El instinto de conservación y la falta de fe, hacen a mucha gente tener horror al envejecimiento irremediable. Hemos hecho como sociedad un mito de la juventud. «Juventud, divino tesoro» dijo el poeta, y perder la juventud muchos lo consideran un drama. Da pena ver a personas maduras y post-maduras, intentar defenderse de la calvicie, de las canas, de las arrugas, de la flacidez... ¡Claro que no logran engañar a nadie y menos detener el tiempo, porque el tiempo pasa de prisa!
Hace un año que tío Chacho nos dejó para regresar a la Casa Paterna. Sus cenizas fueron depositadas en un cementerio marino en la bahía de San Francisco y nos recuerdan nuestra fragilidad. Su vida se fue acabando poco a poco en una larga vida que no restó un sólo día a su avanzada edad según los planes que Dios tenía y que fueron siendo camino de santificación para él y para su inigualable esposa, amiga y compañera, la queridísima tía Rebeca.
La edad de tío Chacho puso la justa medida en lo que Dios le pedía. La enfermedad le fue acercando,—de la mano de tía Rebeca— más y más a Dios, nuestro último fin. La última vez que lo vi, unos cuantos meses antes de su muerte, era ya un anciano que casi no se podía mover y que hablaba con mucha dificultad. La entereza de tía Rebeca, a su lado, en el momento de recibir la unción, luego de confesarse, me dejó ver con claridad que los que nos van ganando en años llevan ventaja a muchos de los frágiles muchachos de última generación. Los dos fueron viviendo su realización plena en la unión matrimonial, en lo próspero y en lo adverso; en la salud y en la enfermedad y uno y otro, como toda gente mayor, fueron llegando a la meta del amor compartido hasta que la muerte da una nueva visión a ese amor.
San Pablo, en una de sus cartas a los corintios escribe: "Por eso no nos desanimamos. Al contrario, mientras nuestro exterior se va destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. La prueba ligera y que pronto pasa, nos prepara para la eternidad una riqueza de gloria tan grande que no se puede comparar. Nosotros, pues, no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible, ya que las cosas visibles duran un momento y las invisibles son para siempre." (2 Cor 4,16-18)
No escribo todo esto con el afán de que nos resignemos mansamente a lo inevitable, como es la muerte o el envejecimiento. Escribo, por el contrario, porque pienso en tío Chacho como un anciano gozoso que fue llamado por Dios y porque pienso en la fortaleza de tía Rebeca, heroica como las grandes mujeres de la Biblia. A lo largo de los años las canas y arrugas de los dos, fueron transformando sus rostros y la incapacidad para moverse de tío Chacho fue transformando su cuerpo hasta quedar como el de Cristo bajado de la cruz. Todo se fue convirtiendo en ellos dos en signos del gozoso llamado de Dios a hacer su voluntad. Y las enfermedades y achaques que se le fueron multiplicando y complicando a él le decían lo mismo a tía Rebeca y a todos: la meta está siempre cerca. Pronto el vería a Dios.
Vivimos normalmente un determinado número de años, habiendo sufrido, como todo mundo, pocas o muchas enfermedades pasajeras. De repente un buen día, descubrimos con pena que tenemos azúcar, o cáncer, o artritis, o alta presión, o esclerosis y ese cuerpo tan fiel, tan duradero, tan útil, se empieza a desmoronar irremediablemente. Y después de muchos o pocos cuidados, en un plazo más o menos corto, morimos... caemos fulminados por un paro cardíaco o perecemos víctimas de un accidente fatal.
Al final, de una manera u otra, todos morimos. Nadie absolutamente escapará de la muerte. Es la realidad más irrefutable del mundo. Desde que somos concebidos en el vientre de nuestra madre, somos por definición, mortales. La muerte es el trance definitivo de la vida. Ante ella cobra todo su realismo la debilidad e impotencia del hombre. ¡Un misterio!
El gran San Ignacio de Antioquía, anciano y camino al martirio, avanzaba gozoso al encuentro con Dios y escribe a los romanos: "Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: «Ven al Padre. No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo»".
¡Qué maravilla llegar a comprender que la muerte es el inicio de la verdadera vida y que todo esto, en medio del sufrimiento y del dolor, del gozo y de la alegría, de la sorpresa y la esperanza, no ha sido sino un ensayo, un camino, una invitación sean los años que sean!
Tío Chacho ya perseveró y descansó. ¡Dale Señor el descanso eterno y brille para él la Luz Perpetua! Descansó aquel chiquillo travieso, descansó aquel adolescente inquieto, descansó el joven aventurero, el esposo providente, el padre fiel, el hermano, el primo, el tío, el amigo; descansó de las luchas y fatigas de esta vida y ahora, bajo la mirada consoladora de María, ve la luz para siempre, sin sombras de muerte, sin tinieblas de angustias, dudas o ignorancias esperando la llegada, algún día, de tía Rebeca y de todos los demás para contemplar juntos la luz total de contemplar la gloria de Dios en todo su esplendor, en la consumación del amor perfecto y eterno que ese si es «La Eterna Juventud».
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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