viernes, 3 de febrero de 2017

Ver al prójimo en el enfermo y desde el enfermo...


Se acercan dos días muy especiales, el 5 de febrero, en que celebramos a San Felipe de Jesús y el 11 de este mismo mes, en que celebramos, año con año, la jornada mundial del enfermo. Me viene ahora el compartir con ustedes una reflexión en torno al tema de la enfermedad, incluyendo la mía propia, y, al mismo tiempo, invitarles a ver de cerca la figura de san Felipe de Jesús y de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, a quien tanto admiro y tanto le debo.

Cuando uno lee el evangelio de san Lucas, se topa, en el capítulo 10, con una pregunta: ¿Y quién es mi prójimo? Es la pregunta que hace un doctor de la ley a Jesús (Lc 10, 25-37), y él, el salvador de los hombres, no duda en responder poniendo un ejemplo, un caso de proximidad y solidaridad con un herido que está abandonado en el camino y, para que parece ser, nadie, entre las prisas del diario ir y venir, tiene tiempo para atenderle. Un sacerdote, un levita y tal vez muchos más, pasaron de largo sin detenerse si quiera a contemplar aquella escena, tal vez solamente sacándole la vuelta para no contaminarse o involucrarse en cualquier cosa que hubiera sucedido. El que se detiene —según el relato evangélico— es un samaritano, uno de esos que no eran bien vistos porque de ellos, de los samaritanos, nada se podía esperar.

Este samaritano no tiene nada de doctor ni de enfermero, y, además, solamente «pasaba por el camino» como todos los demás. El hombre aquel, cuyo nombre —como el de muchos de los samaritanos de los relatos bíblicos— desconocemos, tal vez utiliza los medios adecuados que tiene a su alcance para curar al herido, pero los pone al revés, primero el aceite y después el vino, como si ahora se pudiera primero el ungüento y después el alcohol desinfectante, pero, el Padre de las Misericordias, que ve hasta la más insignificante de nuestras intenciones, vela por sus hijos y, en aquel samaritano, a pesar de todo, envía la curación al herido.

Si nos fijamos bien en el relato, no encontramos ningún milagro o algo parecido. Todo ocurre del modo más natural que pudiéramos imaginar. Jesús no sigue siempre los criterios que esperamos. La soberbia de los jactanciosos, los motiva siempre a buscar la justificación de los que hacen o dicen, por eso este doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo a Jesús esa pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» y como respuesta, Jesús nos pone esta bellísima parábola, que se ha convertido en una narración que es ya «clásica» en nuestros ambientes y que, recalco, no narra un milagro, sino un hecho que nos hace ver que, ante los infortunios de los accidentes y de las enfermedades, a veces lo que queremos es un milagro y lo que llega es la acción de Dios a través de alguien que se detiene.

La parábola  nos quiere dar ese precepto de amar a nuestro prójimo y, lo más prójimo o próximo que tenemos, está en nosotros mismos, nuestro corazón, morada preferida del Señor, allí donde el amor se expresa más intensamente y en donde muchas veces hay heridas, viejas o nuevas heridas que los asaltos de la vida han hecho por el camino. Muchos hombres y mujeres de fe, ante esas heridas de la vida, quieren un milagro, una curación inmediata. Incluso hay gente que si ve que Dios nos hace el milagro, reniegan, se retiran de la Iglesia o, como se usa mucho ahora, se van a alguna de las sectas de moda o la santería. Hay que ver las heridas de la vida con ojos de fe, y descubrir con claridad que el Señor nos ama y nos pone a alguien que se detiene en el camino, quizá quien menos esperamos, quien menos sabe de la cuestión, quien parece lejano y se hace nuestro prójimo. El Señor nos ama y nos da lo que nos conviene, no siempre hace milagros a nuestro antojo.

¡Cuántas vidas se han purificado a través de las heridas de la vida! ¡Cuántos enfermos y enfermas y cuantos heridos por diversas situaciones del andar de esta vida, han convertido el corazón de sus familias, han unido a los que estaban alejados, han alcanzado, en el lecho del dolor, o en el derramar de lágrimas, la santidad para ellos y los que se han detenido en su camino a auxiliarles.

Este pasaje del Evangelio, conocido como «El Buen Samaritano», nos narra todo lo que el enfermero improvisado hizo por aquel malherido. En primer lugar el escritor sagrado nos dice que «se compadeció de él» deteniéndose, haciendo a un lado el asunto que lo llevaba a pasar por ahí, haciendo un espacio de tiempo para gastarlo con aquel pobre necesitado de auxilio. Ungió sus heridas con aceite y vino, que era lo que tenía a su alcance porque «iba por el camino»: El samaritano no traía merthiolate o alcohol, simplemente se las ingenió para ayudar como pudo y después puso al herido sobre su cabalgadura, que de un momento a otro se convirtió en ambulancia (como una carretilla que me tocó ver una vez en Sierra Leona en donde transportaban a un enfermo) y buscó una hospedería que sirviera de hospital. Allí lo cuidó cuanto tiempo pudo y hasta puso de su bolsillo sin conocerlo. Es más, aquel buen samaritano involucró al dueño del mesón y le encargó cuidarlo hasta que de regreso viera como seguía y le pagara si había gastos de más, dejando en garantía solo su palabra y su buena voluntad.

Cuantas escenas en torno a enfermos y heridos pueden venir a nuestra mente, un sin fin e situaciones de enfermedades y heridas del cuerpo y del alma. Quizá algunos —como es mi caso— hayamos ya experimentado la enfermedad física casi al grado de la muerte, otros tal vez han pasado cerca de ella solamente de forma transitoria. Algunos cargamos con enfermedades de toda la vida y otros sufren heridas del alma que han dejado huellas tremendas. Lo cierto es que si vemos con ojos de fe, la enfermedad y las heridas del cuerpo y del alma, siempre se hacen visita inesperada de Dios que nos llama a unirnos con pasión a su pasión viviendo el amor de la entrega. Bien dice el salmista: «Bendito sea Dios, que en mis horas de angustia ha prodigado las pruebas de su amor... En mi inquietud, Señor, llegué a pensar que me habías quitado de tu vista; pero oíste la voz de mis plegarias cuando clamaba a ti» (Salmo 30).

San Felipe de Jesús (5 de febrero), un hombre que además de haber experimentado la tarea del cuidado de los enfermos en el hospital de la Misericordia, en Manila, vivió las consecuencias del dolor físico en carne propia, cuando le fue arrancada la oreja izquierda como parte de su martirio y, sin la cual, caminó por diversos pueblos del legendario Japón más de un mes. Si "Felipillo" —como le llamaba su nana— no hubiera trabajado con tanto amor y delicadeza por el prójimo, como buen samaritano, en el cuidado de los enfermos y pobres en aquel hospital filipino atestado de gente, no hubiera sido capaz de aguantar el suplicio del martirio.

El protomartir mexicano, mirando siempre a Cristo, en aquel arduo trabajo en el hospital, había encontrado la razón de ser del dolor, había entendido que las heridas y la enfermedad —esa visita inesperada de Dios— es oportunidad de crecer en el amor de donación y dejarse caer, como única esperanza, en los brazos amorosos del Padre, experimentando la mirada dulce de María, esa mirada que cura de todo dolor, de todo sufrimiento, de toda angustia. Nadie, años antes, esperaría que aquel chiquillo inquieto y travieso, aquel "Felipillo", fuera a desarrollar aquella sensibilidad hacia el enfermo y el pobre. San Felipe es santo, el primer santo mexicano, y se santificó a través del dolor, del dolor que contempló en los enfermos que atendía y a través del dolor de su propio martirio. Cuando su nana, en México, supo por intuición divina, que Felipe estaba muriendo en las lejanas tierras del Japón, gritó llena de fervor: "Felipillo es santo, Felipillo es santo" y sí, efectivamente, Felipillo es santo, y santo del dolor.

Como ya mencioné, seguro alguno o algunos de los que lean este mal hilvanado escrito, estén pasando por un momento de dolor o vivan ya con la presencia de la enfermedad como compañera inseparable del camino. Tal vez no con enfermedades aparatosas que llamen la atención, pero sí con la compañía calla de esas heridas en el cuerpo o en el alma, que no nos dejarán sino hasta que acabe el peregrinar por esta tierra. Hoy hablamos de «alta presión», de «azúcar» (Diabetes), de colesterol, de triglicéridos o de otras heridas y enfermedades que no se ven. Tal vez algunos —como yo— estamos enfermos de artrosis, o de enfermedades causadas por la descodificación de alguna o algunas enzimas, reumatismo, artritis, gota y qué se yo, cuánto más, pero... ¡Qué oportunidad tan grande de abrazar la cruz como Felipe, que fue el primero de aquel grupo de mártires en ser crucificado! ¡Qué oportunidad para exclamar en medio del dolor que se presenta día a día, aquellas mismas tres palabras que el santo pronunció antes de morir!: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

Algunos hemos experimentado el estar en cama por semanas o mesas, hemos entrado y salido del hospital casi como nuestra segunda casa. Ahora, en este mismo instante, muchos hermanos nuestros alrededor del mundo se están debatiendo, incluso, entre la vida y la muerte, tal vez familiares, vecinos a amigos... ellos son nuestro prójimo, y tal vez no tenemos ni siquiera un poco de aceite y un tanto de vino, ni vendajes, ni cabalgadura ni nada, pero tenemos el poder curativo de la oración.

¿Y si nosotros somos los enfermos? Los brazos paternos de Dios se extienden para protegernos. El Padre, que nos ha dado la vida como un don, nos dará la gracia y nuestra generosidad, tocada por esa mano misericordiosa, nos llevará a expresar un «sí» generoso en los momentos de prueba o de dolor.

Vienen a mi mente tantas personas que se han cruzado en mi camino, en los momentos de salud y enfermedad... pienso en Kerime, una chiquilla que siendo la adoración de toda su familia, los dejó —para volar al cielo— a los 9 años de edad enferma de leucemia... recuerdo a Mónica, una jovencita que por una rara enfermedad de falta de azúcar, se quedó siempre del tamaño de una niña de 5 años de edad en quien siempre vi una sonrisa y murió a los 15 en medio del dolor... casi veo a Jesusita, aquella ancianita feliz con el bastón que le regalé cuando me dieron de alta después de uno de mis largos períodos de enfermedad, ofreciendo siempre sus dolores por las misiones hasta que el Señor la llamó.

Recuerdo también a la hermana Esther Ocampo, inmóvil por años en su cama, una misionera clarisa a quien siempre vi feliz, aún en medio de los dolores causados por la artrosis al final de sus días y que parecían insoportables. Nuestro querido amigo y vecino Felipe Morales, quien caminó no solamente un mes en condiciones tortuosas como san Felipe, sino muchos meses más acompañado del dolor pero confiando siempre en Dios. Me acuerdo mucho de mi abuelo Gerónimo, siempre envuelto en una generosidad impresionante frente a cualquiera que de momento se hacía su prójimo, enfermo de cáncer en el estómago por varios años y alegre a sus 89 años, antes de morir diciendo de broma y con una sonrisa traviesa que solamente nos estaba robando el oxígeno. Dicen que a su funeral asistió mucha gente que mi familia no sabía ni quienes eran y agradecían que el abuelo les había ayudado en sus trabajos, que les dio estudio, que les regaló tal o cual cosa, que los sacó adelante... en fin. 

Amparito, aquella mujer que duró tanto en el hospital del Seguro contenta por haberse reconciliado con el Señor antes de dejar este mundo, agradeciendo la atención de doctores y enfermeras... «¡tan buenos todos!» decía con voz quedita... y así, una lista extensa de gente muy querida y admirada... ¡cuántos, cuántos más tendría que aumentar a la lista!

Como enfermo, puedo hablar de mi propia experiencia, cuando por meses y meses fui atendido, en las crisis más fuertes, por seminaristas misioneros que me atendían llenos de misericordia y dedicación y en quienes vi a mi prójimo como buen samaritano ayudándome y sosteniéndome cuando yo no caminaba, conduciéndome con gusto y precaución en la silla de ruedas e incluso hasta darme de comer en la boca cuando la situación no me daba para mover ni siquiera los dedos en medio de la osteoartrosis tan tremenda que me ha atacado toda la vida. Recuerdo a tantos médicos y enfermeras que, desde pequeñito, han tenido cuidado de mi organismo, tan aquejado y atacado por diversas circunstancias tal vez debidas al hecho de haber llegado a este mundo en condiciones de salud muy especiales (Falta de producción de todas las enzimas digestivas, que son las que ayudan en la digestión de la comida, las proteasas (que digieren proteínas), las amilasas (hidratos de carbono) y las lipasas (para digerir las grasas), haber nacido con fórceps librando mi ahorcamiento por tener el cordón umbilical dos veces enredado en el cuello y luego de estar nueve meses y tres semanas en el vientre materno.

¡Cuánta misericordia, cuánta bondad, cuánta entrega en tantos y tantos médicos, enfermeros y enfermeras que nos atienden a todos... a muchos de ustedes y a mí. La lista de toda esta gente —por lo menos en mi vida— es interminable y claro, tengo que decirlo, mi querida beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, que desde el cielo es siempre próxima a mí en cuestión de salud y de todo.

Antes de ingresar al seminario y luego de unos meses de estar ya estudiando en Monterrey, escribí a la beata y, aunque le leyeron mis cartas, no me pudo ya contestar, porque había perdido la vista casi en su totalidad. Invadida por el cáncer en un área del cerebro y con graves dolores, entregó su vida al Señor un año después de que yo ingresé al seminario, en 1981. Ella, como san Felipe de Jesús y como muchos otros, se entregó de lleno al cuidado de los enfermos y los necesitados y, al final de sus días, le entregó todo al Señor, acompañada de sus hijas misioneras clarisas, que como el buen samaritano, cuidaron de ella, que, con su mismo ejemplo, se había hecho invitación viva para velar por el prójimo.

En estos días, en que se acerca esta fiesta de san Felipe y la Jornada Mundial del Enfermo, hay que adentrarse en el corazón de Nuestra Señora de la Salud para que nos aliente a todos, sanos y enfermos, en especial a todos los que están graves o mal atendidos y nos fortalezca alcanzándonos de su Hijo la curación del alma y el corazón para que le amemos y, junto a san Felipe y a la beata María Inés, nos ganemos, por sus méritos (los méritos de la pasión de Cristo) el cielo que tenemos prometido, donde alcanzaremos la salud total, plena y definitiva, cuando veremos a Dios tal cual es y no habrá llanto ni dolor.

¡Abracemos la Cruz como san Felipe diciendo Jesús, Jesús, Jesús!*

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

(Basado en una homilía que pronuncié el 1 de febrero de 1999 en el Templo de San Felipe de Jesús, de Morelia Mich.)

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