sobre al acceso a los sacramentos, se insiste en que no están abandonados por el Señor y que la Iglesia es la casa que acoge a todos. El mensaje cita también la vida consagrada como testimonio del sentido ultraterrenal de la existencia humana, y las parroquias como centros de evangelización; recuerda la importancia de la formación permanente para los sacerdotes y los religiosos e invita a los laicos (movimientos y nuevas realidades eclesiales) a evangelizar permaneciendo en comunión con la Iglesia. La nueva evangelización acoge favorablemente la cooperación con las otras Iglesias y comunidades eclesiales, también ellas movidas por el mismo espíritu de anuncio del Evangelio. Se presta particular atención a los jóvenes, en una perspectiva de escucha y de diálogo para recuperar, y no mortificar, su entusiasmo.
El mensaje que brota del Sínodo invita también al diálogo de distintas maneras: con la cultura, que necesita una nueva alianza entre fe y razón; con la educación; con la ciencia que cuando no encierra al hombre en el materialismo se convierte en una aliada de la humanización de la vida; con el arte; con el mundo de la economía y el trabajo; con los enfermos y los que sufren; con la política, a la cual se pide un compromiso desinteresado y transparente del bien común; con las otras religiones.
En particular, el Sínodo insiste en que el diálogo interreligioso contribuye a la paz, rechaza el fundamentalismo y denuncia la violencia contra los creyentes. El mensaje recuerda las posibilidades que ofrecen el Año de la Fe, la memoria del Concilio Vaticano II y del Catecismo de la Iglesia Católica. Por último, indica dos expresiones de la vida de fe, especialmente significativas para la nueva evangelización: la contemplación, donde el silencio permite acoger mejor la Palabra de Dios, y el servicio a los pobres, para reconocer a Cristo en sus rostros.
Todas las Iglesias de las distintas regiones del mundo hemos tenido fijos los ojos en este Sínodo y a cada una de ellas se nos deja un mensaje lleno de palabras de aliento para el anuncio del Evangelio: a las Iglesias de Oriente para que puedan practicar la fe en condiciones de paz y de libertad religiosa; a la Iglesia de África para que desarrolle la evangelización en el encuentro con las antiguas y las nuevas culturas, haciendo después un llamamiento a los gobiernos para que cesen los conflictos y la violencia. A los cristianos de América del Norte, que viven en una cultura con muchas expresiones lejanas del Evangelio, para que miren a la conversión, a ser abiertos para acoger a los emigrantes y refugiados. A la Iglesia de América Latina, para que viva la misión permanente, de manera que pueda hacer frente a los desafíos del presente como la pobreza, la violencia, también en las nuevas condiciones de pluralismo religioso. A la Iglesia en Asia, aun cuando es una pequeña minoría a menudo relegada al margen de la sociedad y perseguida, para que se anime y se mantenga firme en la fe. A Europa, marcada por una secularización agresiva y herida por regímenes pasados, para que mantenga viva esa cultura humanística capaz de dar rostro a la dignidad de la persona y a la construcción del bien común que vea las dificultades del presente como un reto. Finalmente a Oceanía se le pide que sienta de nuevo el compromiso de anunciar el Evangelio.
Con este Sínodo, la «Iglesia universal» (eso queremos significar cuando decimos «Iglesia católica»), ha sentido resonar en su corazón el mandato de Jesús a sus apóstoles: “Vayan y hagan discípulos de todos los pueblo [...]. Sepan que yo estoy con ustedes, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20). La misión de la Iglesia es católica, es decir, no se dirige a un territorio en concreto, sino que sale al encuentro de la pliegues más oscuros del corazón de nuestros contemporáneos, para llevarlos al encuentro con Jesús, el Viviente que se hace presente en nuestras comunidades.
Todos los bautizados debemos sentirnos agradecidos por el don recibido de este Sínodo sobre la Nueva Evangelización y dirigir nuestro canto de alabanza unidos a María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor [...] Ha hecho obras grandes por mí” (Lc 1, 46.49). Esas palabras salidas de los labios de María deben ser también las nuestras en estos momentos: el Señor ha hecho realmente grandes cosas a través de los siglos por su Iglesia en los diversos rincones del mundo y nosotros lo alabamos, con la certeza de que no dejará de mirar nuestra pobreza para desplegar la potencia de su brazo incluso en nuestros días y sostenernos en el camino de la nueva evangelización.
La figura de María nos orienta en el camino. Este camino, como nos ha dicho Benedicto XVI, podrá parecer una ruta en el desierto; sabemos que tenemos que recorrerlo llevando con nosotros lo esencial: el don del Espíritu Santo, la cercanía de Jesús, la verdad de su Palabra, el pan eucarístico que nos alimenta, la fraternidad de la comunión eclesial y el impulso de la caridad. Es el agua del pozo la que hace florecer el desierto y como en la noche en el desierto las estrellas se hacen más brillantes, así en el cielo de nuestro camino resplandece con vigor la luz de María, la Estrella de la nueva evangelización a quien, confiados, nos encomendamos.
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