jueves, 13 de diciembre de 2012

De camino hacia el Portal de Belén...


Por estos días, hace muchos, muchos años, una joven pareja de esposos llegaba a Belén... Ella está próxima a dar a luz, lo sabemos, se llama María, y su esposo se llama José. Buscan una posada donde hospedarse y donde recibir al niño que va a nacer. ¡Cuánta ilusión! No hay lugar para ellos por­que son pobres. Hospedar a pobres no es nada rentable, recibir a una mujer que va a dar a luz, puede traer muchas complicaciones de todo tipo. Así nace Dios, en un establo, tal vez con un cobertizo. Allí el Verbo se hizo hombre.

Navidad es la fiesta del hombre: En Navidad nace el hombre, uno de los millares de millones de hombres que han nacido, nacen y nacerán en la tierra, y al mismo tiempo él es único e irrepetible, porque es el Hijo de Dios. Es verdadero Dios y verdadero hombre.

Navidad es una fiesta extraña: no hay ningún signo de la liturgia de la sinagoga, no hay lecturas proféticas ni canto de los salmos: "No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo" (Heb 10,5), parece decir, con su llanto, el que siendo Hijo Eterno, Verbo consubstancial al Padre, "Dios de Dios, Luz de Luz, se ha hecho carne (Of Jn 1,14). La gente de aquel tiempo no esperaba así, tal vez ahora tampoco.

Cristo, el Mesías anunciado por los profetas se revela en aquel cuerpo como uno de nosotros, pequeño niño, en toda su fragilidad. Sujeto a la solicitud de los hombres, confiado a su amor, indefenso. Llora y el mundo no lo siente, no puede sentirlo, no lo escucha ni ese día ni ahora. El llanto del niño recién nacido apenas puede oírse a pocos pasos de distancia.

La Navidad es siempre rica en ese realismo particular al que podemos ir ahora: realismo de aquel momento que nosotros renovamos y también realismo de todos los corazones que reviven en estos días aquel momento. Todos, en Navidad, nos senti­mos conmovidos y emocionados, por más que lo que celebremos haya ocurrido hace más de dos mil años.

Para tener un cuadro completo de la realidad de aquel aconte­cimiento, para penetrar aún más en el realismo de aquel momento y de los corazones humanos, recordemos que esto sucedió tal como lo describen san Mateo y san Lucas en los primeros capítulos de sus narraciones evangélicas: en el abandono, en la pobreza, en el «establo—gruta», fue­ra de la ciudad, porque como dije ya, los hombres en la ciudad no quisieron acoger a la joven Madre y a José en ninguna de sus casas. No había sitio para ellos, no tenían espacio, no los po­dían recibir... es curioso, desde el principio, desde el comienzo, el mundo se ha revelado inhospitalario hacia Dios que debía nacer como hombre.

El establo de Belén es el primer lugar de la solidaridad con el hombre: de un hombre para con otro y de todos para con todos, sobre todo con aquellos para quienes no hay lugar en la hospede­ría (cf. Le 2,7), a quienes no les reconocen los propios derechos. La cueva de Belén ofrece a María gran austeridad, incomodidad, pobreza, desprecio, dolor, pero al mismo tiempo le ofrece el reco­gimiento que ella desea y necesita en aquellos momentos de inti­midad divina. Allí está también José; el representante del Padre celestial; el padre legal del Niño Jesús, y está en silencio, en un silencio meditativo que quizá no pueda hacer nada, pero está, está cumpliendo la voluntad del Padre Celestial que todo lo dispuso así. José no hace declaraciones, ni a los pastores ni a los reyes Magos, que vienen de Oriente; no tiene ruedas de prensa y cumple con el deber arduo y difícil en la sombra. José es así, el modelo de todo cristiano en el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios, sin preocuparse de él mismo.

Los pastores, gente sacrificada y humilde velan por turnos, durante la noche en medio del campo. Están cuidando sus rebaños. Un ángel se les aparece y les anuncia el gran aconteci­miento, para que ellos, gente sencilla y de corazón noble, fueran los testigos privilegiados, en esta noche maravillosa, de la presencia de la Sagrada Familia y del nacimiento del Salvador. El mis­mo ángel los anima, les explica el misterio de esta noche, y les ofrece una señal para conocer al recién nacido. Es un pequeño niño envuelto en pañales, reclinado en un pesebre. Ese es el Mesías, el Señor, el Salvador.

Cristo en el pesebre es el Mesías que viene a hacer realidad definitiva todas las promesas. Como Señor de señores y Rey de reyes, debe ser ensalzado, exaltado. (Hch 2,36). Viene a traer la paz, es el Salvador; él viene a salvar del pecado y todo esto lo habrá de conocer y entender la humanidad entera con fe.

El niño recién nacido llora. ¿Quién escucha el llanto del Niño? Pero el cielo habla por él y es el cielo el que revela la enseñanza propia de este nacimiento. Es el cielo el que la explica esta noche santa con estas palabras: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad" (Lo 2,14). Es necesario que nosotros, impresionados por el hecho del nacimiento de Jesús sintamos este grito del cielo. Es necesario que llegue ese grito a todos los confines de la tierra, es del todo necesario que lo oigan ahora nuevamente todos los hombres y mujeres del mundo entero.

Con todo esto, la Navidad irradia sencillez a la vez que esparce una candente profundidad. Cristo ha venido al mundo para que lo puedan encontrar los hombres; los que lo buscan. Nosotros queremos ir también esta noche en su búsqueda, como los pastores y los reyes, los pobres y ricos. Cristo nace esta noche santa para todos. San Agustín dirá del misterio de Navidad que es "obra maestra de la bondad misericordiosa de Dios".

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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