miércoles, 18 de noviembre de 2015

PARA UNA BUENA CONFESIÓN...





“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso y su palabra no está en nosotros”, 1 Juan 1,9-10.





1. La Misericordia de Dios y el perdón de los pecados.

La misericordia de Dios, llega a ser algo casi incomprensible para el ser humano, porque todos pecamos una y otra vez, nos arrepentimos y luego volvemos a cometer las mismas faltas, provocamos el enojo de Dios y sin embargo él no deja de ser misericordioso con nosotros. La misericordia divina, es la perfección del Amor, tanto así, que Él envió a su propio Hijo al mundo, permitiendo su muerte en la cruz y de este modo expiar nuestros pecados. En su justicia Dios nos condena, pero en su misericordia Él mismo nos salva.

Para muchos de los católicos no es fácil ni agradable confesarse, porque reconocerse pecador frente a un sacerdote que es igual, un pecador, parece ser algo muy humillante. Sin embargo, después de la confesión todo mundo habla de una gran paz espiritual que  restituye la amistad con Dios, aumenta la gracia santificante, refuerza la fe, aumenta la fuerza para evitar cometer mas faltas, llena de vigor el alma para no caer en la tentación y compromete al hombre y a la mujer de fe a no ofender más a Dios.

Sin embargo, después de confesarse, muchas veces sucede que la persona no se siente segura si ha hecho una buena confesión, porque ocurre que cuando está frente al confesor, los nervios o el hecho de buscar reconocer las propias faltas sin olvidar ninguna, le traicionan, y se crea un estado de confusión o temor. Más de alguna vez pasa que hay gente que piensa que ciertas cosas no son faltas y no la dice o se justifica para luego quedarse con la duda. Confesarse, entonces, no es algo agradable para la mayoría, ya que hay que desnudar el alma, manifestando lo que, ordinariamente causa vergüenza.

Con todo, ese echar hacia afuera los motivos de los propios pesares resulta, una buena ayuda para sentirse liberado y perdonado, reconociendo que no se es nunca mejor que los demás. «Todos somos pecadores» ha dicho el Papa Francisco recientemente.

Para poder recibir el sacramento de la Reconciliación, se requiere una experiencia similar a la del Hijo Pródigo (Lc 15, 11-32), de manera que se experimente internamente el vacío que supone el verse alejado de Dios. Entendemos y sabemos, a través de la Sagrada Escritura, que es la confesión de cada pecado lo que hace posible y accesible el perdón de Dios. Pero sabemos que no es la confesión de pecados concretamente lo que hace que seamos perdonados. La confesión de pecados contiene en si misma un misterio, que sobrepasa todo aquello que suponemos. La confesión expone el pecado y su raíz, de esta forma recibe su sentencia de muerte cuando es confesado. Pero es la luz, la que elimina la culpa y la fuerza del pecado y no la confesión. La confesión la coloca en la luz.

La confesión expone al pecador junto con su pecado a la Luz de Dios para que los hombres vean, también muestra cómo es el hombre en su condición de pecador y cómo es Cristo en su condición de Salvador, pues confesando y viviendo de la paz que inmediatamente se experimenta al salir de la confesión, hace que las demás personas vean en el penitente la realidad de Dios, sin que la propia persona se de cuenta de eso. 

2. Condiciones para una buena confesión.

Desde hace muchísimo siglos, la Iglesia ha enseñado que para hacer una buena confesión se
requieren cinco condiciones:

2.1 Examen de conciencia. 
2.2 Dolor de los pecados. 
2.3 Confesión verbal. 
2.4 Propósito de enmienda. 
2.5 Cumplir la penitencia.

Veamos ahora cada una de ellas:

2.1 Examen de conciencia.

Así como un buen comerciante hace inventarios con frecuencia para saber cómo va el negocio, así el buen católico que piensa en su salvación, hace un «inventario» de su vida diaria, de su ser y quehacer, para ver hacia dónde se está dirigiendo su compromiso como cristiano. Esa es la razón por la que es tan importante examinar la conciencia, para así poder acusarnos de todos los pecados que realmente hayamos cometido. Claro que a la confesión sólo se llevan los pecados, pero es conveniente que reconozcamos no sólo lo malo, sino también las cosas positivas y buenas que hemos logrado en el Señor. Se deben emplear algunos minutos previos a la confesión para este punto, tratando de repasar tanto los mandamientos de Dios como los de la Iglesia, para descubrir aquello en lo que se ha fallado.

La beata madre María Inés, examinaba su conciencia de ordinario dos veces cada día. Ella escribe: “Estoy sí, grandemente arrepentida de todos mis pecados, porque con ellos he causado mucho pesar a nuestro Señor. Los borraré todos con la sangre de Jesús en el sacramento de la penitencia, y con su gracia y de la mano de María me propongo emprender en los caminos de la santificación, una carrera de gigante.” (Ejercicios Espirituales de 1936, f. 786).

2.2 Dolor de los pecados.

Si la misericordia de Dios es lo más importante, al acercarnos al confesor —pues sin ella no podríamos conseguir jamás la justificación de nuestras culpas— hay que buscarla con sincero arrepentimiento. A esto se le llama también "dolor de corazón", pues se supone que uno tiene que experimentar un vivo sentimiento de pena por haber ofendido al Señor, nuestro Dios, que sólo quiere lo bueno para nosotros. Este sentimiento no lo podemos confundir, en forma alguna, con lo que los sicólogos llaman «complejo de culpa», que es algo enfermizo, producto de una mente perturbada, y no la consecuencia de la confrontación entre nuestra miseria y la bondad y el amor de nuestro Padre.

Algunos, por querer curar esos complejos de culpa, han tratado de arrancar los legítimos sentimientos de dolor que debe experimentar un ser humano, cuando se da cuenta de que sus pecados ofenden a Dios y le ocasionan la pérdida de la eterna felicidad. Por eso nuestra sociedad adolece —como un grave mal— de falta de lo que llamaríamos «conciencia de pecado», que es mucho peor que los complejos de culpa, porque éstos últimos pueden causar muchos problemas durante la vida presente, pero lo otro nos conducen a una ruina total y definitiva.

El dolor de los pecados debe brotar cuando descubrimos cómo Dios nos ama y lo que ha hecho para nuestra eterna salvación: enviar a su propio Hijo, para que cargando sobre sus hombros nuestros pecados, pagara la deuda que a nosotros correspondía y que, de ninguna manera, podíamos saldar.

Sobre este tema del dolor de los pecados, la beata madre María Inés Teresa nos dice: “Pongamos mucho empeño en evitar la menor falta deliberada, pero aun cuando hayamos cometido alguna falta, corramos a sus brazos, confesémosle nuestra miseria llenos de paz, pidámosle perdón y esperemos su beso de reconciliación”. (Carta colectiva del 24 de abril de 1953 en altamar).

2.3 Confesión verbal.

Esto es, quizás, lo que mucha gente encuentra más difícil, por cuanto supone manifestar lo que hemos hecho de malo. Pero, ¡qué bien nos sentimos cuando, habiendo limpiado nuestra alma, sabemos que Dios nos ha perdonado! El sacerdote, ciertamente, es un ser humano igual que todos, con la misma condición pecadora, lo que, en realidad, es una ventaja, ya que puede comprender nuestros errores y entender nuestros fallos. El sacerdote es un hombre que vive en el mundo sin ser del mundo, y él nos puede ayudar a vencer la «mundanidad» que quiere adueñarse del corazón.

Por otro lado, la Iglesia ha rodeado de tanto respeto este sacramento, que la persona que va a confesarse puede estar segura de que, en todo momento, su privacidad quedará a salvo, ya que uno puede escoger entre confesarse cara a cara o en el anonimato detrás de una rejilla. En todos los casos el sacerdote está obligado, bajo severísimas penas espirituales, a guardar absoluto sigilo de lo que ha oído. Se ha sabido de algunos sacerdotes, como san Juan Nepomuceno, que han padecido incluso la muerte por guardar el secreto sacramental.

El sacerdote, en el sacramento de la Reconciliación, no es un juez, sino un representante de Jesucristo, que mostró siempre una gran misericordia para con los pecadores. Por eso nadie puede temer que el confesor vaya a condenarlo, ni tan siquiera abochornarlo por los pecados, sino animarlo a que no vuelva a cometerlos.

Una buena confesión exige que uno diga todos los pecados cometidos desde la última vez que recibió este sacramento, a ser posible señalando el número de veces y las circunstancias que cambian su gravedad. Por ejemplo, una persona casada tendrá que aclarar su condición, pues esto cambiaría un pecado carnal en adulterio. Un sacerdote deberá decir que lo es y un religioso deberá presentarse como tal.

A nadie se le pide, desde luego, que haga una descripción detallada de sus pecados, ya que esto no es necesario, a no ser que el confesor, en algún caso especial, lo crea conveniente para aconsejar mejor al penitente. Aquel que, conscientemente, omitiera algún pecado grave, no sólo no quedaría perdonado, sino que cometería un sacrilegio.

Dice la beata madre María Inés: “Nuestro Señor olvida para siempre, como si jamás se hubiesen cometido, todas las faltas de las que nos hemos arrepentido”. (Ejercicios Espirituales de 1962).

2.4 Propósito de enmienda.

Es consecuencia lógica de un arrepentimiento sincero el que uno se proponga no volver a pecar. Sabemos, sin embargo, que ningún sacramento nos hace impecables, y que, pese a todo, seguiremos conservando nuestra condición pecadora durante toda nuestra vida. El propósito de enmienda supone un sincero deseo de no pecar, pero no la seguridad de que uno nunca más va a recaer en el pecado, ya que hemos de contar con nuestras limitaciones.

El propósito de enmienda supone la intención de luchar por vencer el mal, incluyendo la huida de las ocasiones de pecado. También conlleva poner todos los medios para ir superando las caídas, sobre todo los espirituales, como la oración, la práctica de los sacramente, los actos de penitencia y las acciones de amor y servicio al prójimo.

Hay pecados que logran arraigarse en uno, produciendo un hábito vicioso. Estos son muchas veces el producto de una compulsión, lo que hace más difícil vencerlos. Cuando esto ocurre no hay por qué alejarse de los sacramentos ni sentirse avergonzado de confesar siempre lo mismo. Lo que no puede faltar es el deseo de lucha, contando siempre con la ayuda del Señor.

La beata madre María Inés Teresa, en sus meditaciones escribe esto que mucho nos puede ayudar: “¡Oh belleza de la nieve blanca y pura, cómo te pareces a la belleza del alma en gracia; a la belleza del alma, rehabilitada por la sincera confesión, adquiere nuevamente su blancura perdida! Y si tanto nos encanta ese sublime espectáculo de la naturaleza, ¿qué no será el de un alma pura hecha a imagen y semejanza de Dios, y destinada a amarles eternamente en el cielo?” (Blancura de nieve).

2.5 Cumplir la penitencia. 

Hace muchos años la penitencia que se imponía a los pecadores públicos era sumamente severa. Esto fue cambiando poco a poco. Hoy en día, aunque la penitencia es más suave, el sentido es el mismo: demostrar nuestro sincero arrepentimiento mientras se ofrece una satisfacción por las culpas cometidas. Sabemos que el perdón es un don generoso y gratuito de Dios, pero con la penitencia tratamos de agradar a Dios, ofreciéndole el pequeño regalo de lo que hacemos, mostrándole así nuestro agradecimiento. Por eso todos debemos hacer penitencia, no solamente la que vaya marcando el confesor. Esta penitencia queda a juicio del confesor, que es quien la impone. Unos sacerdotes prefieren oraciones u obras buenas y otros dejan al criterio del penitente aquello que puedan hacer para cumplir esta obligación.

La beata madre María Inés apunta algo importante al respecto cuando dice: “Procuraré no dejar sin confesar ningún pecado venial, haciendo de él verdaderos actos de penitencia, para que quede todo saldado”. (Ejercicios Espirituales de 1943).

3. Cuestiones importantes en torno al sacramento de la Reconciliación.

Hemos visto, hasta ahora, las condiciones que, tradicionalmente, se han requerido para hacer una buena confesión, sin embargo, no podemos olvidar una que es, posiblemente, de las más importantes, puesto que fue impuesta por el propio Jesús.

Cristo nos enseña a orar de esta manera: "Padre... perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden..." (Mt 6,12), y a continuación añade: "Porque si ustedes perdonan a los demás sus culpas, también su Padre celestial los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco su Padre perdonará las culpas de ustedes" (Mt 6, 14-15). No dudemos, pues, que ésta es una condición indispensable si queremos ser perdonados.

Por eso, si vamos a la confesión con espíritu de venganza o negando el perdón a otros que nos han ofendido, tendríamos que posponer la búsqueda de la absolución hasta que estemos dispuestos a perdonar de corazón a las personas a las que guardamos rencor por lo que nos han hecho. Esto es, sin lugar a dudas, la condición más difícil. Por eso debemos pedir la fuerza del Espíritu Santo para entender que lo que otros nos deben no es nada en comparación a la deuda que tenemos con Dios. (Ver Mt 18, 21-35). Perdonemos, pues, de corazón, y seremos perdonados.

4. Hacer un buen examen de conciencia

Para hacer un examen de conciencia profundo y completo, debemos analizar nuestra vida y abrir nuestro corazón sin engaños. Se pueden seguir estos pasos que algunos recomiendan:

4.1 Invocación al Espíritu Santo. Llamar al Espíritu Santo para que nos ilumine y nos haga ver nuestra vida desde los ojos de Dios.

4.2 Acto de presencia de Dios. Hacer un esfuerzo para darnos cuenta de que Dios está presente en nuestra vida atento a nuestras intenciones, a nuestros deseos, a nuestras necesidades.

4.3 Acción de gracias. Recordar todos los beneficios que hemos recibido de Dios, especialmente los más cercanos y los más íntimos. Al recordar estos beneficios, brotará naturalmente dentro de nosotros el agradecimiento a Dios.

4.4 Análisis del cumplimiento de la voluntad de Dios. Llevar a cabo un examen de cómo hemos vivido desde la última confesión la voluntad de Dios. Debemos ver los aspectos positivos y negativos, examinar actitudes internas y poner mucha atención a las relaciones con Dios y con los demás. Para esto, puede resultar útil tener un cuestionario, que nos ayude a llegar a esos rincones íntimos de la conciencia que nos pueden pasar desapercibidos:

4.4.1 Analizar nuestras actitudes, acciones u omisiones hacia Dios:

¿Creo verdaderamente en Dios o confío más en brujerías, amuletos, supersticiones, horóscopos o “energías”?
¿Amo a Dios sobre todas las cosas o amo más a las cosas materiales?
¿Voy a Misa los domingos y fiestas de guardar y trato de descansar ese día para dedicarlo a Dios?
¿Me confieso y comulgo con frecuencia?
¿Hago oración, entendida como un diálogo de amistad con Dios?
¿He usado el nombre de Dios sin respeto? ¿Pido ayuda a la Virgen y al Espíritu Santo? ¿Defiendo a la Iglesia y a sus representantes?

4.4.2 Analizar mi actitud y mis acciones u omisiones hacia los demás:

¿Trato bien a mi familia?
¿Busco hacerlos felices o que se haga lo que yo digo?
¿Los respeto o los maltrato?
¿Trato bien a los demás?
¿Soy justo con todos?
¿Ayudo a los necesitados?
¿He matado, robado o mentido?
¿He hecho daño a alguien?
¿Acostumbro hablar mal o pensar mal de los demás?

4.4.3 Analizar mi actitud y mis acciones u omisiones hacia mí mismo:

¿Lucho por ser mejor cada día de acuerdo a mi vocación y condición de vida?
¿He controlado mi carácter?
¿He respetado mi cuerpo y el de los demás? ¿He alejado de mi mente los malos pensamientos?
¿He sido fiel en mi matrimonio?
¿Siento envidia de los demás, por lo que son o lo que tienen?

4.5 Petición de perdón: Ya que revisamos nuestra vida, hay que comparar la propia conducta y nuestras actitudes con los beneficios que hemos recibido de Dios. Entonces caemos en la cuenta de que nuestra respuesta al amor de Dios es muy pobre y que no hemos llegado a lo que Dios nos pide. Por eso, le pedimos perdón llenos de confianza, pues sabemos que Él nos perdonará. Dios siempre acoge gustoso nuestras buenas intenciones.

4.6 Propósito de enmienda: Debemos poner los medios para mejorar y acercarnos más al plan de Dios sobre nuestra vida. El propósito es algo concreto que nos ayuda a mejorar en aquello donde hemos visto que fallamos más.

4.7 Petición de fuerzas: Ya que formulamos un propósito de enmienda, debemos volver nuestra mirada a Dios y con mucha confianza pedirle que nos ayude a mejorar pues somos débiles, no podremos avanzar en el camino hacia Dios, hacia la santidad, si Él no nos ayuda.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

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