viernes, 21 de octubre de 2011

El gozo de ser Misionero de Cristo para la Iglesia Universal...

 Hace algunos años ya que estuve en África, este continente que, a pesar de estar en pleno siglo XXI, lleno de adelantos, sigue siendo un continente desconocido, enigmático y misterioso. Mi vocación a ser misionero «Ad gentes», ha traído siempre consigo la especial atracción a tierras lejanas en donde no se conoce a Dios. Los misioneros somos hombres de aventuras que quisiéramos volar hasta los últimos rincones del mundo para gritar a los cuatro vientos que ¡Dios nos ama y es la razón de nuestro existir!  

En este mes de octubre, dedicado a las misiones y al rosario, he traído en la mente y en el corazón esa querida misión de Sierra Leona en la que mi visita, inicialmente programada para un mes, se prolongó por casi cuatro meses maravillosos que nunca olvidaré. He pensado también en aquel viaje que María hizo a las montañas para encontrarse con su parienta Isabel, o en los primeros cristianos que junto a San Pablo «el Apóstol de las gentes» hicieron aquellos viajes para extender la Iglesia. He pensado en san Francisco Xavier, en santa Teresita del Niño Jesús, en san Daniel Comboni o en el beato Guido Conforti, que será canonizado el día del DOMUND. He pensado en nuestros misioneros mexicanos como san Felipe de Jesús, San Margarito Flores, el beato Miguel Agustín Pro y por supuesto en esa mujer excepcional con un corazón sin fronteras: La Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, la próxima beata mexicana fundadora del instituto misionero al que pertenezco desde hace más de 30 años.

La frase de Jesús que impulsa la jornada del DOMUND para este año: “Así os envío yo” (Juan 20,21), el recuerdo de aquella visita a nuestra querida misión de África y la vida de estos misioneros, me ha movido el corazón para compartir en unas cuantas líneas el gozo que tengo de ser misionero, pensando que tal vez, este testimonio, de alguien tan ordinario como yo, mueva el corazón de muchos otros a responder al llamado del Señor.

Mi vocación misionera —lo recuerdo muy bien, porque hay momentos que nunca se van de nuestra mente— viene desde pequeño, cuando veía aquellas pequeñas revistas que llegaban a casa y que hablaban de las misiones en Japón, en Kenya y en otros lugares lejanos en donde con amenos artículos y hermosas fotos, los misioneros mexicanos contaban sus vivencias para llevar el mensaje de salvación a quienes no conocían a Dios. En aquel entonces no pensaba en ser sacerdote, ni entendía muy bien lo que era ser un religioso, pero el espíritu misionero ya corría por mi ser; sobre todo cuando junto con mi hermano veíamos a papá preparar a algunos adultos para recibir los sacramentos de iniciación o a mamá disponiendo lo necesario para sus clases de teología y espiritualidad para sus grupos de señoras. Quizá nunca pensé que sería misionero de tiempo completo, pensaba en «colaborar» con las misiones, pero Dios, que conoce el interior del corazón, vio que esa sería mi vocación para todo el resto de mi vida.

Cuando entré a Vanclar (El grupo misionero “Vanguardias Clarisas”, fundado por la Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento), mi deseo se concretizó al empezar a dar parte de mi tiempo y de mi vida en las misiones de verano y de Semana Santa en Chiapas, en Tamaulipas y en algunos ranchos y ejidos de Nuevo León en donde el sacerdote casi no llegaba nunca.

Yo estudiaba en la Universidad la carrera de Administración de Empresas, para luego continuar con Arquitectura y establecer un buffet de arquitectos, pero el Señor tenía otros planes para mí. En una kermesse, colaborando como vanclarista con las hermanas Misioneras Clarisas (las religiosas fundadas también por la Madre María Inés) mientras conectaba unos cables de luz, arriba de un poste, sentí como si el Señor me hablara y me dijera que quería que le siguiera, porque por otro motivo fuera de él, yo hubiera sido incapaz de hacer lo que estaba haciendo encaramado en aquel poste. Cuando bajé, mi vida empezó a dar un giro totalmente inesperado y el sentimiento de lo que experimenté aún lo recuerdo con fuerza. En aquel entonces tenía yo 15 años.

Un poco después, en mi oración, apenas incipiente, sin decir nada a nadie, le pedía a Jesús que si quería que le consagrara mi vida por entero, me diera una congregación como la de las “Misioneras Clarisas”… ¡Sin siquiera saber que existían ya los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal! 

Cuando tenía 18 años ingresé en este nuevo instituto misionero fundado también por la Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento para dedicarse a la misión “Ad gentes” y apenas en sus inicios. De hecho cuando yo ingresé no teníamos ni siquiera una casa donde vivir. El Seminario de Monterrey nos abrió las puertas y allí vivimos los primeros Misioneros de Cristo.

Las misiones me apasionaban. Recuerdo que me leí la vida de los grandes misioneros y por supuesto, “Historia de un alma”, escrito por Santa Teresita del Niño Jesús, la santita predilecta de Madre Inés que también se hizo mi «amiga» hasta la fecha y me hizo comprender, junto con Nuestra Madre Fundadora, el valor de la entrega de las cosas pequeñas de cada día para afianzar la misión. Nuestra Fundadora murió a los dos años de habernos fundado y dejó en mi corazón una chispa misionera que nada ni nadie, a lo largo de los años, ha podido apagar.

En los escritos de Madre Inés —Notas Íntimas, Estudios y meditaciones, Ejercicios, Cartas, etc.— y en los estudios de filosofía y teología, ayudado además de la vida de muchos y variados santos, beatos, venerables, siervos de Dios y vidas ejemplares de grandes misioneros y gente de bien, fui viviendo el encuentro personal con Jesús, el Misionero del Padre, que me ha acompañado y durante toda mi vida, bajo la mirada amorosa de María su Madre.

Pasaron muchos años para que pisara una de esas lejanas tierras de misión con las que soñaba desde pequeño. Mi corazón era misionero y lo es. Sierra Leona es un pequeño país de 71,740 km² en el Oeste de África que fue colonizado por los ingleses y en el que hace pocos años terminó la guerra. Recuerdo muy bien que cuando me dijeron que iba a ir para allá, mi corazón se llenó de gozo; estaba en Roma y el viaje desde allí costaba sólo tomar un avión a Bruselas y literalmente correr para alcanzar la conexión a Freetown. Mi maleta llegó una semana después y no tenía ni para cambiarme de ropa… Ya en Sierra Leona, me llevaron a Lunsar, a la casa misión de nuestras hermanas misioneras, y al día siguiente llegamos a Mange Bureh, el pueblito situado en un área rural que, como todo el país, carecede electricidad y agua potable y en el que tenemos la parroquia de “Nuestra Señora del Rosario”, en cuyo territorio tenemos la administración de un kínder, seis primarias, una secundaria y una preparatoria. A los pocos días de mi llegada, palpé la malicia de la malaria en algunos de los habitantes del lugar, al mismo tiempo que me encontré con una gente de un corazón noble deseoso de acercarse más al Dios apenas conocido.

¿Qué podía hacer yo allá en poco tiempo? Sin saber su lengua nativa y su cultura. Gracias a Dios, la lengua se me fue soltando al entender un poco de su «inglés», diferente del que yo sabía y al hacerme entender como podía. Los días fueron pasando en la vida ordinaria de una misión. Madre Inés diría: “la misión es pura prosa prosaica” y en todo momento palpé la presencia de Dios. La gente de Mange, los niños, los jóvenes, las señoras y señores de la parroquia, los maestros, en fin, la realidad de cada día modeló mi corazón y lo rejuveneció: La visita a la misión me llenó de esperanza, me trajo alegría, me enseñó el valor del compartir, por encima del valor del tiempo que parecía no correr para ellos. Contemplé la naturaleza, sentí la hospitalidad, valoré más el sacrificio y el esfuerzo y viví una Cuaresma y una Pascua inolvidables.

Una visita de casi cuatro meses a África, me dejó el sabor del don más precioso que hemos recibido de Dios, el don de la vida hecha donación. Mange se convirtió en mi casa por poco tiempo y me marcó para siempre. ¡Me basta cerrar los ojos y volar hasta allá! En nuestros tiempos, los misioneros vamos descubriendo que no es tan difícil viajar a África, y a Mange han  llegaron algunos voluntarios de España y de Italia, de Japón y de México que van a ayudar a todos, donando uno, tres, doce o más meses de su vida. Ya loo decía el beato Juan Pablo II: “La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal” (Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 2).

Sabemos que hoy día la misión está en todas partes, vivimos en un mundo global. El Santo Padre Benedicto XVI nos dice que estamos inmersos en un cambio cultural que está alimentado por la globalización, por movimientos de pensamiento y por el relativismo imperante, un cambio que lleva a una mentalidad y a un estilo de vida que prescinden del Mensaje evangélico, como si Dios no existiese, y que exaltan la búsqueda del bienestar, de la ganancia fácil, de la carrera y del éxito como objetivo de la vida, incluso a costa de los valores morales (cf. Mensaje del DOMUND 2011) y que por eso es importante que tanto cada bautizado como las comunidades eclesiales, estén interesados no sólo de modo esporádico e irregular en la misión, sino de modo constante, como forma de la vida cristiana. El Papa, hablando del DOMUND nos dice que la misma Jornada Misionera no es un momento aislado en el curso del año, sino que es una preciosa ocasión para pararse a reflexionar cómo respondemos los creyentes a la vocación misionera, que es una respuesta esencial para la vida de la Iglesia (cf. Mensaje del DOMUND 2011).

A mí la misión de Mange me ha rejuvenecido el corazón y el alma de manera que me sigo sintiendo siempre en estado de misión, un hombre necesitado de ser evangelizado para ir a evangelizar.

Estoy convencido de que la tarea misional de la Iglesia no es cosa fácil. La salvación nunca ha sido fácil pero es tarea primordial de cada bautizado. Pero desinteresarse de la misión “Ad gentes” significaría para mí, como dice Benedicto XVI en su mensaje del DOMUND 2011 citando al Siervo de Dios Paulo VI : “Ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad” (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 31.34). La Iglesia es misionera por naturaleza. Esta es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (PABLO VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 14), y yo, si no fuera misionero, no estaría en sintonía con el comportamiento de Jesús, el cual “recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias” (Mt 9,35). Todavía la cuarta parte del mundo —o sea el 27% de la población mundial— no ha tenido acceso al Evangelio o ha tenido apenas un escaso acercamiento al mismo. Con razón dice Madre Inés: ¡Si no es para salvar almas, no vale la pena vivir!

“La misión universal implica a todos, todo y siempre. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido; es un don que se debe compartir, una buena noticia que es preciso comunicar. Y este don-compromiso está confiado no solo a algunos, sino a todos los bautizados, los cuales son «linaje elegido, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1P. 2,9). La Jornada mundial de las misiones no es un momento aislado en el curso del año, sino que es una valiosa ocasión para detenerse a reflexionar y ver si respondemos a la vocación misionera, y cómo lo hacemos”… (cf. Mensaje del DOMUND 2011).Yo siento dirigido a mi corazón el “Así os envío yo” (Juan 20,21) que pronuncia Jesús, el Misionero del Padre.



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