El día 2 de noviembre, por una tradición ancestral recordamos y rezamos de una manera especial por nuestros familiares y amigos difuntos y en general por todos los fieles difuntos. Es algo que hacemos con fe y con confianza, porque sabemos que Dios nos ama y nos llena siempre de su amor. Por esto en este día nos acercamos al Dios de la vida y le pedimos, con el corazón lleno de paz, que tenga con Él para siempre a nuestros familiares y amigos que han muerto, y también a todos los difuntos, conocidos y desconocidos, hombres y mujeres de cualquier lugar del mundo, y, como misioneros que somos, encomendamos especialmente a quienes no tienen quién ore por su eterno descanso.
Este recuerdo y esta oración, la hacemos de manera especialísima en la celebración de la Eucaristía de este día, para lo cual la liturgia nos propone diversos formularios a seguir. Sabemos que al celebrar la santa Misa por los difuntos, Jesús se hace presente en medio nuestro con su palabra y con su Cuerpo y su Sangre, que son alimento de vida eterna y nos unimos a Él renovando nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección.
Todos sabemos el día que nacimos, pero no sabemos el día que moriremos. Algunas personas mueren jóvenes, otras ya tienen edad avanzada, pero todos tenemos el deseo de vivir para siempre, y este deseo, Dios lo ha puesto en nuestro corazón. Y cuando el corazón de una persona deja de latir, parece el fin de aquel que ha muerto, parece que la persona está condenada a la destrucción total, pero, nuestra fe en Jesucristo nos dice que la vida de la persona no acaba con la muerte, sino que está destinada a vivir eternamente en la presencia del Señor. Recordamos aquellas palabras de Jesucristo: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn11,25-26). Y aquellas otras en las que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn14,6).
A lo largo de nuestro camino en este mundo, la reflexión de la fe va iluminando nuestra mente y nuestro corazón y vamos encontrando la serenidad que dan la esperanza y la certeza del amor incondicional de Dios, que no nos fallará. Jesús resucitado es la garantía de que la muerte nos abrirá las puertas de la vida eterna con Dios para verlo cara a cara. Será el momento del encuentro definitivo con la familia en la casa del Padre, donde viviremos plenamente la comunión de los santos. Sabemos que nuestro Padre Dios nos recibirá con los brazos abiertos y aunque, como el hijo pródigo, lleguemos a la casa con los vestidos casi desgarrados o sucios, si nosotros aceptamos su abrazo, su amor nos revestirá de la túnica de fiesta de la gracia y entraremos a su casa, que también es la nuestra.
Creo que si hablamos con sinceridad, todos experimentamos cierto miedo a la muerte, unos menos, otros más. Jesucristo también tuvo miedo y se mostró nervioso en Getsemaní pidiendo que el Padre apartara «ese cáliz» de su existencia. Cristo había recorrido los caminos de Palestina haciendo el bien, curando enfermos, resucitando a los muertos y poniendo la vida en el corazón y en el cuerpo de todas las personas sin distinción alguna. Pero ahora, delante de la muerte, sintió la necesidad de estar solo y a la vez de estar con los más íntimos.
San Lucas nos narra que Jesús se fue al Monte de los Olivos seguido por sus discípulos. Nos dice que estando en un lugar apartado se levantó y les dijo: “Oren para que no caigan en la tentación”. Y él, apartado a una distancia de un tiro de piedra, se puso de hinojos y oró diciendo: “Padre, si quieres aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,39-42).
En la Misa, uno de los prefacios de difuntos (el segundo) nos dice que Él, uno solo, murió para que no muriéramos todos nosotros. Él solo se dignó sufrir la muerte, para que todos viviéramos en Dios eternamente. Otro, (el primero) dice que en Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección y así, aunque la certeza de morir nos entristece nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.
San Pablo, nos indica que el tiempo que pasamos en este mundo es corto y que este mundo pasa (cf. 1 Cor 7,29-32), y nos invita a vivir sin preocupaciones y congojas innecesarias. Madre María Inés Teresa dice que “el tiempo es cortísimo comparado con la eternidad ¿qué son 100 años?” y además nos dice algo que todos sabemos y que conviene meditar el día de hoy: “no sabemos los años que tendremos de vida, no sabemos cuándo nos sorprenderá la muerte” (ver Cartas Colectivas, f. 3423).
“El tiempo es corto; ¿qué quisiéramos haber hecho cuando nos llegue la muerte?” (Carta 3303) “¡Ánimo para luchar, para trabajar por él, para vencer aún en medio de las dificultades!“ (ib.)
Este recuerdo y esta oración, la hacemos de manera especialísima en la celebración de la Eucaristía de este día, para lo cual la liturgia nos propone diversos formularios a seguir. Sabemos que al celebrar la santa Misa por los difuntos, Jesús se hace presente en medio nuestro con su palabra y con su Cuerpo y su Sangre, que son alimento de vida eterna y nos unimos a Él renovando nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección.
Todos sabemos el día que nacimos, pero no sabemos el día que moriremos. Algunas personas mueren jóvenes, otras ya tienen edad avanzada, pero todos tenemos el deseo de vivir para siempre, y este deseo, Dios lo ha puesto en nuestro corazón. Y cuando el corazón de una persona deja de latir, parece el fin de aquel que ha muerto, parece que la persona está condenada a la destrucción total, pero, nuestra fe en Jesucristo nos dice que la vida de la persona no acaba con la muerte, sino que está destinada a vivir eternamente en la presencia del Señor. Recordamos aquellas palabras de Jesucristo: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn11,25-26). Y aquellas otras en las que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn14,6).
A lo largo de nuestro camino en este mundo, la reflexión de la fe va iluminando nuestra mente y nuestro corazón y vamos encontrando la serenidad que dan la esperanza y la certeza del amor incondicional de Dios, que no nos fallará. Jesús resucitado es la garantía de que la muerte nos abrirá las puertas de la vida eterna con Dios para verlo cara a cara. Será el momento del encuentro definitivo con la familia en la casa del Padre, donde viviremos plenamente la comunión de los santos. Sabemos que nuestro Padre Dios nos recibirá con los brazos abiertos y aunque, como el hijo pródigo, lleguemos a la casa con los vestidos casi desgarrados o sucios, si nosotros aceptamos su abrazo, su amor nos revestirá de la túnica de fiesta de la gracia y entraremos a su casa, que también es la nuestra.
Creo que si hablamos con sinceridad, todos experimentamos cierto miedo a la muerte, unos menos, otros más. Jesucristo también tuvo miedo y se mostró nervioso en Getsemaní pidiendo que el Padre apartara «ese cáliz» de su existencia. Cristo había recorrido los caminos de Palestina haciendo el bien, curando enfermos, resucitando a los muertos y poniendo la vida en el corazón y en el cuerpo de todas las personas sin distinción alguna. Pero ahora, delante de la muerte, sintió la necesidad de estar solo y a la vez de estar con los más íntimos.
San Lucas nos narra que Jesús se fue al Monte de los Olivos seguido por sus discípulos. Nos dice que estando en un lugar apartado se levantó y les dijo: “Oren para que no caigan en la tentación”. Y él, apartado a una distancia de un tiro de piedra, se puso de hinojos y oró diciendo: “Padre, si quieres aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,39-42).
En la Misa, uno de los prefacios de difuntos (el segundo) nos dice que Él, uno solo, murió para que no muriéramos todos nosotros. Él solo se dignó sufrir la muerte, para que todos viviéramos en Dios eternamente. Otro, (el primero) dice que en Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección y así, aunque la certeza de morir nos entristece nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.
San Pablo, nos indica que el tiempo que pasamos en este mundo es corto y que este mundo pasa (cf. 1 Cor 7,29-32), y nos invita a vivir sin preocupaciones y congojas innecesarias. Madre María Inés Teresa dice que “el tiempo es cortísimo comparado con la eternidad ¿qué son 100 años?” y además nos dice algo que todos sabemos y que conviene meditar el día de hoy: “no sabemos los años que tendremos de vida, no sabemos cuándo nos sorprenderá la muerte” (ver Cartas Colectivas, f. 3423).
“El tiempo es corto; ¿qué quisiéramos haber hecho cuando nos llegue la muerte?” (Carta 3303) “¡Ánimo para luchar, para trabajar por él, para vencer aún en medio de las dificultades!“ (ib.)
San Pablo nos recuerda que la vida corre rápidamente hacia su fin, y que el gran negocio y diseño de ella es prepararse para morir. Debemos hacer los planes de la vida teniendo presente siempre que el tiempo es corto. Ninguna relación de la vida debe detenernos o impedirnos en el desarrollo de nuestra vida espiritual. San Pedro apunta: "Mas el fin de todas las cosas se acerca; estén, pues, sobrios, y velen en oración" (1 Ped 4,7)
Ciertamente que, con la llegada de la muerte, todos los vínculos o lazos de la vida terrenal, que son muy frágiles, serán disueltos. Abraham hizo duelo por Sara y la lloró (Gén 23,2); Raquel lloró a sus hijos (Mat 2,18). Es del todo normal y natural llorar cuando perdemos algún ser querido, pero es necesario que nuestra relación con Cristo sea siempre superior a los lazos familiares (Mat 10,37; Lc 14,26). Debemos ser fieles al Señor si tenemos familia de sangre o si no tenemos familia. El creyente con familia debe ser tan fiel al Señor como el que no tiene una familia. Sabemos que la relación matrimonial no sobrevive a la muerte; no existirá en el cielo. (Mat 22,30). El hogar es divino, pero no es eterno. Los lazos con Cristo sí que son eternos; por lo tanto, nuestra primera lealtad en la vida es con Cristo y de allí brota la fidelidad con lo que somos y con lo que hacemos.
Esto significa que los eventos pasajeros de esta vida no afectan al creyente como afectan a los no creyentes (1 Tes 4,13). Este mundo es, como decimos en la oración: «un valle de lágrimas», pero el cristiano no es vencido por las pruebas de esta vida.
David, cuando murió su hijito dice: "Yo voy a él, mas él no volverá a mí". (2 Sam 12,23). Y la Biblia nos dice que David dejó de llorar. No debemos abandonar a Dios por causa de la tristeza, pero muchos lo hacen y se quedan instalados en ese dolor sin superarlo. Durante las tormentas y calamidades de la vida, la fe en Hijo de Dios calma nuestro espíritu agitado y produce una sonrisa aunque haya lágrimas de dolor en el interior. El hombre y la mujer de fe son controlados por su fe y no por su tristeza. El cristiano debe practicar el dominio propio en el tiempo de tristeza, recordando que las experiencias amargas de la vida son pasajeras. De otro modo la tristeza puede desanimar y debilitar el alma y dejarle siempre triste. Tanto el exceso de alegría como el exceso de tristeza perjudican la vida espiritual. Para algunos la vida es un valle de lágrimas; para otros es una montaña de alegría, fiesta y diversión. En los dos ambientes el alma sufre si se va a los extremos.
El cristiano es una persona feliz; por eso, le convienen la sonrisa y la risa. Pero el alegrarse no es su propósito en este mundo, sino el servir a Dios y a sus semejantes. En esto halla su gozo. Por lo tanto, el cristiano siempre vive como si no se alegrase; es decir, sigue fiel y activo en las cosas de Dios. Si hay tristeza, bien. Si hay alegría, bien. Pero de todas maneras, sigue fiel al Señor. No es desviado de este servicio por la tristeza ni tampoco por la alegría. Somos viajeros. Somos peregrinos y extranjeros (1 Pe 1,17; 2,11). Nuestro peregrinaje nos lleva a través de este mundo, pero no somos ciudadanos permanentes porque no puede el mundo ser nuestro hogar: ¡El cielo nos espera!
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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