jueves, 9 de febrero de 2017

La Vid, los sarmientos y nuestra ofrenda agradable a Dios...


Una vez entró a una Iglesia un hombre que con frecuencia vivía preocupado entre el temor y la esperanza. Ahí en la Iglesia se puso a rezar de rodillas delante del altar y se decía: «ojalá supiera que voy a perseverar en mi vida cristiana hasta el fin». Después de un rato de estar rezando, oyó de Dios las respuesta que estaba esperando, sintió que Dios le decía: «¿Qué harías si supieras que vas a perseverar hasta el fin?... pues haz ahora lo que en ese caso harías y así estarás bien seguro». Inmediatamente que oyó la voz de Dios que le daba la respuesta, este hombre se llenó de consuelo, se fortaleció, se abandonó a la voluntad de Dios y se le quitó aquella preocupación tan penosa. Ya no quiso volver a investigar sobre su futuro ni se angustió ansiosamente por el porvenir; más bien, desde aquel entonces, se esforzaba por saber cual era la voluntad de Dios, cómo agradarle en todo momento y como realizar toda clase de buenas obras.

Este relato, tomado del conocido libro, tan leído por la beata María Inés Teresa «Imitación de Cristo», de Tomás de Kempis, abre muy bien la reflexión que quiero compartir y en la que saboreamos la acción de Dios en nuestras vidas, meditando un breve pasaje de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos en el capítulo 12, versículos 1 y 2 relacionado con el pasaje del Evangelio de la Vd y los sarmientos.  El pasaje de la carta a los Romanos dice: «Los exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es su culto razonable. Y no se ajusten a este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto».

Todos, en esta vida, tenemos una misión encomendada, una tarea que realizar, una llamada a realizar el plan que Dios ha trazado sobre cada uno de nosotros. Dios nos ha enviado a este mundo para ser testigos de su amor, de manera que sea conocido entre todas las naciones. El gozo de cada hombre y de cada mujer de este mundo, no puede ser otro que el de ser un testigo que de la vida por cada uno de los hermanos. Cada uno de nosotros hemos sido revestidos de Cristo en el bautismo, hemos sido llamados a aprender de Cristo el modo de amarlo con ternura y con fuerza, para que todos le conozcan y le amen.

En el tiempo en que Dios ha juzgado conveniente, hemos recibido una misión específica que realizar: unos como sacerdotes, otros como religiosos y religiosas, algunos han sido llamados a vivir la soltería, la inmensa mayoría de respuesta en el matrimonio y todos, como misioneros. A través del hombre, Dios hace germinar en el mundo de la caridad, la paz, la justicia, el bienestar y, por medio de las diversas vocaciones, su amor llega hasta los últimos rincones del mundo. Todos los habitantes del mundo somos hijos de Dios, Él así nos quiere ver siempre, como sus hijos; sin embargo, no todos lo saben, no todos experimentan este gozo, no todos viven este compromiso de amor. 

Ahora voy al pasaje evangélico que nos presenta la Vid y los sarmientos. El texto del santo Evangelio según san Juan, en el capítulo 15, versículos del 1al 8 reza así: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Ustedes están ya limpios gracias a la Palabra que les he anunciado. Permanzcan en mí, como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco ustedes si no permanecen en mí. Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán. La gloria de mi Padre está en que den mucho fruto, y sean mis discípulos».

La cosa está clara: Cristo es la Vid, nosotros los sarmientos y el Padre de las misericordias es el viñador. Todos nosotros, como sarmientos, estamos unidos a la Vid, y, por lo tanto, estamos destinados a dar fruto. La gloria de Dios está en que demos mucho fruto y ese fruto permanezca. Cada uno está obligado a descubrir la misión que Dios confiere, cada uno debe saber que clase de frutos espera Dios encontrar cuando llegue el tiempo de la cosecha. Todos sabemos que no nos pide a todos lo mismo, pero también todos sabemos que no tenemos derecho a entregar al viñador un montón de uvas agrias y mal nutridas. Estamos unidos a la Vid, estamos nutridos por su sabia.

Haciendo a un lado toda clase de preocupaciones que agobian y las diversas dudas que en la vida de seguimiento de Cristo puedan surgir, debemos gozarnos en el Señor y buscar permanecer unidos a Él para siempre. El Divino Viñador nos ha invitado, desde nuestro bautismo, a permanecer unidos a Él, hemos escuchado su voz y nos debemos esforzar por permanecer unidos en todo momento a la Vid, porque, en cualquier momento, el Viñador puede llegar a visitar su viña y bien sabe qué clase de frutos puede encontrar en su viñedo. La beata María Inés teresa del Santísimo Sacramento, hablando de esta unidad escribe: «Si Jesús en Nazareth, vivía íntimamente unido a su Padre Celestial, no solo como Dios, sino también como hombre; cómo debo trabajar porque mi unión con Él sea tan estrecha que no pueda pensar, desear, querer, obrar, sino en Él y por Él».

En determinado momento de la vida, el Viñador, como he dicho, puede llegar, y a veces no precisamente para recoger ya los frutos, sino a abonar el terreno, a reforzar esas ramas unidas. Los frutos van creciendo, van madurando, unos muy de prisa, otros más lentamente, pero todos, son fruto de sarmientos unidos a la Vid, pues el Viñador, al sarmiento que no da fruto... lo corta.

¿Qué nos querrá decir el Señor con estos dos pasajes que traigo a colación para meditar? ¿No querrá el Señor que cada uno, según la vocación que hemos recibido, ofreciéndonos como víctima viva y agradable a sus ojos, demos frutos de amor que permanezcan? No todos desempeñamos la misma función en el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, pero todos somos invitados a permanecer unidos a la Vid. La misión de cada uno es única e irrepetible. La gloria del Padre está en que todos, absolutamente todos, demos fruto abundante y ese fruto permanezca. 

Estos dos pasajes de la Sagrada Escritura, son «escuela» para todo aquel que se considere «discípulo-misionero» de Cristo y que quiera permanecer unido a Él «como hostia viva, santa, agradable a Dios» para dar mucho fruto. ¡Qué Dios tome de cada uno de nosotros lo que le podamos ofrecer! 

Si miramos a María, la «Divina Jardinera» como le día Madre Inés, nos va a ayudar. Ella nos mostrará el tesoro de su corazón que es el mismo Viñador, ella nos fortalecerá para que trabajemos alegres en nuestra santificación y demos frutos de amor, permaneciendo siempre unidos a su Hijo Jesús, el Viñador.

Terminemos nuestro momento de reflexión orando a nuestro Padre Celestial:

Siembra, Padre Santo,
en cada una de nuestras vidas
a tu Hijo Jesucristo, Vid Verdadera.
Danos tu Espíritu Santo
para ser fieles sarmientos que crezcan 
bajo el cuidado maternal de María.
Cultívanos con amor
en tu Viña que es la Iglesia
y llévanos a dar frutos de generosidad.
Aquí estamos, Señor,
dispuestos a armonizar
acción y contemplación.
¿Qué esperas para sembrar y transformar?

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

(Reflexión basada en una homilía pronunciada el 11 de agosto de 1992 en la Profesión Perpetua de un grupo de Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento en la Casa Madre en Cuernavaca, Morelos, México).

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