domingo, 19 de febrero de 2017

Que no se vayan con febrero el amor y la amistad...


Estamos a punto de finalizar el mes más corto del año, el mes de febrero, marcado por dos celebraciones que giran en torno al amor, una fiesta religiosa: «La Presentación de Jesús al Templo» y la otra de la sociedad mexicana y de otras naciones: «El Día del Amor y la Amistad». 

El amor es una palabra que en este mes se expresa, en medio de los católicos, en una convivencia el día 2 con la convivencia de esta fiesta, llamada también «Día de la Candelaria», compartiendo, en la cultura mexicana, los deliciosos tamales que son preparados o comprados, por aquellos a quienes el día de Reyes les tocó, en la rebanada de rosca, la imagen del Niño Dios. ¡Qué bonitas convivencias llenas de amor en estos días en tantas y tantas familias que celebran esta fiesta!

En la sociedad el amor y la amistad se celebran el 14 de febrero, en donde el amor se expresa en signos como flores, un corazón, un peluche. En febrero se siente y se ve la palabra «amor» por todas partes, en ropa y en diversos accesorios, mantas y toda clase de adornos, incluso, en febrero y sobre todo a raíz de la fiesta del amor y de la amistad, se ha llamado «amor» a lo que no es. ¡La amistad y el amor, solamente pueden entenderse si están fundados en el verdadero amor, que es el amor a Dios y el amor al prójimo, porque Dios... Es Amor (1 Jn 4,8). Dios debe ser, por eso, nuestro más querido y entrañable amigo y en Él, es que podemos vivir el precioso don de la amistad.

En la primera carta del apóstol san Juan, en el capítulo 3, hay un trozo que me parece fuerte, como pudiera parecer esta reflexión para algunos. Hay, en este pasaje de la Sagrada Escritura, algo fuerte que a la vez es claro y concreto: «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio la vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad». 

Así está la cuestión. No podemos hablar de amor sin hablar del prójimo. Como sacerdote, me he ido dando cuenta de que, en nuestros días, hay una tentación muy grande, la tentación de querer encontrar el camino directo hacia la divinidad sin tener que pasar por el camino del contacto con el prójimo. Hay gente —y no hago distinción de religiones y creencias— que se refugia en un templo o en un lugar de oración y meditación, olvidando que a Dios se le encuentra también y en primer instancia, en el prójimo. Y lo que es aún peor y más común en nuestros días, muchos, escudándose en decir que son ateos o agnósticos, reducen el ser humano a un objeto de placer, justificando que eso, utilizar al otro como un instrumento de satisfacción, es amor.

El prójimo, como objeto del amor, es precisamente una representación de Dios, una auténtica manifestación, nosotros somos su expresión, somos su pueblo, ovejas de su rebaño a quien ama entrañablemente y por quienes en Cristo, nos a alcanzado la amistad eterna con Él al darnos la salvación. El prójimo, aún para el que hoy en día afirma no creer en Dios o ser un agnóstico, debería representar algo grande, otro yo, un ser que vive y que siente como yo. El amor al prójimo va más allá de una cuestión de solución meramente social, económica o política. El amor al prójimo va más allá de todos los presupuestos humanos. El prójimo irrumpe en la vida de cada uno al margen de todas las previsiones y por encima de toda planificación. El prójimo no se selecciona, sino que se acepta aún en los momentos más inoportunos. El prójimo es gratuito, sin color concreto ni estructura clasificada. El prójimo irrumpe en nuestra vida  impulsándonos a amar, como irrumpieron aquellos novios de Caná en la vida de María la Madre de Dios y le hicieron exclamar: «¡Hijo, mira que no tienen vino!» (Jn 2, 3).

A lo largo de la historia de la humanidad, se ha intentado inmanentizar el amor al prójimo, hacer que no trascienda o por lo menos achicarlo, hacerlo de bolsillo, convertirlo en algo —no se como explicarlo— instantáneo pero para que sea otro el que lo lleve a cabo, no uno mismo. El mundo actual, consumista y materialista, lo quiere reducir a reglas detalladas y minuciosas que eliminen de nuestra vida la sorpresa y la inseguridad. La sociedad actual dice muchas veces que hay que planificar todo, y entonces, el amor queda tan planificado que no hay lugar para ir más allá y dar amor al otro. Cuando llega el prójimo, que irrumpe en un de repente, no hay lugar para él. Hemos planificado en nuestro mundo, en nuestras familias y en nuestras instituciones excesivamente el amor al prójimo... A ver si queda tiempo. ¡Disculpe, es que ya estoy ayudando aquí o allá! ¡Perdona, es que no tengo tiempo! ¡Me hubieras dicho antes, me agarraste en las prisas!

Lo primero que exige el amor, es una profunda sintonía con los hombres y mujeres de nuestro tiempo —con los que nos rodean y con los que están lejos—, con los cercanos y los lejanos. Una espiritualidad angelista, que saque al hombre de su momento histórico y lo transporte a regiones y épocas trasnochadas, está faltando gravemente a este deber de amor. El hombre es cuerpo y espíritu que no se pueden separar y la fiesta del amor no puede reducirse a un mes de año que, además, por si fuera poco, es el más corto del año.

En una ocasión, antes de la llegada de Internet, que me ha tocado ver y utilizar con tanto provecho, una persona se quejaba conmigo de un convento de monjas al que todos los días llegaba puntualmente el periódico: —Esas monjas deberían de regalar lo que gastan el periódico — decía—. ¿Cómo? —le pregunté yo— Ese es el instrumento mediante el cual estas mujeres, consagradas de por vida día y noche, saben algo del prójimo por el que están orando y por el que están dando la vida. ¿Cómo podemos decir que amamos al prójimo si no lo conocemos, si nos situamos al margen de un mundo cuyas miserias ni siquiera se conocen?

La pregunta que Dios hace a todo hombre y mujer al llegar al final del mes del amor y de la amistad, está en el libro del Génesis: ¿Dónde está tu hermano? Ese es el amigo, el prójimo gratuito, trascendente, presente en lo más hondo del corazón que se sabe amado por Dios. No se puede hablar de amor ni de amistad si no es haciendo a un lado la teoría y ejerciendo la caridad, amando de verdad y con ternura. De eso son muestra tantos amigos que nos rodean y desde lejos nos recuerdan, nos quieren, nos alientan, nos cuestionan, nos acompañan, nos apoyan haciéndose cercanos en las buenas y en las malas.

La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento vivía así, sin tiempo de teorizar el amor sino con la tarea ininiterrumpida de hacerlo vida: «Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero» era su jaculatoria contante dirigiéndose al Amor de los amores.

Amemos así, con los pies puestos en la tierra y el corazón en el cielo, luchando día a día por hacer presente el amor de Dios, compartiendo penas y alegrías, amando a quienes llegan a nuestro lado para pedir apoyo espiritual y material, amando a quien irrumpe en el camino para pedir un pedazo de pan, un pequeño servicio, una sonrisa. No tenemos ni oro ni plata para solucionar un problema económico; no tenemos nada material para ofrecer seguridad al que no tiene; no tenemos muchas cosas visibles que dar... Pero podemos ofrecer, ante todo, el don de la amistad, el amor de un Dios que está siempre cercano a la humanidad, un Dios que es Amigo de todos. Cada día convivimos con la familia, con el obrero y la viuda, con el niño y el vendedor de casa en casa. Cada día nos topamos con nuestro prójimo que vende chicles o mazapanes, con el que pide caridad, con el vecino triste y afligido, con el compañero de trabajo que sufre alguna pena moral y brindamos nuestra amistad para llevar a todos a Dios.

Quiero terminar esta reflexión con un pensamiento de san León Magno que reza así: «Si Dios es amor, no podemos poner límite alguno al amor, ya que la divinidad es infinita».

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
(Reflexión basada en un discurso dado en una reunión con bienhechores de los M.C.I.U. El 13 de febrero de 1993).

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