Hay un hecho que preocupa a mucha gente de hoy lo mismo que preocupó a mucha gente de los tiempos del Antiguo Testamento: me refiero al triunfo del cínico y corrupto y el fracaso del pobre y del que busca hacer el bien. Durante mucho tiempo, el pueblo de Dios creyó que eran buenos los que triunfaban en su vida familiar, profesional y social; mientras que el dolor, la enfermedad y la pobreza eran signos de maldad. Según esta concepción de algunos libros del Antiguo Testamento, Dios premiaba a los buenos y castigaba a los malos ya en esta vida.
Esto les provocó en muchos creyentes un conflicto para su fe en Dios. Porque si los éxitos son signo de que uno es bueno y los fracasos de que es malo, ¿cómo explicar que los malvados triunfen mientras que el justo está destinado a sufrir? El salmo setenta y tres expresa con toda crudeza esta desazón, cuando el orante se encara así con Dios: «Envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás».
A nosotros puede ocurrirnos algo semejante en este momento de crisis económica y de valores generalizada y que, según los expertos, es cada día más aguda. Los que han arruinado las empresas y llevado a la ruina a muchísimas familias y particulares, quedan impunes de sus errores y se llevan indemnizaciones millonarias o fama, como el caso de los artistas que dejan mucho que desear en su moralidad. En cambio el trabajador honrado y responsable, que ha pagado religiosamente los plazos convenidos en el contrato de su hipoteca, pierde su trabajo, su dinero y sus ahorros. Y se enfrenta a un porvenir incierto y nada halagüeño.
Es innegable que la gente buena y creyente, al ver y sufrir todo esto, corre el peligro de extraviarse en su fe y desertar. ¿Dios -se pregunta- no ve lo que pasa? ¿No le preocupa nuestra suerte? ¿Para qué seguir siendo honrado y creer en Él cuando a los malos les va tan bien?
Evidentemente, todos deseamos que los desempleados vuelvan cuanto antes al trabajo, que los salarios permitan seguir pagando los plazos y la hipoteca de la casa, que las autoridades tomen medidas pertinentes para impedir que los hechos violentos se sigan dando, que se revisen los sueldos escandalosos de ciertos miembros del gobierno, que no se malgaste el dinero público, que no se permitan asumir riesgos imprudentes, que los valores desplazados vuelvan a su lugar. Pero los hechos muestran que no resuelve el problema de fondo.
La verdadera solución sólo vendrá si el justo y honrado que sufre mira a Dios y, mirándolo, ensancha su horizonte. Este nuevo horizonte consiste en descubrir que los éxitos y riquezas de los cínicos y de los ricos son pura apariencia y necia estupidez. El verdadero rico es el que posee a Dios y el verdadero éxito no es tener o consumir y gozar cada vez más, sino ser justo y honrado en esta vida y esperar una eternidad feliz y dichosa.
No se trata de una vaga esperanza en el más allá. Se trata, más bien, de despertar a la percepción de la auténtica grandeza del ser humano, de la que forma parte también la vida eterna. Los cínicos pueden pensar que la vida licenciosa y sin escrúpulos del rico y poderoso es un bien. En realidad es un mal, pues le encierra en una perspectiva meramente animal de la existencia y le cierra el horizonte del más allá.
La crisis económica y de valores puede convertirse en una ocasión para un sobresalto virtuoso de cada uno de nosotros, acompañado de una mayor pasión por la edificación común y realista de la vida desde nuestra fe. "Nadie pone un remiendo de tela nueva en un vestido viejo, porque lo añadido hará encoger el vestido y el daño se hará mayor" (Mt 9, 16). El Papa nos recuerda que en realidad, la crisis actual no es el resultado de dificultades financieras o de una sola novedad de moda, sino que es una consecuencia de la crisis cultural y moral que vivimos, cuyos síntomas son evidentes desde hace tiempo en todo el mundo. (cf. Benedicto XVI, Homilía del 1 enero de 2009).
A la luz de la llamada del Papa, esta situación alarmante nos interpela doblemente a quienes nos sabemos "misioneros": de una parte, nos compromete a expresar nuestra solidaridad en acciones y obras concretas, que facilite la búsqueda de soluciones a los problemas de la juventud extraviada, del desempleo, del narcotráfico, del hambre, de la migración forzosa, de la drogadicción, del consumismo, del deterioro de la salud y de la pérdida de calidad de vida de los pobres, que como siempre son las víctimas más afectadas de las crisis en todo sentido; por otra parte, nos estimula a empeñar los mejores esfuerzos de las universidades e institutos católicos, y de investigadores y agentes de pastoral social, para contribuir a la formulación de un nuevo modelo de desarrollo para el planeta.
La globalización, tan aclamada en nuestros tiempos, comporta el riesgo del fortalecimiento de los grandes monopolios y de convertir el lucro en valor supremo (cf. Documento de Aparecida, n. 60). De ahí la urgente necesidad de que la globalización deba regirse por la ética, poniendo todo al servicio de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios (Ibíd.). La actual crisis financiera y de valores ha puesto de manifiesto el afán excesivo del consumismo por encima de la valoración del trabajo y del empleo, convirtiéndolo en un fin en sí mismo.
Hace poco leía un libro en donde se citaba a Gorgias, aquel célebre personaje de las obras de Platón, que decía que la felicidad radicaba en el poder de crearse necesidades intensas para proceder luego a la satisfacción y que se enfrenta a Sócrates y éste le dice con su acostumbrada ironía: "El hombre feliz se asemejará entonces a aquel que continuamente se provoca excoriaciones en la piel para rascarse, calmando de esa manera su necesidad" (cf. Carlos LLano, "Viaje al centro del hombre", Ed. RIALP, Madrid 2010, p. 38).
Esta inversión de valores, al ir creando necesidades, pervierte las relaciones humanas. Se ha hecho evidente que la globalización tal y como está configurada actualmente, no ha sido capaz de interpretar y reaccionar en función de valores objetivos, que se encuentran más allá del mercado de consumo y que constituyen lo más importante de la vida humana: la verdad, la justicia, el amor, y muy especialmente, la dignidad y los derechos de todos, aún de aquellos que viven al margen del propio mercado (cf. Documento de Aparecida, n. 61). La economía internacional ha concentrado el poder y la riqueza en pocas manos, excluyendo a los desfavorecidos e incrementando la desigualdad (cf. DA, n. 62) en un mundo que cada día consume más de lo que menos necesita.
Todo esto no nos puede conducir a una crisis de fe. Los valores del Evangelio y la enseñanza social de la Iglesia siguen siendo cuestiones válidas, y pueden promover una globalización marcada por la solidaridad y la racionalidad, que haga de la vida de los creyentes un testimonio de esperanza y de amor (cf. DA, n. 64). Para lograr este propósito, se hace indispensable la presencia y colaboración de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, sin discriminación religiosa, cultural, política e ideológica y que sean motivados por nosotros como misioneros.
Frente al anhelo de reconstruir la paz, una vida más digna y plena para todos y abrir caminos de esperanza a los pobres y excluidos, quiero concluir esta breve reflexión, dejando unas preguntas que hace el Papa Benedicto XVI: "¿Cómo no pensar en tantas personas y familias afectadas por las dificultades y las incertidumbres que la actual crisis ha provocado a escala mundial? ¿Cómo no evocar la crisis alimentaria y el calentamiento climático, que dificultan todavía más el acceso a los alimentos y al agua a los habitantes de las regiones más pobres del planeta?" (cf. Discurso a los Miembros del Cuerpo Diplomático, 8 de enero de 2009). Estos cuestionamientos hacen resonar hoy día con mayor vehemencia la dramática pregunta de Dios a Caín que nos afecta a todos, nos interpela y no nos puede dejar indiferentes: "¿dónde está tu hermano?" (Gen. 4, 9).
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
Esto les provocó en muchos creyentes un conflicto para su fe en Dios. Porque si los éxitos son signo de que uno es bueno y los fracasos de que es malo, ¿cómo explicar que los malvados triunfen mientras que el justo está destinado a sufrir? El salmo setenta y tres expresa con toda crudeza esta desazón, cuando el orante se encara así con Dios: «Envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás».
A nosotros puede ocurrirnos algo semejante en este momento de crisis económica y de valores generalizada y que, según los expertos, es cada día más aguda. Los que han arruinado las empresas y llevado a la ruina a muchísimas familias y particulares, quedan impunes de sus errores y se llevan indemnizaciones millonarias o fama, como el caso de los artistas que dejan mucho que desear en su moralidad. En cambio el trabajador honrado y responsable, que ha pagado religiosamente los plazos convenidos en el contrato de su hipoteca, pierde su trabajo, su dinero y sus ahorros. Y se enfrenta a un porvenir incierto y nada halagüeño.
Es innegable que la gente buena y creyente, al ver y sufrir todo esto, corre el peligro de extraviarse en su fe y desertar. ¿Dios -se pregunta- no ve lo que pasa? ¿No le preocupa nuestra suerte? ¿Para qué seguir siendo honrado y creer en Él cuando a los malos les va tan bien?
Evidentemente, todos deseamos que los desempleados vuelvan cuanto antes al trabajo, que los salarios permitan seguir pagando los plazos y la hipoteca de la casa, que las autoridades tomen medidas pertinentes para impedir que los hechos violentos se sigan dando, que se revisen los sueldos escandalosos de ciertos miembros del gobierno, que no se malgaste el dinero público, que no se permitan asumir riesgos imprudentes, que los valores desplazados vuelvan a su lugar. Pero los hechos muestran que no resuelve el problema de fondo.
La verdadera solución sólo vendrá si el justo y honrado que sufre mira a Dios y, mirándolo, ensancha su horizonte. Este nuevo horizonte consiste en descubrir que los éxitos y riquezas de los cínicos y de los ricos son pura apariencia y necia estupidez. El verdadero rico es el que posee a Dios y el verdadero éxito no es tener o consumir y gozar cada vez más, sino ser justo y honrado en esta vida y esperar una eternidad feliz y dichosa.
No se trata de una vaga esperanza en el más allá. Se trata, más bien, de despertar a la percepción de la auténtica grandeza del ser humano, de la que forma parte también la vida eterna. Los cínicos pueden pensar que la vida licenciosa y sin escrúpulos del rico y poderoso es un bien. En realidad es un mal, pues le encierra en una perspectiva meramente animal de la existencia y le cierra el horizonte del más allá.
La crisis económica y de valores puede convertirse en una ocasión para un sobresalto virtuoso de cada uno de nosotros, acompañado de una mayor pasión por la edificación común y realista de la vida desde nuestra fe. "Nadie pone un remiendo de tela nueva en un vestido viejo, porque lo añadido hará encoger el vestido y el daño se hará mayor" (Mt 9, 16). El Papa nos recuerda que en realidad, la crisis actual no es el resultado de dificultades financieras o de una sola novedad de moda, sino que es una consecuencia de la crisis cultural y moral que vivimos, cuyos síntomas son evidentes desde hace tiempo en todo el mundo. (cf. Benedicto XVI, Homilía del 1 enero de 2009).
A la luz de la llamada del Papa, esta situación alarmante nos interpela doblemente a quienes nos sabemos "misioneros": de una parte, nos compromete a expresar nuestra solidaridad en acciones y obras concretas, que facilite la búsqueda de soluciones a los problemas de la juventud extraviada, del desempleo, del narcotráfico, del hambre, de la migración forzosa, de la drogadicción, del consumismo, del deterioro de la salud y de la pérdida de calidad de vida de los pobres, que como siempre son las víctimas más afectadas de las crisis en todo sentido; por otra parte, nos estimula a empeñar los mejores esfuerzos de las universidades e institutos católicos, y de investigadores y agentes de pastoral social, para contribuir a la formulación de un nuevo modelo de desarrollo para el planeta.
La globalización, tan aclamada en nuestros tiempos, comporta el riesgo del fortalecimiento de los grandes monopolios y de convertir el lucro en valor supremo (cf. Documento de Aparecida, n. 60). De ahí la urgente necesidad de que la globalización deba regirse por la ética, poniendo todo al servicio de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios (Ibíd.). La actual crisis financiera y de valores ha puesto de manifiesto el afán excesivo del consumismo por encima de la valoración del trabajo y del empleo, convirtiéndolo en un fin en sí mismo.
Hace poco leía un libro en donde se citaba a Gorgias, aquel célebre personaje de las obras de Platón, que decía que la felicidad radicaba en el poder de crearse necesidades intensas para proceder luego a la satisfacción y que se enfrenta a Sócrates y éste le dice con su acostumbrada ironía: "El hombre feliz se asemejará entonces a aquel que continuamente se provoca excoriaciones en la piel para rascarse, calmando de esa manera su necesidad" (cf. Carlos LLano, "Viaje al centro del hombre", Ed. RIALP, Madrid 2010, p. 38).
Esta inversión de valores, al ir creando necesidades, pervierte las relaciones humanas. Se ha hecho evidente que la globalización tal y como está configurada actualmente, no ha sido capaz de interpretar y reaccionar en función de valores objetivos, que se encuentran más allá del mercado de consumo y que constituyen lo más importante de la vida humana: la verdad, la justicia, el amor, y muy especialmente, la dignidad y los derechos de todos, aún de aquellos que viven al margen del propio mercado (cf. Documento de Aparecida, n. 61). La economía internacional ha concentrado el poder y la riqueza en pocas manos, excluyendo a los desfavorecidos e incrementando la desigualdad (cf. DA, n. 62) en un mundo que cada día consume más de lo que menos necesita.
Todo esto no nos puede conducir a una crisis de fe. Los valores del Evangelio y la enseñanza social de la Iglesia siguen siendo cuestiones válidas, y pueden promover una globalización marcada por la solidaridad y la racionalidad, que haga de la vida de los creyentes un testimonio de esperanza y de amor (cf. DA, n. 64). Para lograr este propósito, se hace indispensable la presencia y colaboración de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, sin discriminación religiosa, cultural, política e ideológica y que sean motivados por nosotros como misioneros.
Frente al anhelo de reconstruir la paz, una vida más digna y plena para todos y abrir caminos de esperanza a los pobres y excluidos, quiero concluir esta breve reflexión, dejando unas preguntas que hace el Papa Benedicto XVI: "¿Cómo no pensar en tantas personas y familias afectadas por las dificultades y las incertidumbres que la actual crisis ha provocado a escala mundial? ¿Cómo no evocar la crisis alimentaria y el calentamiento climático, que dificultan todavía más el acceso a los alimentos y al agua a los habitantes de las regiones más pobres del planeta?" (cf. Discurso a los Miembros del Cuerpo Diplomático, 8 de enero de 2009). Estos cuestionamientos hacen resonar hoy día con mayor vehemencia la dramática pregunta de Dios a Caín que nos afecta a todos, nos interpela y no nos puede dejar indiferentes: "¿dónde está tu hermano?" (Gen. 4, 9).
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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