En los últimos años, se le ha dado una especial atención a la misión de la Iglesia. Esta atención ha sido estimulada, en principio, por la expansión misionera y, luego, por la nueva dimensión cultural de los cristianos, que ha estudiado más afondo el ser y quehacer de los diversos miembros de la Iglesia. No podemos engañarnos y decir con lo anterior que todo marcha estupendamente, hay mucho que hacer. La Iglesia es misionera por naturaleza y habrá de seguir trabajando siempre en la tarea apostólica. Todos los fenómenos que caracterizan la cultura en que vivimos se reflejan no solamente en los cristianos considerados como individuos, sino también como comunión eclesial.
Así como en algunos lugares, grupos o niveles, hay conciencia de cómo la Iglesia es misionera, podemos notar que ha crecido mucho el número de cristianos que no practican y que se esfuerzan, parece ser, en justificar su posición de acuerdo con expresar que viven una religiosidad interior (cf. EN 56). Para muchos, el lenguaje eclesiástico resulta inaccesible, sea por su mentalidad, por su falta de preparación o su estilo. La gente pasa mucho de la convicción a la convención. Esto afecta no solamente a los laicos, también hay sacerdotes y religiosos que en sus comunidades viven esta situación; tal vez por eso la Beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento invite constantemente al examen del medio día, al examen de la noche, al examen particular y a la revisión de vida mensual.
Hay, en la sociedad, muchas cosas que se han conjugado y que van actuando para llevar al hombre a situaciones conflictivas. Toda la cuestión obrera, con sus problemas de sindicatos y de líderes que casi se sienten dioses; la situación política, que crea tantas confusiones; la técnica y la ciencia, que hoy configura el tiempo de los hombres y que no está armonizada con el Evangelio. Todas estas situaciones se experimentan con todos sus procesos con tal intensidad que bastarían para justificar la impresión de una creciente disonancia entre el Evangelio y las culturas. Nuestro occidente, en general, parece que lucha contra el cristianismo, porque lo quiere desfigurar para conformarlo a sus fines. Unido a todo esto, podemos ver que el problema del ateísmo y el secularismo que cada día envuelve más a la sociedad, sobre todo a los jóvenes estudiantes y a los científicos.
Podemos distinguir cuatro clases de ateos en la sociedad actual. El Concilio Vaticano II nos menciona ocho clases de ateos, pero bastaría ahora con ver estos que son los más comunes: 1) El ateo mundano, que es así por la falta de reflexión. 2) El ateo práctico, que desmiente con los hechos una fe profesada de palabras que ha olvidado. 3) El ateo negativo, que llega a la conclusión de la imposibilidad de probar que Dios existe. 4) El ateo positivo, que afirma que Dios no existe y hace de su no existencia el fundamento del humanismo. Este último es muy popular entre los hombres de ciencia, entre los intelectuales, es el que intenta fundar la negación de Dios sobre el poder científico del hombre. Se ve, pues, este problema del ateísmo en nuestros días, pero su misma complejidad nos hace pensar que no es un fenómeno originario, sino derivado de múltiples causas. Entre ellas, aquella que tanto dolor le causaba a la Beata María Inés: los escándalos de los cristianos, que han contribuido decisivamente a la proliferación del ateísmo (cf. GS 19).
En comparación con el ateísmo, el secularismo no haya la presencia de Dios en el mundo. Dios calla, está lejos. En un ambiente que casi no deja espacio de manifestación de la trascendencia, la transmisión de la fe encuentra nuevas dificultades. La secularización puede evitar ciertamente los compromisos políticos, que ha oscurecido con sus complicidades de imagen de la Iglesia, pero puede llevar también al aislamiento individualista. Hay un factor muy importante, además. La población mundial se concentra en las áreas geográficas no católicas (África, Asia). Ante estas gentes, las iglesias cristianas aparecen como una minoría insignificante. Esta situación se hace en cierta forma más dramática debido a que hay que considerar que ante ellos la verdad cristiana aparece desgarrada por las divergencias y los enfrentamientos confesionales y, lo que es peor, por las divisiones existentes entre congregaciones misioneras católicas que evangelizan un mismo lugar.
Tal vez todo lo aquí expuesto puede llevar a la desesperación. Empecé diciendo que la conciencia misionera en la Iglesia aumenta y luego he dedicado un largo espacio a hablar del ateísmo. Ahora paso a algo interesante, la Iglesia es misionera por excelencia y está llena de esperanza. En medio de este mundo que parece que ha sacado a Dios de la vida diaria, la Iglesia misionera tiene grandes retos, grandes tareas, grandes áreas de trabajo apostólico.
La Iglesia es misionera y quiere recordar que hoy, como ayer, y lo mismo que mañana, el Evangelio es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree (cf. Rm 1,16; 1 Cor 1,22-24). La Iglesia es misionera y se renueva constantemente aumentando en nosotros la confianza de que Dios está siempre presente en medio de sus hijos, por eso nos invita a un diálogo con este mundo moderno como exigencia de la fidelidad a Dios. La Iglesia es misionera y las dificultades que surjan, no le harán abandonar el camino emprendido. La Iglesia es misionera y está en misión. la situación que vivimos es reveladora, porque nos permite volver a descubrir los orígenes de la Iglesia. En ellos encontramos una vitalidad siempre inédita, porque proviene de Dios mismo. La contemplación de sí misma, en medio de este mundo, hace que la Iglesia se reconozca misionera.
Sintiéndose enviada, la Iglesia se ha preguntado de quién ha recibido esta misión. La respuesta más completa a esta cuestión fundamental se encuentra en los números iniciales del decreto conciliar «Ad Gentes», sobre la actividad misionera de la Iglesia. «En la historia de la salvación todo procede del designio amoroso del Padre. El Padre se halla en el origen de todo, por eso se habla de su amor Fontal» (cf. Ad Gentes 2). La misión viene del Padre y vuelve al Padre. Cristo es el enviado del Padre, su mismo ser es misión, porque es uno con el Padre y mensajero suyo entre los hombres. Ya lo dice la Beata María Inés en un bello escrito titulado: «La Santísima Trinidad Misionera».
Jesús se entrega totalmente a la misión. Elige los medios para servirla, medios que se nos presentan como antítesis a la tentación: pobreza en el tener, sencillez en la apariencia; eficacia en el servicio. La presencia de Cristo se actúa en el don del Espíritu. La evangelización anuncia este don como gracia poseída. Así, la misión de la Iglesia está unida a la vida intratrinitaria. Se dice que la Iglesia es misionera no sólo porque proclama el designio del Padre, sino porque es comunión con Él. Desde esa profundidad, participa en la misión del Hijo y expresa la actividad del Espíritu que anima en la historia la realización del designio salvífico del Padre.
La misión de la Iglesia, en su dinámica trinitaria, se puede resumir así: la misión se origina en el Padre, pasa por la generación del Verbo y la espiración del Espíritu, se constituye con la encarnación y vuelve al Padre por Cristo que en el Espíritu asume a los hombres, primogénito entre muchos hermanos. El misterio divino hace de la Iglesia un sacramento. La gracia divina que penetra la humanidad y el mundo obra visiblemente en la Iglesia. Como sacramento de salvación, la Iglesia está para manifestar y obrar la salvación por y en la misión. La Iglesia es inconcebible sin la misión. «Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (EN 14).
Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad. Por eso ahora hablamos de una nueva evangelización. La Iglesia es misionera y ahora emprende una nueva evangelización como una continuación de la obra de Jesús que se realiza en una experiencia histórica nueva en esta era que nos ha tocado vivir. Todos los hombres son los destinatarios de esta misión y al mismo tiempo, en la Iglesia, los agentes de la misión son los mismos hombres. La unidad del cuerpo es unidad en la misión.
A todos los hombres, a través de hombres, la Iglesia anuncia en primer lugar el kerigma (primer anuncio) y, en dependencia de él, la visión cristiana de la existencia, el hombre es imagen de Dios. El eje de la misión pasa por una doble fidelidad que en la nueva evangelización la Iglesia misionera tiene que seguir considerando y trabajando: la fidelidad al mensaje y la fidelidad a los hombres.
La Iglesia en misión, en nuestra época debe emprender la nueva evangelización siendo, ante todo, aunque se escuche raro, cristiana. Por lo mismo, en la nueva evangelización, no se trata una mera actividad misionera concebida en cifras, en términos de incremento numérico, porque esto falsearía el mensaje. La misión de la Iglesia en la nueva evangelización, no puede confundirse con cuestiones de estadística, el Evangelio no puede malbaratarse en un mensaje incompleto con tal de vender más. El Evangelio es para el hombre, hay que hacerlo presente en las estructuras creadas por la sociedad humana. En virtud de su misión evangelizadora, la Iglesia abraza el destino del mundo. Está en completa comunión con él, excluyendo tan solo el pecado. Como Jesús, pues lo que no es asumido, no es redimido.
Hay que evangelizar las culturas. La fe progresa con la inculturación. El encuentro con las diferentes culturas le permite a la Iglesia profundizar en el contenido del mensaje evangélico. Como vemos, la Iglesia es misionera y tiene mucho por hacer. Eso solo lo logrará si profundiza en su ser. Toda aquella encíclica «Redemptoris Missio», de san Juan Pablo II, se convirtió en una invitación a pensar en esto. Bastaría ver, para terminar esta reflexión, el final de la introducción de este valioso documento: «Dios abre a la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la siembra evangélica. Preveo que ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión Ad Gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia, puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos» (ReMi 3)
Iglesia... ¡Tu nombre es misión!
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.