Por estos días, hace muchos, muchos años, una joven pareja de esposos llegaba a Belén...
Ella está próxima a dar a luz, lo sabemos, se llama María, y su esposo se llama José. Buscan una posada donde hospedarse
y donde recibir al niño que va a nacer. ¡Cuánta ilusión! No hay lugar para ellos porque
son pobres. Hospedar a pobres no es nada rentable, recibir a una mujer que va a dar
a luz, puede traer muchas complicaciones de todo tipo. Así nace Dios, en un establo, tal vez
con un cobertizo. Allí el Verbo se hizo hombre.
Navidad es la fiesta del hombre: En Navidad nace el hombre, uno de
los millares de millones de hombres que han nacido, nacen y nacerán en la
tierra, y al mismo tiempo él es único e irrepetible, porque es el Hijo de Dios.
Es verdadero Dios y verdadero hombre.
Navidad es una fiesta extraña: no hay ningún signo de la liturgia
de la sinagoga, no hay lecturas proféticas ni canto de los salmos: "No
quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo" (Heb
10,5), parece decir, con su llanto, el que siendo Hijo Eterno, Verbo consubstancial
al Padre, "Dios de Dios, Luz de Luz, se ha hecho carne (Of Jn 1,14). La gente de aquel tiempo no esperaba así, tal vez ahora tampoco.
Cristo, el Mesías anunciado por los profetas se revela en aquel cuerpo como uno de nosotros, pequeño
niño, en toda su fragilidad. Sujeto a la solicitud de los hombres, confiado a
su amor, indefenso. Llora y el mundo no lo siente, no puede sentirlo, no lo
escucha ni ese día ni ahora. El llanto del niño recién nacido apenas puede
oírse a pocos pasos de distancia.
La Navidad es siempre rica en ese realismo particular al
que podemos ir ahora: realismo de aquel momento que nosotros renovamos y
también realismo de todos los corazones que reviven en estos días aquel momento. Todos, en Navidad,
nos sentimos conmovidos y emocionados, por más que lo que celebremos haya
ocurrido hace más de dos mil años.
Para tener un cuadro completo de la realidad de aquel
acontecimiento, para penetrar aún más en el realismo de aquel momento y de los
corazones humanos, recordemos que esto sucedió tal como lo describen san Mateo y san Lucas en los primeros capítulos de sus narraciones evangélicas: en el abandono,
en la pobreza, en el «establo—gruta», fuera de la ciudad, porque como dije ya,
los hombres en la ciudad no quisieron acoger a la joven Madre y a José en
ninguna de sus casas. No había sitio para ellos, no tenían espacio, no los podían
recibir... es curioso, desde el principio, desde el comienzo, el mundo se ha
revelado inhospitalario hacia Dios que debía nacer como hombre.
El establo de Belén es el primer lugar de la solidaridad
con el hombre: de un hombre para con otro y de todos para con todos, sobre todo
con aquellos para quienes no hay lugar en la hospedería (cf. Le 2,7), a
quienes no les reconocen los propios derechos. La cueva de Belén ofrece a María
gran austeridad, incomodidad, pobreza, desprecio, dolor, pero al mismo tiempo
le ofrece el recogimiento que ella desea y necesita en aquellos momentos de
intimidad divina. Allí está también José; el representante del Padre
celestial; el padre legal del Niño Jesús, y está en silencio, en un silencio
meditativo que quizá no pueda hacer nada, pero está, está cumpliendo la
voluntad del Padre Celestial que todo lo dispuso así. José no hace declaraciones,
ni a los pastores ni a los reyes Magos, que vienen de Oriente; no tiene ruedas
de prensa y cumple con el deber arduo y difícil en la sombra. José es así, el modelo
de todo cristiano en el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios, sin
preocuparse de él mismo.
Los pastores, gente sacrificada y humilde velan por turnos,
durante la noche en medio del campo. Están cuidando sus rebaños. Un ángel se
les aparece y les anuncia el gran acontecimiento, para que ellos, gente
sencilla y de corazón noble, fueran los testigos privilegiados, en esta noche
maravillosa, de la presencia de la Sagrada Familia y del nacimiento del Salvador.
El mismo ángel los anima, les explica el misterio de esta noche, y les ofrece
una señal para conocer al recién nacido. Es un pequeño niño envuelto en pañales,
reclinado en un pesebre. Ese es el Mesías, el Señor, el Salvador.
Cristo en el pesebre es el Mesías que viene a hacer realidad
definitiva todas las promesas. Como Señor de señores y Rey de reyes, debe ser ensalzado,
exaltado. (Hch 2,36). Viene a traer la paz, es el Salvador; él viene a salvar
del pecado y todo esto lo habrá de conocer y entender la humanidad entera con
fe.
El niño recién nacido llora. ¿Quién escucha el llanto del
Niño? Pero el cielo habla por él y es el cielo el que revela la enseñanza
propia de este nacimiento. Es el cielo el que la explica esta noche santa con
estas palabras: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres
de buena voluntad" (Lo 2,14). Es necesario que nosotros, impresionados por el hecho del
nacimiento de Jesús sintamos este grito del cielo. Es necesario que llegue ese
grito a todos los confines de la tierra, es del todo necesario que lo oigan
ahora nuevamente todos los hombres y mujeres del mundo entero.
Con todo esto, la Navidad irradia sencillez a la vez que
esparce una candente profundidad. Cristo ha venido al mundo para que lo puedan
encontrar los hombres; los que lo buscan. Nosotros queremos ir también esta
noche en su búsqueda, como los pastores y los reyes, los pobres y ricos. Cristo
nace esta noche santa para todos. San Agustín dirá del misterio de Navidad que
es "obra maestra de la bondad misericordiosa de Dios".
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.