El evangelista san Marcos, al hablarnos de la vida pública de Cristo, casi siempre nos presenta a un Jesús que va de un lugar a otro y que siempre toma la iniciativa. Él nos lo muestra también como el Dios misericordioso que tiende la mano para transmitir su vida y su salvación. También lo podemos contemplar, en otros relatos, dirigiéndose a las aldeas a llevar el anuncio de la llegada del Reino e increpando al demonio. No hay que olvidar el capítulo 3 en donde Jesús, en los versículos 13 y 14, de una manera muy cálida, llama a los primeros discípulos.
La escena de San Marcos que tomo ahora para compartir esta reflexión sigue una linea un poco diferente, porque se trata de un pasaje en donde aparece un leproso que no espera que Jesús tome la iniciativa, sino que es él quien, con profunda humildad, toma la iniciativa y llega hasta Jesús para arrodillarse y suplicarle: «si tú quieres, puedes curarme». El relato es de por sí interesante, es la única vez que en el evangelio de san Marcos (1,40-45) se muestra a Jesús curando a un leproso; de manera que el milagro reviste una importancia especial.
Este trozo del evangelio que escuchamos, presenta a un marginado. Las leyes de aquella sociedad habían echado fuera a aquel pobre hombre y estaba condenado a vivir al margen para que su persona, castigada por la lepra no contaminara a los demás. En tiempos de Jesús padecer esta terrible enfermedad equivalía casi a estar muerto. Era la peor de las enfermedades y causaba la máxima marginación. Los leprosos, según la ley, debían ir gritando: «¡Soy impuro, soy impuro!». Entrar en contacto con un leproso producía impureza, por eso estaban condenados a vivir aislados, fuera y lejos de los lugares habitados. Esa terrible enfermedad aterrorizaba a cualquiera. Pero lo peor era que la pobre víctima se veía condenada a un aislamiento horrible.
Hoy pudiéramos hablar de varias clases de leprosos y quizá que asusten más que los de aquella enfermedad, hoy se les llama, con un cuidadoso eufemismo: «excluidos sociales» o simplemente:«marginados». Estos on los leprosos modernos, hermanos nuestros que se ven excluidos de tantos bienes de la vida social: Los pobres que viven en la miseria; los que son víctimas de enfermedades antes desconocidas y que actualmente nos espantan como la lepra a la gente de aquel tiempo; los trabajadores mal pagados y explotados; las mujeres víctimas de organizaciones criminales que las reclutan para el vicio; los niños comprados para fines inconfesables; los drogadictos y muchos alcoholizados de los que nadie quiere cuidar; los detenidos en muchas cárceles sin las atenciones debidas a los más elementales derechos humanos.
El paisaje de los leprosos «modernos» es ancho y se va haciendo cada vez más amplio. El abismo del que el Documento de Pueblo ya hablaba en 1979 entre pobres y ricos, crece más y más. El mundo de las plazas y del comercio, neurotizado en sus reductos de bienestar, toma conciencia del crecimiento de la geografía de la pobreza cuando esta invade las tarjetas de crédito que llegan «al tope» y hay que pagar tenencias e impuestos prediales. «Ya no tengo ni un cinco», dice mucha gente. Entonces se empieza a llamar a la pobreza: «crisis económica» y se comienza a experimentar la pobreza a todos los niveles.
El paisaje de los leprosos «modernos» es ancho y se va haciendo cada vez más amplio. El abismo del que el Documento de Pueblo ya hablaba en 1979 entre pobres y ricos, crece más y más. El mundo de las plazas y del comercio, neurotizado en sus reductos de bienestar, toma conciencia del crecimiento de la geografía de la pobreza cuando esta invade las tarjetas de crédito que llegan «al tope» y hay que pagar tenencias e impuestos prediales. «Ya no tengo ni un cinco», dice mucha gente. Entonces se empieza a llamar a la pobreza: «crisis económica» y se comienza a experimentar la pobreza a todos los niveles.
Hay una realidad que parece inevitable: Los cinturones de miseria, que alrededor de las grandes ciudades —sobre todo del tercer mundo— crecen y crecen, es la lepra de hoy que nos presenta la realidad, no solamente de la carencia de dinero, sino la falta también de confianza, de salud física y espiritual, de integración familiar, de superación personal, de alimento, de educación, de desarrollo personal y comunitario.
Junto al relato del leproso, pudiéramos considerar el libro más extraño del Antiguo Testamento: El Levítico. Un libro con una serie de tabúes de alimentos, normas de higiene, rituales incontables, un catálogo de prescripciones jurídicas carentes de interpretación viva, tal vez hoy se pudieran comparar con muchos de nuestros convencionalismos sociales, que llevados al extremo llevan a muchos a no ponerse el mismo vestuario en dos fiestas diferentes, o a no poder comer en platos y vasos ordinarios, o tener que estudiar en tal o cual universidad aunque haya que comer a diario cualquier cosa descuidando la salud. El Levítico es un libro que a primera vista resulta difícil. Sin embargo, como dice un teólogo biblista de suma importancia en nuestros días, llamado Luis Alonso Schökel: «En sus páginas se expresa un sentido religioso profundo: el hombre se enfrenta con Dios en el filo de la vida y la muerte, en la conciencia de pecado y de indignidad, en el ansia de liberación y reconciliación». En el fondo del corazón de cada hombre está inscrito eso. Dice san Agustín: «Mi corazón nunca estará tranquilo hasta que no descanse en Dios». Es el ansia de la salud integral, de la salvación plena que requiere el tomar la iniciativa para ir tras de Dios aunque con la seguridad de que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19).
El Levítico, en el capítulo 13, nos habla de una serie de prescripciones sobre las afecciones de la piel. Normas con un carácter higiénico que señalaban la incapacidad de presentarse dignamente ante el Señor y que eran una especie de diagnóstico terapéutico. El sacerdote era el encargado de declarar si la persona era pura o impura. Hay tenemos el sacramento de la reconciliación, con el que Cristo va más allá, nos diagnostica y nos cura.
El leproso que aparece en el Evangelio de Marcos, conocía, casi seguramente, todos esos ritos del Levítico. En su petición, al tomar la iniciativa para ser curado, no iba solamente el deseo de ser curado del estigma de la enfermedad. Sus palabras se pueden traducir hoy en día como el deseo de dejar de formar parte del cinturón de los marginados para volver a casa, para poder sentarse en la mesa de la comunidad y poder participar con pleno derecho de la vida social. Jesús se compadece, se le conmueven las entrañas (así dice el texto en griego: Σπλαγχνίζομαι «splanchnizomai» en la parte en que el español traduce: «se compadeció de él»). Y antes de hablar —como ahora se usa tanto hacerlo a favor de los marginados—, realiza un gesto: extiende la mano para tocarlo. El leproso queda curado inmediatamente. La solución requiere del contacto personal, la cercanía cálida y acogedora, fruto no de un discurso, sino del que se hace prójimo, del que se hace cercano y toca su realidad. Hay un camino de vuelta a la inclusión social: «Ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés».
La fe de aquel pobre, y el poder salvador de Jesús habían hecho posible el milagro. Jesús añade por su cuenta que guarde silencio, pero viene un contraste fortísimo, el recién sanado no se puede contenerse, divulga el milagro. El marginado se convierte en testigo del amor curativo de Dios para todos. Por eso nuestra reflexión en torno a este tema se completa con un pequeño trozo de la primera carta de san Pablo a los corintios que nos dice que la Buena Noticia de Reino que anuncia Cristo no es cosa del oriente ni del occidente, ni del norte ni del sur: «Hermanos —nos dice san Pablo— hagan todo para gloria de Dios buscando la salvación de todos» (1 Cor 10,31).
Para terminar, quizá haya que seguir meditando todo esto ayudados del salmo 31que dice: «Perdona, Señor, nuestros pecados». Perdona, Señor, que no hemos visto a los leprosos de hoy, porque estamos muy ocupados en darnos gusto a nosotros mismos; perdona, Señor, que no hemos tocado a los leprosos de hoy porque estamos atentos a ver nuestras carencias económicas —que a decir verdad, no creo que sean tantas—; perdona, Señor, que no hemos salido al encuentro de nuestros hermanos leprosos porque hemos hecho una tormenta en un vaso de agua con nuestros pequeños problemas; perdona, Señor, porque no hemos podido alcanzar nosotros mismos nuestra propia curación, porque hemos querido hacer el Evangelio del estilo que se nos acomode...
Pidámosle a la Santísima Virgen María, la llena de gracia, la mujer fuerte e itinerante, que es portadora de la salud de su Hijo a los enfermos, que nos dé la sencillez y la humildad que necesitamos para acercarnos a su Hijo reconociéndonos como somos para decirle también nosotros: «¡Señor, si tu quieres, puedes curarme!».
* Meditación basada en una homilía que pronuncié el 13 de febrero de 2000
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