viernes, 24 de febrero de 2017

«AGUA BENDITA»... Un sacramental que es fuente de bienes espirituales


El agua bendita es un sacramental de la Iglesia Católica. Los sacramentales son signos sagrados, muchas veces con materia y forma (pueden ser «cosas» o «acciones» y que son actos públicos de culto y santificación), por medio de los cuales se reciben efectos espirituales por la intercesión de la Iglesia (Cfr. CIC. no.1166).

Los sacramentales fueron instituidos por la Iglesia, a diferencia de los sacramentos, que fueron instituidos por Cristo. Tienen ciertas semejanzas con los sacramentos. Son signos de la oración de la Iglesia y nos disponen para recibir la gracia. Estos símbolos materiales sacramentales actúan «ex opere operantis», es decir, en razón de la Iglesia. En general los sacramentales dignamente recibidos producen los siguientes efectos: Obtienen las gracias actuales con especial eficacia por la intervención de la Iglesia (ex opere operantis Ecclesiae); perdonan los pecados veniales por vía de impetración (ex opere operantis), en cuanto que por las buenas obras que hacen practicar y por la virtud de las oraciones de la Iglesia excitan en el sujeto sentimientos de contrición y actos de caridad;
a veces perdonan toda o parte de la pena temporal debida por los pecados pasados, en virtud de las indulgencias que suelen acompañar al uso de los sacramentales (por ejemplo el agua bendita) y nos obtienen gracias temporales si son convenientes para nuestra salvación (como el recobrar la salud corporal, defensa contra las tempestades, etc.) A continuación doy respuesta a algunas de las preguntas que con frecuencia surgen en torno al agua bendita:

¿Es el agua bendita el más importante de todos los sacramentales?

Efectivamente. El agua bendita, es el más importante de los sacramentales. El agua , en las Sagradas Escrituras, está relacionada directamente con la Salvación. Ha sido frecuentemente usada en la liturgia desde los inicios de la Iglesia. Desde tiempos de la Iglesia primitiva el agua era objeto de bendición especial antes de que se confiriera el bautismo. Los documentos más antiguos con que se cuenta sobre la bendición del agua (bautismal) son originarios de la Iglesia de África, de finales del S II.

A causa de la bendición a ella adjunta, la Iglesia recomienda encarecidamente a sus hijos el uso del agua bendita, especialmente cuando les amenaza algún peligro. Su uso nos recuerda nuestro bautismo y las promesas que en él hicimos. Nuestras promesas bautismales incluyen renunciar a Satanás y rechazar el pecado, pero es probable que rara vez tengamos esto en mente al usar agua bendita. Todo hogar católico debería tener siempre agua bendita disponible, ya que cada gota de agua bendita contiene tesoros indecibles de auxilio espiritual para el alma y para el cuerpo. El agua bendita es un regalo de Dios para ayudar a las familias a santificar la vida cotidiana y mantener santificadas las cosas que habitualmente se utilizan. Si nos detenemos a pensar en lo que realmente representa para nosotros, la utilizaremos con más frecuencia, conciencia y gratitud. Algunos padres de familia incluso utilizan agua bendita para bendecir las cosas que sus hijos usan regularmente, tales como bicicletas y libros escolares. Muchas personas rocían con agua bendita sus instrumentos de trabajo implorando la bendición de Dios sobre el mismo.

¿Cuáles son los principales efectos del agua bendita?

Si uno se santigua con agua bendita con devoción, ello produce tres efectos: Atrae la gracia divina, purifica el alma y aleja al demonio. El gesto de santiguarse con agua bendita, nos trae gracias divinas por la oración de la Iglesia. La Iglesia ha orado sobre esa agua con el poder de la Cruz de Cristo. El poder sacerdotal ha dejado una influencia sobre esa agua.

Al mismo tiempo, el agua bendita purifica parte de nuestros pecados, tanto los veniales como el reato que quede en nuestra alma.

El agua bendita aleja al demonio. El demonio puede entrar perfectamente en una iglesia, sus muros no le contienen, el suelo sagrado no le refrena; sin embargo el agua bendita sí que le aleja. Aunque nosotros «con los ojos del cuerpo», no podamos ver la Cruz que forma el agua bendita en nuestro cuerpo al santiguarnos, el demonio sí que la ve. Para él esa Cruz es de fuego, es como una coraza que no puede traspasar. Santa Teresa de Ávila, doctora de la Iglesia, tenía una fe profunda en el poder del agua bendita. Ella personalmente la usaba para expulsar al demonio y repeler las tentaciones. «Sé por propia experiencia  —decía la santa— que no hay nada mejor que el agua bendita para expulsar al demonio de nuestro lado».

¿Cómo podemos utilizar el agua bendita?

El agua bendita se rocía orando, y a lo largo de la oración de bendición, se reza al Señor para que la aspersión de esta agua nos procure los tres beneficios siguientes: el perdón de nuestros pecados, nuestra defensa contras las trampas tendidas por el Maligno y el don de la protección divina.

La bendición de uno mismo:

En muchos templos, a la entrada, se encuentran pilas o recipientes con agua bendita para que el domingo, día del Señor, los asistentes a la Misa Dominical, al hacer la señal de la cruz con ella recuerden su compromiso de bautizados y además, entre semana, en cada visita, se implore la protección e Dios. Mantener una pila de agua bendita en la casa es una gran idea para usarla bendiciéndose en el hogar. 

La bendición de la casa:

La casa es iglesia doméstica y también necesita protección espiritual. Todos podemos rociar agua bendita en nuestros hogares, o se puede pedir a un sacerdote que bendiga formalmente la casa con agua bendita, como parte de la ceremonia de bendición del hogar. Se puede hacer esta oración: Te suplicamos Señor que visites esta casa y repele lejos de ella todos los obstáculos del enemigo, que tus santos ángeles vengan a habitarla para permanecer en la paz y que tu bendición permanezca para siempre sobre nosotros por Cristo Nuestro Señor. Amén. Se reza un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria. 

La bendición a la familia:

Se puede utilizar el agua bendita para orar y hacer la señal de la cruz sobre el cónyuge e hijos antes de ir a dormir por la noche. La unión de la familia entre sí y con Dios de esta manera es una gran tradición familiar para adoptar. Mantener una botellita de agua bendita a un lado de la cama con este propósito es una muy buena costumbre.

La bendición del espacio de trabajo:

Es una gran idea rociar el espacio de trabajo con agua bendita, no sólo para protección espiritual mientras se desempeñan las diversas labores, sino también para santificar el trabajo diario para la gloria de Dios.

La bendición de los vehículos:

Los medios de transporte, probablemente, son el espacio más peligroso en el que se pasa una cantidad significativa de tiempo diario. Nunca hay que subestimar el poder del agua bendita aplicada a los vehículos para mantenerse a salvo del peligro, cuando se utiliza con fe y confianza en Dios. De hecho, también se puede pedir al sacerdote que bendiga los vehículos de la familia o de trabajo con agua bendita.

La bendición del jardín o huerto:

Esta era una práctica común en la Edad Media. La gente rociaba sus huertas con agua bendita. En momentos en que la gente era muy dependiente de los cultivos para su subsistencia, la falta de lluvia o heladas tempranas resultaba devastadora. El uso de agua bendita para bendecir y santificar las plantas que se utilizarían para el sustento de la familia mostraba confianza en la gracia de Dios. Es una práctica que se puede seguir haciendo.

La bendición a los enfermos:

Si hay algún amigo o familiar enfermo, al visitarlo se puede llevar agua bendita y poner un poco al enfermo orando con él, lo cual además será una obra corporal y espiritual de misericordia. Si se visita a los enfermos en un hospital o asilo de ancianos, se puede rociar el agua bendita invocando la bendición de Dios sobre su espacio vital y déjales una botella de agua bendita como un consuelo en sus momentos de necesidad.

La bendición de las mascotas:

Muchas parroquias en la fiesta de San Francisco de Asís tiene un rito de bendición para mascotas. Las mascotas son amados compañeros para individuos y familias y, a menudo nos proporcionan un gran servicio, e incluso estos pueden ser bendecidos con agua bendita, porque toda la creación tiene el fin de dar gloria a Dios. Esto también se aplica a los animales de granja que proveen mano de obra, medios de subsistencia y alimento para los seres humanos.

¿Es mágica el agua bendita?

No. El agua bendita no es como enseñan muchos curanderos, brujos y adherentes de la Nueva Era (New Age) como algo mágico que contenga propiedades energéticas para limpiar el hogar, o lavar cualquier tipo de objetos, (vasijas, muebles, o cuadros) ni tampoco para traerla colgada al cuello para prevenir el mal de ojo, ni contra los vampiros, ni contra las reumas, ni se usa con fines supersticiosos de buena suerte para bendecir objetos deportivos como raquetas o balones. El agua bendita no es un talismán para guardarse de las influencias negativas ni para rociar billeteras o bolsos para que se multiplique el dinero. 

A raíz del mal uso del agua bendita y de otros sacramentales y de sus abusos, es de donde los no-caóticos muchas veces se basan para atacar estas practicas católicas y tacharlas de propias de fanáticos. Debemos conocer bien el uso debido del agua bendita y enseñar al que no sabe que significa este sacramental.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

domingo, 19 de febrero de 2017

Que no se vayan con febrero el amor y la amistad...


Estamos a punto de finalizar el mes más corto del año, el mes de febrero, marcado por dos celebraciones que giran en torno al amor, una fiesta religiosa: «La Presentación de Jesús al Templo» y la otra de la sociedad mexicana y de otras naciones: «El Día del Amor y la Amistad». 

El amor es una palabra que en este mes se expresa, en medio de los católicos, en una convivencia el día 2 con la convivencia de esta fiesta, llamada también «Día de la Candelaria», compartiendo, en la cultura mexicana, los deliciosos tamales que son preparados o comprados, por aquellos a quienes el día de Reyes les tocó, en la rebanada de rosca, la imagen del Niño Dios. ¡Qué bonitas convivencias llenas de amor en estos días en tantas y tantas familias que celebran esta fiesta!

En la sociedad el amor y la amistad se celebran el 14 de febrero, en donde el amor se expresa en signos como flores, un corazón, un peluche. En febrero se siente y se ve la palabra «amor» por todas partes, en ropa y en diversos accesorios, mantas y toda clase de adornos, incluso, en febrero y sobre todo a raíz de la fiesta del amor y de la amistad, se ha llamado «amor» a lo que no es. ¡La amistad y el amor, solamente pueden entenderse si están fundados en el verdadero amor, que es el amor a Dios y el amor al prójimo, porque Dios... Es Amor (1 Jn 4,8). Dios debe ser, por eso, nuestro más querido y entrañable amigo y en Él, es que podemos vivir el precioso don de la amistad.

En la primera carta del apóstol san Juan, en el capítulo 3, hay un trozo que me parece fuerte, como pudiera parecer esta reflexión para algunos. Hay, en este pasaje de la Sagrada Escritura, algo fuerte que a la vez es claro y concreto: «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio la vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad». 

Así está la cuestión. No podemos hablar de amor sin hablar del prójimo. Como sacerdote, me he ido dando cuenta de que, en nuestros días, hay una tentación muy grande, la tentación de querer encontrar el camino directo hacia la divinidad sin tener que pasar por el camino del contacto con el prójimo. Hay gente —y no hago distinción de religiones y creencias— que se refugia en un templo o en un lugar de oración y meditación, olvidando que a Dios se le encuentra también y en primer instancia, en el prójimo. Y lo que es aún peor y más común en nuestros días, muchos, escudándose en decir que son ateos o agnósticos, reducen el ser humano a un objeto de placer, justificando que eso, utilizar al otro como un instrumento de satisfacción, es amor.

El prójimo, como objeto del amor, es precisamente una representación de Dios, una auténtica manifestación, nosotros somos su expresión, somos su pueblo, ovejas de su rebaño a quien ama entrañablemente y por quienes en Cristo, nos a alcanzado la amistad eterna con Él al darnos la salvación. El prójimo, aún para el que hoy en día afirma no creer en Dios o ser un agnóstico, debería representar algo grande, otro yo, un ser que vive y que siente como yo. El amor al prójimo va más allá de una cuestión de solución meramente social, económica o política. El amor al prójimo va más allá de todos los presupuestos humanos. El prójimo irrumpe en la vida de cada uno al margen de todas las previsiones y por encima de toda planificación. El prójimo no se selecciona, sino que se acepta aún en los momentos más inoportunos. El prójimo es gratuito, sin color concreto ni estructura clasificada. El prójimo irrumpe en nuestra vida  impulsándonos a amar, como irrumpieron aquellos novios de Caná en la vida de María la Madre de Dios y le hicieron exclamar: «¡Hijo, mira que no tienen vino!» (Jn 2, 3).

A lo largo de la historia de la humanidad, se ha intentado inmanentizar el amor al prójimo, hacer que no trascienda o por lo menos achicarlo, hacerlo de bolsillo, convertirlo en algo —no se como explicarlo— instantáneo pero para que sea otro el que lo lleve a cabo, no uno mismo. El mundo actual, consumista y materialista, lo quiere reducir a reglas detalladas y minuciosas que eliminen de nuestra vida la sorpresa y la inseguridad. La sociedad actual dice muchas veces que hay que planificar todo, y entonces, el amor queda tan planificado que no hay lugar para ir más allá y dar amor al otro. Cuando llega el prójimo, que irrumpe en un de repente, no hay lugar para él. Hemos planificado en nuestro mundo, en nuestras familias y en nuestras instituciones excesivamente el amor al prójimo... A ver si queda tiempo. ¡Disculpe, es que ya estoy ayudando aquí o allá! ¡Perdona, es que no tengo tiempo! ¡Me hubieras dicho antes, me agarraste en las prisas!

Lo primero que exige el amor, es una profunda sintonía con los hombres y mujeres de nuestro tiempo —con los que nos rodean y con los que están lejos—, con los cercanos y los lejanos. Una espiritualidad angelista, que saque al hombre de su momento histórico y lo transporte a regiones y épocas trasnochadas, está faltando gravemente a este deber de amor. El hombre es cuerpo y espíritu que no se pueden separar y la fiesta del amor no puede reducirse a un mes de año que, además, por si fuera poco, es el más corto del año.

En una ocasión, antes de la llegada de Internet, que me ha tocado ver y utilizar con tanto provecho, una persona se quejaba conmigo de un convento de monjas al que todos los días llegaba puntualmente el periódico: —Esas monjas deberían de regalar lo que gastan el periódico — decía—. ¿Cómo? —le pregunté yo— Ese es el instrumento mediante el cual estas mujeres, consagradas de por vida día y noche, saben algo del prójimo por el que están orando y por el que están dando la vida. ¿Cómo podemos decir que amamos al prójimo si no lo conocemos, si nos situamos al margen de un mundo cuyas miserias ni siquiera se conocen?

La pregunta que Dios hace a todo hombre y mujer al llegar al final del mes del amor y de la amistad, está en el libro del Génesis: ¿Dónde está tu hermano? Ese es el amigo, el prójimo gratuito, trascendente, presente en lo más hondo del corazón que se sabe amado por Dios. No se puede hablar de amor ni de amistad si no es haciendo a un lado la teoría y ejerciendo la caridad, amando de verdad y con ternura. De eso son muestra tantos amigos que nos rodean y desde lejos nos recuerdan, nos quieren, nos alientan, nos cuestionan, nos acompañan, nos apoyan haciéndose cercanos en las buenas y en las malas.

La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento vivía así, sin tiempo de teorizar el amor sino con la tarea ininiterrumpida de hacerlo vida: «Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero» era su jaculatoria contante dirigiéndose al Amor de los amores.

Amemos así, con los pies puestos en la tierra y el corazón en el cielo, luchando día a día por hacer presente el amor de Dios, compartiendo penas y alegrías, amando a quienes llegan a nuestro lado para pedir apoyo espiritual y material, amando a quien irrumpe en el camino para pedir un pedazo de pan, un pequeño servicio, una sonrisa. No tenemos ni oro ni plata para solucionar un problema económico; no tenemos nada material para ofrecer seguridad al que no tiene; no tenemos muchas cosas visibles que dar... Pero podemos ofrecer, ante todo, el don de la amistad, el amor de un Dios que está siempre cercano a la humanidad, un Dios que es Amigo de todos. Cada día convivimos con la familia, con el obrero y la viuda, con el niño y el vendedor de casa en casa. Cada día nos topamos con nuestro prójimo que vende chicles o mazapanes, con el que pide caridad, con el vecino triste y afligido, con el compañero de trabajo que sufre alguna pena moral y brindamos nuestra amistad para llevar a todos a Dios.

Quiero terminar esta reflexión con un pensamiento de san León Magno que reza así: «Si Dios es amor, no podemos poner límite alguno al amor, ya que la divinidad es infinita».

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
(Reflexión basada en un discurso dado en una reunión con bienhechores de los M.C.I.U. El 13 de febrero de 1993).

jueves, 9 de febrero de 2017

La Vid, los sarmientos y nuestra ofrenda agradable a Dios...


Una vez entró a una Iglesia un hombre que con frecuencia vivía preocupado entre el temor y la esperanza. Ahí en la Iglesia se puso a rezar de rodillas delante del altar y se decía: «ojalá supiera que voy a perseverar en mi vida cristiana hasta el fin». Después de un rato de estar rezando, oyó de Dios las respuesta que estaba esperando, sintió que Dios le decía: «¿Qué harías si supieras que vas a perseverar hasta el fin?... pues haz ahora lo que en ese caso harías y así estarás bien seguro». Inmediatamente que oyó la voz de Dios que le daba la respuesta, este hombre se llenó de consuelo, se fortaleció, se abandonó a la voluntad de Dios y se le quitó aquella preocupación tan penosa. Ya no quiso volver a investigar sobre su futuro ni se angustió ansiosamente por el porvenir; más bien, desde aquel entonces, se esforzaba por saber cual era la voluntad de Dios, cómo agradarle en todo momento y como realizar toda clase de buenas obras.

Este relato, tomado del conocido libro, tan leído por la beata María Inés Teresa «Imitación de Cristo», de Tomás de Kempis, abre muy bien la reflexión que quiero compartir y en la que saboreamos la acción de Dios en nuestras vidas, meditando un breve pasaje de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos en el capítulo 12, versículos 1 y 2 relacionado con el pasaje del Evangelio de la Vd y los sarmientos.  El pasaje de la carta a los Romanos dice: «Los exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es su culto razonable. Y no se ajusten a este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto».

Todos, en esta vida, tenemos una misión encomendada, una tarea que realizar, una llamada a realizar el plan que Dios ha trazado sobre cada uno de nosotros. Dios nos ha enviado a este mundo para ser testigos de su amor, de manera que sea conocido entre todas las naciones. El gozo de cada hombre y de cada mujer de este mundo, no puede ser otro que el de ser un testigo que de la vida por cada uno de los hermanos. Cada uno de nosotros hemos sido revestidos de Cristo en el bautismo, hemos sido llamados a aprender de Cristo el modo de amarlo con ternura y con fuerza, para que todos le conozcan y le amen.

En el tiempo en que Dios ha juzgado conveniente, hemos recibido una misión específica que realizar: unos como sacerdotes, otros como religiosos y religiosas, algunos han sido llamados a vivir la soltería, la inmensa mayoría de respuesta en el matrimonio y todos, como misioneros. A través del hombre, Dios hace germinar en el mundo de la caridad, la paz, la justicia, el bienestar y, por medio de las diversas vocaciones, su amor llega hasta los últimos rincones del mundo. Todos los habitantes del mundo somos hijos de Dios, Él así nos quiere ver siempre, como sus hijos; sin embargo, no todos lo saben, no todos experimentan este gozo, no todos viven este compromiso de amor. 

Ahora voy al pasaje evangélico que nos presenta la Vid y los sarmientos. El texto del santo Evangelio según san Juan, en el capítulo 15, versículos del 1al 8 reza así: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Ustedes están ya limpios gracias a la Palabra que les he anunciado. Permanzcan en mí, como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco ustedes si no permanecen en mí. Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán. La gloria de mi Padre está en que den mucho fruto, y sean mis discípulos».

La cosa está clara: Cristo es la Vid, nosotros los sarmientos y el Padre de las misericordias es el viñador. Todos nosotros, como sarmientos, estamos unidos a la Vid, y, por lo tanto, estamos destinados a dar fruto. La gloria de Dios está en que demos mucho fruto y ese fruto permanezca. Cada uno está obligado a descubrir la misión que Dios confiere, cada uno debe saber que clase de frutos espera Dios encontrar cuando llegue el tiempo de la cosecha. Todos sabemos que no nos pide a todos lo mismo, pero también todos sabemos que no tenemos derecho a entregar al viñador un montón de uvas agrias y mal nutridas. Estamos unidos a la Vid, estamos nutridos por su sabia.

Haciendo a un lado toda clase de preocupaciones que agobian y las diversas dudas que en la vida de seguimiento de Cristo puedan surgir, debemos gozarnos en el Señor y buscar permanecer unidos a Él para siempre. El Divino Viñador nos ha invitado, desde nuestro bautismo, a permanecer unidos a Él, hemos escuchado su voz y nos debemos esforzar por permanecer unidos en todo momento a la Vid, porque, en cualquier momento, el Viñador puede llegar a visitar su viña y bien sabe qué clase de frutos puede encontrar en su viñedo. La beata María Inés teresa del Santísimo Sacramento, hablando de esta unidad escribe: «Si Jesús en Nazareth, vivía íntimamente unido a su Padre Celestial, no solo como Dios, sino también como hombre; cómo debo trabajar porque mi unión con Él sea tan estrecha que no pueda pensar, desear, querer, obrar, sino en Él y por Él».

En determinado momento de la vida, el Viñador, como he dicho, puede llegar, y a veces no precisamente para recoger ya los frutos, sino a abonar el terreno, a reforzar esas ramas unidas. Los frutos van creciendo, van madurando, unos muy de prisa, otros más lentamente, pero todos, son fruto de sarmientos unidos a la Vid, pues el Viñador, al sarmiento que no da fruto... lo corta.

¿Qué nos querrá decir el Señor con estos dos pasajes que traigo a colación para meditar? ¿No querrá el Señor que cada uno, según la vocación que hemos recibido, ofreciéndonos como víctima viva y agradable a sus ojos, demos frutos de amor que permanezcan? No todos desempeñamos la misma función en el cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia, pero todos somos invitados a permanecer unidos a la Vid. La misión de cada uno es única e irrepetible. La gloria del Padre está en que todos, absolutamente todos, demos fruto abundante y ese fruto permanezca. 

Estos dos pasajes de la Sagrada Escritura, son «escuela» para todo aquel que se considere «discípulo-misionero» de Cristo y que quiera permanecer unido a Él «como hostia viva, santa, agradable a Dios» para dar mucho fruto. ¡Qué Dios tome de cada uno de nosotros lo que le podamos ofrecer! 

Si miramos a María, la «Divina Jardinera» como le día Madre Inés, nos va a ayudar. Ella nos mostrará el tesoro de su corazón que es el mismo Viñador, ella nos fortalecerá para que trabajemos alegres en nuestra santificación y demos frutos de amor, permaneciendo siempre unidos a su Hijo Jesús, el Viñador.

Terminemos nuestro momento de reflexión orando a nuestro Padre Celestial:

Siembra, Padre Santo,
en cada una de nuestras vidas
a tu Hijo Jesucristo, Vid Verdadera.
Danos tu Espíritu Santo
para ser fieles sarmientos que crezcan 
bajo el cuidado maternal de María.
Cultívanos con amor
en tu Viña que es la Iglesia
y llévanos a dar frutos de generosidad.
Aquí estamos, Señor,
dispuestos a armonizar
acción y contemplación.
¿Qué esperas para sembrar y transformar?

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

(Reflexión basada en una homilía pronunciada el 11 de agosto de 1992 en la Profesión Perpetua de un grupo de Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento en la Casa Madre en Cuernavaca, Morelos, México).

viernes, 3 de febrero de 2017

Ver al prójimo en el enfermo y desde el enfermo...


Se acercan dos días muy especiales, el 5 de febrero, en que celebramos a San Felipe de Jesús y el 11 de este mismo mes, en que celebramos, año con año, la jornada mundial del enfermo. Me viene ahora el compartir con ustedes una reflexión en torno al tema de la enfermedad, incluyendo la mía propia, y, al mismo tiempo, invitarles a ver de cerca la figura de san Felipe de Jesús y de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, a quien tanto admiro y tanto le debo.

Cuando uno lee el evangelio de san Lucas, se topa, en el capítulo 10, con una pregunta: ¿Y quién es mi prójimo? Es la pregunta que hace un doctor de la ley a Jesús (Lc 10, 25-37), y él, el salvador de los hombres, no duda en responder poniendo un ejemplo, un caso de proximidad y solidaridad con un herido que está abandonado en el camino y, para que parece ser, nadie, entre las prisas del diario ir y venir, tiene tiempo para atenderle. Un sacerdote, un levita y tal vez muchos más, pasaron de largo sin detenerse si quiera a contemplar aquella escena, tal vez solamente sacándole la vuelta para no contaminarse o involucrarse en cualquier cosa que hubiera sucedido. El que se detiene —según el relato evangélico— es un samaritano, uno de esos que no eran bien vistos porque de ellos, de los samaritanos, nada se podía esperar.

Este samaritano no tiene nada de doctor ni de enfermero, y, además, solamente «pasaba por el camino» como todos los demás. El hombre aquel, cuyo nombre —como el de muchos de los samaritanos de los relatos bíblicos— desconocemos, tal vez utiliza los medios adecuados que tiene a su alcance para curar al herido, pero los pone al revés, primero el aceite y después el vino, como si ahora se pudiera primero el ungüento y después el alcohol desinfectante, pero, el Padre de las Misericordias, que ve hasta la más insignificante de nuestras intenciones, vela por sus hijos y, en aquel samaritano, a pesar de todo, envía la curación al herido.

Si nos fijamos bien en el relato, no encontramos ningún milagro o algo parecido. Todo ocurre del modo más natural que pudiéramos imaginar. Jesús no sigue siempre los criterios que esperamos. La soberbia de los jactanciosos, los motiva siempre a buscar la justificación de los que hacen o dicen, por eso este doctor de la Ley, para justificar su intervención, le hizo a Jesús esa pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» y como respuesta, Jesús nos pone esta bellísima parábola, que se ha convertido en una narración que es ya «clásica» en nuestros ambientes y que, recalco, no narra un milagro, sino un hecho que nos hace ver que, ante los infortunios de los accidentes y de las enfermedades, a veces lo que queremos es un milagro y lo que llega es la acción de Dios a través de alguien que se detiene.

La parábola  nos quiere dar ese precepto de amar a nuestro prójimo y, lo más prójimo o próximo que tenemos, está en nosotros mismos, nuestro corazón, morada preferida del Señor, allí donde el amor se expresa más intensamente y en donde muchas veces hay heridas, viejas o nuevas heridas que los asaltos de la vida han hecho por el camino. Muchos hombres y mujeres de fe, ante esas heridas de la vida, quieren un milagro, una curación inmediata. Incluso hay gente que si ve que Dios nos hace el milagro, reniegan, se retiran de la Iglesia o, como se usa mucho ahora, se van a alguna de las sectas de moda o la santería. Hay que ver las heridas de la vida con ojos de fe, y descubrir con claridad que el Señor nos ama y nos pone a alguien que se detiene en el camino, quizá quien menos esperamos, quien menos sabe de la cuestión, quien parece lejano y se hace nuestro prójimo. El Señor nos ama y nos da lo que nos conviene, no siempre hace milagros a nuestro antojo.

¡Cuántas vidas se han purificado a través de las heridas de la vida! ¡Cuántos enfermos y enfermas y cuantos heridos por diversas situaciones del andar de esta vida, han convertido el corazón de sus familias, han unido a los que estaban alejados, han alcanzado, en el lecho del dolor, o en el derramar de lágrimas, la santidad para ellos y los que se han detenido en su camino a auxiliarles.

Este pasaje del Evangelio, conocido como «El Buen Samaritano», nos narra todo lo que el enfermero improvisado hizo por aquel malherido. En primer lugar el escritor sagrado nos dice que «se compadeció de él» deteniéndose, haciendo a un lado el asunto que lo llevaba a pasar por ahí, haciendo un espacio de tiempo para gastarlo con aquel pobre necesitado de auxilio. Ungió sus heridas con aceite y vino, que era lo que tenía a su alcance porque «iba por el camino»: El samaritano no traía merthiolate o alcohol, simplemente se las ingenió para ayudar como pudo y después puso al herido sobre su cabalgadura, que de un momento a otro se convirtió en ambulancia (como una carretilla que me tocó ver una vez en Sierra Leona en donde transportaban a un enfermo) y buscó una hospedería que sirviera de hospital. Allí lo cuidó cuanto tiempo pudo y hasta puso de su bolsillo sin conocerlo. Es más, aquel buen samaritano involucró al dueño del mesón y le encargó cuidarlo hasta que de regreso viera como seguía y le pagara si había gastos de más, dejando en garantía solo su palabra y su buena voluntad.

Cuantas escenas en torno a enfermos y heridos pueden venir a nuestra mente, un sin fin e situaciones de enfermedades y heridas del cuerpo y del alma. Quizá algunos —como es mi caso— hayamos ya experimentado la enfermedad física casi al grado de la muerte, otros tal vez han pasado cerca de ella solamente de forma transitoria. Algunos cargamos con enfermedades de toda la vida y otros sufren heridas del alma que han dejado huellas tremendas. Lo cierto es que si vemos con ojos de fe, la enfermedad y las heridas del cuerpo y del alma, siempre se hacen visita inesperada de Dios que nos llama a unirnos con pasión a su pasión viviendo el amor de la entrega. Bien dice el salmista: «Bendito sea Dios, que en mis horas de angustia ha prodigado las pruebas de su amor... En mi inquietud, Señor, llegué a pensar que me habías quitado de tu vista; pero oíste la voz de mis plegarias cuando clamaba a ti» (Salmo 30).

San Felipe de Jesús (5 de febrero), un hombre que además de haber experimentado la tarea del cuidado de los enfermos en el hospital de la Misericordia, en Manila, vivió las consecuencias del dolor físico en carne propia, cuando le fue arrancada la oreja izquierda como parte de su martirio y, sin la cual, caminó por diversos pueblos del legendario Japón más de un mes. Si "Felipillo" —como le llamaba su nana— no hubiera trabajado con tanto amor y delicadeza por el prójimo, como buen samaritano, en el cuidado de los enfermos y pobres en aquel hospital filipino atestado de gente, no hubiera sido capaz de aguantar el suplicio del martirio.

El protomartir mexicano, mirando siempre a Cristo, en aquel arduo trabajo en el hospital, había encontrado la razón de ser del dolor, había entendido que las heridas y la enfermedad —esa visita inesperada de Dios— es oportunidad de crecer en el amor de donación y dejarse caer, como única esperanza, en los brazos amorosos del Padre, experimentando la mirada dulce de María, esa mirada que cura de todo dolor, de todo sufrimiento, de toda angustia. Nadie, años antes, esperaría que aquel chiquillo inquieto y travieso, aquel "Felipillo", fuera a desarrollar aquella sensibilidad hacia el enfermo y el pobre. San Felipe es santo, el primer santo mexicano, y se santificó a través del dolor, del dolor que contempló en los enfermos que atendía y a través del dolor de su propio martirio. Cuando su nana, en México, supo por intuición divina, que Felipe estaba muriendo en las lejanas tierras del Japón, gritó llena de fervor: "Felipillo es santo, Felipillo es santo" y sí, efectivamente, Felipillo es santo, y santo del dolor.

Como ya mencioné, seguro alguno o algunos de los que lean este mal hilvanado escrito, estén pasando por un momento de dolor o vivan ya con la presencia de la enfermedad como compañera inseparable del camino. Tal vez no con enfermedades aparatosas que llamen la atención, pero sí con la compañía calla de esas heridas en el cuerpo o en el alma, que no nos dejarán sino hasta que acabe el peregrinar por esta tierra. Hoy hablamos de «alta presión», de «azúcar» (Diabetes), de colesterol, de triglicéridos o de otras heridas y enfermedades que no se ven. Tal vez algunos —como yo— estamos enfermos de artrosis, o de enfermedades causadas por la descodificación de alguna o algunas enzimas, reumatismo, artritis, gota y qué se yo, cuánto más, pero... ¡Qué oportunidad tan grande de abrazar la cruz como Felipe, que fue el primero de aquel grupo de mártires en ser crucificado! ¡Qué oportunidad para exclamar en medio del dolor que se presenta día a día, aquellas mismas tres palabras que el santo pronunció antes de morir!: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

Algunos hemos experimentado el estar en cama por semanas o mesas, hemos entrado y salido del hospital casi como nuestra segunda casa. Ahora, en este mismo instante, muchos hermanos nuestros alrededor del mundo se están debatiendo, incluso, entre la vida y la muerte, tal vez familiares, vecinos a amigos... ellos son nuestro prójimo, y tal vez no tenemos ni siquiera un poco de aceite y un tanto de vino, ni vendajes, ni cabalgadura ni nada, pero tenemos el poder curativo de la oración.

¿Y si nosotros somos los enfermos? Los brazos paternos de Dios se extienden para protegernos. El Padre, que nos ha dado la vida como un don, nos dará la gracia y nuestra generosidad, tocada por esa mano misericordiosa, nos llevará a expresar un «sí» generoso en los momentos de prueba o de dolor.

Vienen a mi mente tantas personas que se han cruzado en mi camino, en los momentos de salud y enfermedad... pienso en Kerime, una chiquilla que siendo la adoración de toda su familia, los dejó —para volar al cielo— a los 9 años de edad enferma de leucemia... recuerdo a Mónica, una jovencita que por una rara enfermedad de falta de azúcar, se quedó siempre del tamaño de una niña de 5 años de edad en quien siempre vi una sonrisa y murió a los 15 en medio del dolor... casi veo a Jesusita, aquella ancianita feliz con el bastón que le regalé cuando me dieron de alta después de uno de mis largos períodos de enfermedad, ofreciendo siempre sus dolores por las misiones hasta que el Señor la llamó.

Recuerdo también a la hermana Esther Ocampo, inmóvil por años en su cama, una misionera clarisa a quien siempre vi feliz, aún en medio de los dolores causados por la artrosis al final de sus días y que parecían insoportables. Nuestro querido amigo y vecino Felipe Morales, quien caminó no solamente un mes en condiciones tortuosas como san Felipe, sino muchos meses más acompañado del dolor pero confiando siempre en Dios. Me acuerdo mucho de mi abuelo Gerónimo, siempre envuelto en una generosidad impresionante frente a cualquiera que de momento se hacía su prójimo, enfermo de cáncer en el estómago por varios años y alegre a sus 89 años, antes de morir diciendo de broma y con una sonrisa traviesa que solamente nos estaba robando el oxígeno. Dicen que a su funeral asistió mucha gente que mi familia no sabía ni quienes eran y agradecían que el abuelo les había ayudado en sus trabajos, que les dio estudio, que les regaló tal o cual cosa, que los sacó adelante... en fin. 

Amparito, aquella mujer que duró tanto en el hospital del Seguro contenta por haberse reconciliado con el Señor antes de dejar este mundo, agradeciendo la atención de doctores y enfermeras... «¡tan buenos todos!» decía con voz quedita... y así, una lista extensa de gente muy querida y admirada... ¡cuántos, cuántos más tendría que aumentar a la lista!

Como enfermo, puedo hablar de mi propia experiencia, cuando por meses y meses fui atendido, en las crisis más fuertes, por seminaristas misioneros que me atendían llenos de misericordia y dedicación y en quienes vi a mi prójimo como buen samaritano ayudándome y sosteniéndome cuando yo no caminaba, conduciéndome con gusto y precaución en la silla de ruedas e incluso hasta darme de comer en la boca cuando la situación no me daba para mover ni siquiera los dedos en medio de la osteoartrosis tan tremenda que me ha atacado toda la vida. Recuerdo a tantos médicos y enfermeras que, desde pequeñito, han tenido cuidado de mi organismo, tan aquejado y atacado por diversas circunstancias tal vez debidas al hecho de haber llegado a este mundo en condiciones de salud muy especiales (Falta de producción de todas las enzimas digestivas, que son las que ayudan en la digestión de la comida, las proteasas (que digieren proteínas), las amilasas (hidratos de carbono) y las lipasas (para digerir las grasas), haber nacido con fórceps librando mi ahorcamiento por tener el cordón umbilical dos veces enredado en el cuello y luego de estar nueve meses y tres semanas en el vientre materno.

¡Cuánta misericordia, cuánta bondad, cuánta entrega en tantos y tantos médicos, enfermeros y enfermeras que nos atienden a todos... a muchos de ustedes y a mí. La lista de toda esta gente —por lo menos en mi vida— es interminable y claro, tengo que decirlo, mi querida beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, que desde el cielo es siempre próxima a mí en cuestión de salud y de todo.

Antes de ingresar al seminario y luego de unos meses de estar ya estudiando en Monterrey, escribí a la beata y, aunque le leyeron mis cartas, no me pudo ya contestar, porque había perdido la vista casi en su totalidad. Invadida por el cáncer en un área del cerebro y con graves dolores, entregó su vida al Señor un año después de que yo ingresé al seminario, en 1981. Ella, como san Felipe de Jesús y como muchos otros, se entregó de lleno al cuidado de los enfermos y los necesitados y, al final de sus días, le entregó todo al Señor, acompañada de sus hijas misioneras clarisas, que como el buen samaritano, cuidaron de ella, que, con su mismo ejemplo, se había hecho invitación viva para velar por el prójimo.

En estos días, en que se acerca esta fiesta de san Felipe y la Jornada Mundial del Enfermo, hay que adentrarse en el corazón de Nuestra Señora de la Salud para que nos aliente a todos, sanos y enfermos, en especial a todos los que están graves o mal atendidos y nos fortalezca alcanzándonos de su Hijo la curación del alma y el corazón para que le amemos y, junto a san Felipe y a la beata María Inés, nos ganemos, por sus méritos (los méritos de la pasión de Cristo) el cielo que tenemos prometido, donde alcanzaremos la salud total, plena y definitiva, cuando veremos a Dios tal cual es y no habrá llanto ni dolor.

¡Abracemos la Cruz como san Felipe diciendo Jesús, Jesús, Jesús!*

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

(Basado en una homilía que pronuncié el 1 de febrero de 1999 en el Templo de San Felipe de Jesús, de Morelia Mich.)