El acontecimiento de la Última Cena encierra el regalo de la primera misa. Un banquete pascual en el que se comparte el pan y la palabra. Lugar teológico de un misterio de amor, amor de despedida y de memorial, fiesta íntima que se hace don y presagio de amor hasta el extremo. Jesús, recostado a la mesa con sus amigos, se desdobla en su condición de Señor y de siervo, de maestro y de servidor. Su amor es entrega que despierta amistad fecunda. Y el pan partido y repartido es su cuerpo amante en sangre que se derrama en un cáliz que comparte y compromete.
Allí está Pedro, el discípulo que parece, a primera vista, tener miedo de seguir las huellas del Maestro. Sabe muy bien que si se deja lavar los pies, él mismo tendrá que convertirse en servidor de sus hermanos, y se resiste, tal vez porque se da cuenta de que no ha amado suficiente, porque no ha comprendido aún que el don del amor es abajamiento, servicio humilde y sencillo al hermano.
Allí está Tomás, que busca el camino pero desconfía. Su espíritu realista le impide descubrir el misterio de humanidad que es Dios mismo, el Amor de los amores. Su falta de fe exigirá pruebas, señales que le orienten. Jesús le hace consciente de la transparencia de Dios en su persona. Él es el camino, la verdad y la vida.
Allí está Felipe, quizá el más ingenuo, que le pide al Señor un acceso directo al Padre, tal vez queriendo pasar de largo evitando el camino trazado por Jesús.
Allí está Juan, el discípulo amado, que en sencillez de amistad se reclina en el pecho de Jesús y se reclinará también ante la Cruz. Sí, él es el más joven de todos los que participan en aquella misa solemne, pero es el que siempre le reconocerá y que luego exclamará: ¡Es el Señor!
Allí está también Judas Iscariote, con un corazón que no ha querido aprender a amar y a dejarse amar. Tan aferrado a la bolsa de su egoísmo, que no tiene ojos para ver las señales de Dios, y que no puede entender lo que es la libertad, la concordia, la misericordia, la compasión.
Allí están los demás apóstoles, todos, los doce, son los amigos más íntimos del Señor, sus discípulos, aquellos a quienes les había compartido lo más entrañable de su ser: Santiago, Bartolomé y todos los demás
El Amigo Jesús, los ha invitado a celebrar la Pascua con Él, les señala el rostro de humanidad y la clave del servicio y la alabanza de Dios en el pequeño. Los ha invitado a que se confirmen en el reconocimiento fraterno, en la verdadera relación con el Padre, en la amistad con Él.
Todas las palabras que se pronuncian en aquella sala grande, con divanes en el piso de arriba (Lc 22,12) tienen un eco de testamento y un sabor a urgencia de fidelidad en una amistad perpetua. Es la Última Cena. El Maestro quiere dejar impresas en el corazón de sus discípulos, en esta primera misa, las palabras esenciales, para revivir el encuentro con Él... “Hagan esto en conmemoración mía”. Todo el momento habla por sí solo de los tres amores de Jesús el Sumo y Eterno Sacerdote ungido por el Espíritu: el Padre, como fuente y caudal de comunicación vivificante; los suyos, testigos de ese amor hasta la entrega total; la humanidad, siempre sedienta de alcanzar la salvación.
Todo lo que el Maestro experimenta en estos momentos se resume en eso: “Hagan esto en conmemoración mía”. Los apóstoles, los primeros cristianos y nosotros en nuestros días, conoceremos que Jesús está presente en el partir y repartir la vida como Él, en el servir humildemente, en el gastarse y desgastarse en un mandamiento del amor que se hace compromiso y memorial definitivo y que se corona cada vez que celebramos la santa misa.
Cuando todas las palabras ya han sido pronunciadas, solamente quedan los gestos como símbolos definitivos. La Eucaristía es símbolo de toda una vida: símbolo de la mesa abierta a los pobres, a los pecadores, a los ricos y a los pobres; invitación a vivir la intimidad de la palabra y del perdón; oferta gratuita del amor que todo lo da; sacrificio de un Padre Dios que entrega a su Hijo, Dios mismo, en un amor sin medida; íntima comunión por el Espíritu Santo con el Reino de Dios.
Por eso ahora, en los últimos instantes de su vida aquí en la tierra, el Mesías, el Maestro, el Amigo, el Dios con nosotros, recurre al memorial como vínculo estable y definitivo. En su Cuerpo se desvela la comunicación con Dios en su íntimo misterio. En su Sangre, derramada como la de Abel, la misericordia se muestra en solidaridad de Dios con los hombres y mujeres del mundo entero.
Cuando participamos plena, consciente y activamente en misa, revivimos la presencia humilde de Dios entre nosotros. Lavar los pies, como lo hizo Jesús antes de aquella misa, es comulgar a Dios en la Eucaristía, para comulgar con el hermano en un servicio de solidaridad y ayuda mutua.
Hoy, cada vez que celebramos el Misterio Eucarístico, Jesús vuelve a darnos ejemplo, se hace testigo de la palabra amorosa y servidora del Padre en un evangelio que nos va transformando el corazón y nos invita a sentarnos a su mesa como amigos, para hacernos servidores del Reino en comunión de vida y amor. Nuestro sentimiento de gratitud, en cada misa, es siempre testigo del gesto sencillo de lavar los pies. Nuestros ojos miran al crucificado en un despliegue de amor (la mesa de la Eucaristía) y nuestros oídos escuchan a Jesús (la mesa de la palabra) hablar al interior de nuestros corazones y decirnos:
A ustedes los llamo amigos, porque les he comunicado todo lo que he oído a mi Padre. A ustedes les llamo amigos, porque comparten mi proyecto y lo llevan a cabo recibiendo mi palabra y poniéndola en práctica en la casa, en la escuela, en el trabajo, en el diario vivir. A ustedes les llamo amigos, porque están dispuestos a dar la cara, a arrimar el hombro, a decir “cuenta conmigo”. A ustedes les llamo amigos, porque afrontan la realidad y luchan por mejorarla sin renunciar ante el obstáculo y caminando en la luz de la fe. A ustedes les llamo amigos, porque comparten lo que creen y lo que tienen, juntos en fiesta de Amor y juntos en la lucha diaria de la nueva evangelización.
Que cada uno piense y medite en el valor que le da a la misa. Pero hay un detalle final. María, la Madre de Dios, no estaba en la Última Cena, pero estaba su corazón en el Hijo amado, pues ella sabe siempre que puede ser Madre y amiga a la vez. Ahora ella está en la celebración de cada misa y nos invita a dejarnos lavar los pies por su Hijo, el Amigo Jesús. Ella, la humilde esclava del Señor, nos invita a vivir el encuentro con la gracia que nos salva.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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