Introducción.
Mientras Cristo vivió en la tierra, hizo muchas, muchísimas cosas que fueron «signo salvador» para una humanidad sedienta de amor. Entre esas cosas destaca la fundación de la Iglesia, de la cual todos los bautizados formamos parte. La obra de Cristo debía permanecer a través de los siglos y debía extenderse hasta los últimos confines de la tierra, por eso y para eso fundó la Iglesia. Esta Iglesia de Cristo, llamada a permanecer en la unidad, es la que «subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» (Vaticano II, Constituión Lumen Gentium 7). En la Iglesia, todos tenemos un compromiso que realizamos en una determinada vocación como consagrados: sacerdotes, religiosos, miembros de institutos seculares, o como laicos, ya sea casados o solteros. Pero hay una vocación que todos compartimos: el ser misioneros. La Iglesia es por naturaleza misionera y por lo tanto cada bautizado es un misionero.
Conscientes de esto, los Vanclaristas, como miembros de la Familia Misionera (Familia Inesiana) fundada por la beata María Inés Teresa, están llamados a conocer, profundizar y vivir una espiritualidad más específicamente misionera, porque deben descubrir y re-estrenar cada día, el hecho de que Dios los ha llamado de una más especial y comprometida a vivir el compromiso misionero que han adquirido como bautizados.
El Vanclarista es un misionero seglar.
Los seglares son la inmensa mayoría cristiana, y por lo tanto, son quienes deben estar siempre activos en la Iglesia. Cada seglar (o laico como también es llamado) es un profeta, un sacerdote y un rey. Un seglar en el mundo de hoy es el promotor más valioso de la vida de la Iglesia. Es un hombre o una mujer que, sin formar parte del clero o sin estar consagrado como hermano o como religiosa, impregna del olor de Cristo el orden temporal. Algunos seglares específicamente están inmiscuidos en la obra misionera de la Iglesia, colaborando directamente en la causa de las misiones. Este es el caso de todo Vanclarista. Todo miembro de Van-Clar (Vanguardias Clarisas) es un bautizado que, impregnado de su fe y viviendo para Cristo, lucha por ofrecer al mundo, en el lugar donde se encuentra, un testimonio de vida cristiana, misionando más que nada con su presencia, que incluso sin hablar, debe gritar al mundo que el Padre nos ama (Jn 16,27).
El compromiso misionero del Vanclarista.
El compromiso del Vanclarista, se concretiza en la relación con Dios y con los hermanos en medio de los deberes y ocupaciones del mundo en el que vive. El compromiso misionero del Vanclarista no tiene límites de tiempo o de lugar, está en la vida cotidiana en un compromiso que debe estar impregnado por una eiritulidad sólida arraigada en el centro de su vida, que debe ser Jesús Eucaristía. El Vanclarista, como misionero seglar, lleva impresa en el corazón la consigna de la beata María Inés Teresa Arias: “Comprar almas, muchas almas, infinitas almas”.
El Vanclarista se deja guiar por el Espíritu.
La espiritualidad misionera se expresa, ante todo, viviendo con una plena docilidad al Espíritu. El Vanclarista debe dejarse tranformar cada día por el Espíritu para ser más semejante a Cristo, hasta llegar a ser, como dice la beata María Inés: “una copia fiel de Jesús”. No se puede ser misionero ni dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen, que se hace viva en cada uno por la gracia y por la acción del Espíritu Santo. Dice la beata María Inés que para lograr eso hay que “ser alma de oración, pedirle mucho a Nuestro Señor acierto en la palabras, pura intención en todas las obras y el único deseo de glorificarle ayudando a las almas a salvarse mediante el conocimiento y el amor de Dios”. Si el Vanclarista busca en todo momento ser dócil al Espíritu Santo, podrá acoger los dones de su fortaleza y discernimiento necesarios para dar testimonio de vida cristiana en el lugar donde se encuentre. Hay que recordar cómo los apóstoles, por la acción del Espíritu Santo y unidos a María, se convirtieron en testigos valientes de Cristo en un mundo adverso como el del Vanclarista de hoy.
Vivir el misterio de Cristo como enviados.
La comunión íntima con Cristo, es una nota esencial de la espiritualidad misionera. No se puede comprender y vivir la misión si no hacemos referencia constante a Cristo, en cuanto enviados a evangelizar. El misionero, al igual que Cristo, debe pasar por el mundo haciendo el bien. El misionero recorre el mismo camino de Cristo y, como él, se hace todo para todos, consciente de que la misión tiene su punto de llegada al pie de la Cruz, pasando por Nazareth.
La beata María Inés Teresa dice que la vida sencilla del misionero es un “trasunto de la vida de Nazareth, vida misionera por la acción y el sacrificio”. Así, el Vanclraista comprende que, en su condición de misionero, pasa por el mundo como enviado y acompañado por Cristo que le dice: “No tengas miedo porque yo estoy contigo” (cf. Hch 18,9s). Cristo, que lo ha elegido para anunciar la Buena Nueva en la vida ordinaria en medio de las ocupaciones de este mundo, lo espera en el corazón de cada hombre que se hace su hermano.
Amar a la Iglesia y a toda la humanidad al estilo de Jesús.
Definitivamente la espiritualidad misionera se caracteriza por la caridad apostólica, que es la misma caridad de Cristo el Buen Pastor. Quien tiene espíritu misionero, siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo. El misionero es el hombre y la mujer de la caridad sin fronteras, es el «hermano y amigo universal» que lleva consigo el espíritu de la Iglesia, su apertura y atención a todos los pueblos, a toda la humanidad, particularmente a los más pobres y alejados. El misionero supera las fronteras y las divisiones de raza, casta e ideología. Entonces el Vanclarista, que es misionero por excelencia, se convierte en signo del amor de Dios en el mundo y se hace amor sin exclusión ni preferencia como Cristo.
Se dice que Madre Inés no tuvo tiempo de teorizar, es que el misionero vive así, encaminándose presurosamente como María, a servir, a dar amor, porque es portador de Cristo y al igual que Él ama a la Iglesia y se entrega por ella consciente de que su compromiso. Madre Inés pasó así su vida en la tierra: “Quisiera manifestar a mi Dios mi sed de almas en un continuo abnegarme, en un continuo darme por amor”.
El verdadero misionero es el santo.
La llamada a la misión deriva de la llamada a la santidad. No se es santo por el mucho quehacer, por el mucho predicar sino por el mucho amar al estilo de María y de los santos. La santidad es una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. Entre más santo se es más misionero… basta ver a la beata María Inés, quien por cierto, vivió su condición de misionera de la mano de María, diciendo constantemente: ¡Vamos María!
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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