San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, en el
"episodio" del "Rey Temporal y el Rey Eterno" define muy
bien lo que celebramos al contemplar a Cristo como Rey. El santo dice que si
nosotros somos capaces de dar un apoyo total a un rey de este mundo que quiere
instituir lo que todos queremos y guardamos en una relación de identidad con
sus postulados, sus vestidos, sus trabajos, sus sufrimientos, etc.; mucho más
tendríamos que apoyar a un Rey Eterno que busca nuestra salvación y nuestra
felicidad, que constituyen —sin duda— uno de los mayores anhelos.
Jesús de Nazaret, el «Hijo
del hombre», se presentaba ante
la gente de su tiempo como un humilde carpintero, un sencillo hombre de pueblo
que tenía callos en las manos por el trabajo en el taller, la piel curtida por
el viento y el sol. Un hombre recio que usaba palabras llanas, un hombre que
hablaba con fuerza persuasiva de una nueva doctrina, hecha de rebeldía contra
la mentira, cargada de amor a los pobres, y de confianza heroica en el poder y
la bondad de Dios. Nosotros, los cristianos, siempre hemos querido ver en Jesús
de Nazaret a este «Hijo del hombre» que viene a salvarnos y a redimirnos de
nuestros pecados. Queremos que este «Hijo
del hombre» sea nuestro rey, un
rey de carne y hueso que conoce nuestras miserias y debilidades y que se nos
ofrece como camino, verdad y vida para llegar hasta nuestro Padre, Dios. A este
rey, «hijo del hombre», le ofrecemos en este Año de la Fe
nuestro humilde propósito de seguirle y obedecerle, hasta conseguir que se
cumpla el ideal de la beata María Inés Teresa de que “todos le conozcan y le amen”. Ella vivió aquella terrible época de "la cristiada", cuando muchos mártires dieron la vida por Cristo al grito de: ¡Viva Cristo Rey!
En el Evangelio sólo una vez dice Jesús: "Yo soy Rey…" (Jn 18,33-37), esa es la primera y última vez que se declara abiertamente rey, y cuando lo hace tiene ante si una multitud que grita que lo maten, que lo crucifiquen. Cristo reinó ayer, reina hoy y reinará siempre... pero no
quiere ser rey al estilo de los reyes de este mundo. No quiere ser rey de
espadas, para vencer por la fuerza de las armas a sus enemigos, ni quiere ser
rey de bastos, para gobernar a sus súbditos mediante el garrotazo y el temor;
tampoco quiere ser rey de copas, porque no quiere celebrar solemne y
pomposamente victorias sobre nadie, ni almacenar trofeos mundanos en sus
vitrinas. Sólo quiere ser rey de corazones, de nuestros corazones, de los
corazones de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, de los corazones
mansos y humildes, de los corazones misioneros arriesgados y valientes en la
defensa del bien y en la lucha contra el mal.
El Reino del Señor es muy distinto al de aquellos que nos
proponen los reyes de la tierra: Su riqueza es el amor, su corona es la verdad,
su trono es una cruz, su baluarte es la vida interior, su proclama es Dios amor,
sus armas son el servicio y su ejercito es el testimonio de aquellos que
seguimos esperando y creyendo en Él.
En el mundo de hoy, en las artes, en el ámbito de la
educación y la cultura, en la música, parece escucharse hoy más que nunca la
proclama que señala: ¡no queremos que Jesús reine sobre nosotros! Parece que
hoy estorba la imagen sagrada del «Hijo
del Hombre» proclamado rey e
incluso se quieren quitar sus imágenes de los lugares públicos; la inspiración
de las canciones de moda y de la vestimenta de los artistas de hoy no es
precisamente la que puede inspirar los valores del reino de Jesús; la arquitectura y la ornamentación
navideña, por ejemplo, se ha sustituido por otros motivos que, de cuando en
vez, congenian con lo enseñado por el rey eterno e inmortal de los siglos. ¡Qué
razón tenía Jesús! ¡Mi Reino no es de este mundo!
Que este Año Santo de la Fe que estamos apenas iniciando,
contribuya a ubicar a Cristo, de nuevo, en el lugar que le corresponde en
nuestro corazón, en nuestra mente, en nuestro pensamiento, en nuestras
familias, en nuestra Iglesia, en nuestra sociedad. Nunca como ahora el anuncio
del reino se hizo tan urgente. La mentira abunda por doquier, desde la política
hasta el comercio. Vivimos un tiempo de fraudes, de mentiras generalizadas. Sintamos
la urgencia que movió el corazón de Madre Inés con su apóstrofe constante de “Urge
que Cristo reine” (1 Cor 15,25”. Esto es lo que nos toca hacer ahora en el Año
de la Fe en este clima de la Nueva Evangelización que nos ha dejado como tarea el Sínodo de los Obispos. Est a es nuestra tarea, este es nuestro lugar y no ningún otro. Seamos valientes y no
confraternicemos con lo que van por la vida sin tener un rey como Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario