sábado, 12 de noviembre de 2011

Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento... hacia la beatificación

MARÍA INÉS TERESA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO

Siempre es difícil escribir sobre los hombres y mujeres que han dejado huella porque han seguido muy de cerca las pisadas de Jesús. En México estamos en tierra de santos y el tema de la santidad de tantos hombres y mujeres de nuestro pueblo mexicans nunca se agotará. La Familia «Inesiana», como familia misionera que somos, tenemos nuestro origen precisamente en un corazón santo, en un corazón sencillo, noble y sin fronteras de una mujer que también es paisana nuestra por ser mexicana y cariñosamente la llamamos «Nuestra Madre» porque ella nos engendró en esta vida espiritual de seguimiento de Cristo.
«Nuestra Madre» será seguramente una de las más universales beatas, ya que su figura misionera es ya modelo de las clases populares y de los ilustrados de muchas naciones: de sacerdotes, religiosos y laicos; de jóvenes y adultos, niños, ancianos; hombres y mujeres.
Ya encontramos su estampita en casas de familias, en oficinas de sacerdotes, en conventos y seminarios; la vemos en algunos negocios, en hospitales y asilos... es ya la próxima beata universal.
Después de mucho que he leído de ella y de otro tanto que he escrito, me encuentro, al verla, ante un misterio. Es un misterio, al menos para mí, lo profundo de su experiencia mística y su relación con Jesús; es un misterio su capacidad tan grande de poseer un corazón universal que a todos hacía sentirse amados y tenidos como lo único en aquellos momentos, como los encuentros de Cristo con la Samaritana o con Zaqueo entre otros. Madre Inés aparece como única, especial, sin precedentes e irrepetible.
La gente «santa» como ella —y al decir «santa» no quiero adelantarme al juicio de la Iglesia, sino usar el lenguaje popular— ha sido, como nosotros, de carne y hueso. Los beatos y los santos no han nacido tales, sino se han hecho santos viviendo. Tenemos que desechar la idea de que eran personas diferentes a nosotros.
Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento nos recuerda mucho al Cristo del Evangelio en su estilo de vida y en su apostolado, en sus rasgos simpáticos y anecdóticos. Ha acercado a muchos a Cristo y a alentado a muchas almas a seguir a Cristo viviendo plenamente la vocación a la que cada uno ha sido llamado. En su vida misionera y en sus meditaciones acompañaba a Cristo con igual entusiasmo al Calvario que a las Bodas de Caná.
Poseedora de una personalidad altamente carismática, creadora, fuera de lo común y libre para amar, Manuelita de Jesús —ese era su nombre de pila— irrumpe en el mundo para invitar a todos a romper las barreras del corazón. Con un gran sentido común y una humildad que se desbordaba en su sencillez, se lanzó a la conquista del mundo para Cristo. Ella se desposó con Cristo. Su doctrina nos sigue conduciendo a la caridad fraterna sin fronteras y a la auténtica solidaridad. Desde pequeña supo ir descubriendo que Dios la amaba sin condiciones y que podría hacer maravillas a través de ella en beneficio de los demás.
Para esa conquista de las almas, contaba, como ella solía decirlo, con la propia miseria puesta al servicio de la misericordia. Tenía una profunda conciencia de su miseria sin término y una experiencia viva de la misericordia de Dios. En ella, esta constante de la búsqueda de la santidad cristiana, fue algo sobresaliente. Unía la convicción de ser “la nada, pecadora”, una “humilde piltrafilla”, a la del amor de Dios, mayor que su miseria y su corazón. La misericordia de Dios era tan real para ella, que no le sorprendía ni le era motivo de vanidad que Dios la hubiera llamado a una misión tan extraordinaria como el fundar una familia misionera, porque igualmente podía darla o haberla dado a cualquier otra persona. “Tú y yo, María Inés, valemos tan poca cosa...", le decía en una carta a un joven hablándole de la vocación.  Día a Día, la Sierva de Dios discernió y confirmó a cada paso la voluntad de Dios, por eso su vida y su obra aparece siempre guiada por la Providencia de Dios y no por sus propósitos.
«Nuestra Madre» es testigo de la libertad absoluta de Dios para actuar a través de cualquier criatura, y del poder de Dios para servirse de la miseria humana. Gozaba del trabajo en los colegios y de los ratos agradables de oración en los noviciados de nuestras hermanas Misioneras Clarisas. Contemplativa y activa, siempre alegre imitó a Cristo y ayudó en vida, como lo sigue haciendo ahora, a que muchos tuviéramos la inquietud de imitarlo. Vivía, podemos decir, utilizando la misma palabra que mucho usaba, «sumergida» en Dios y en las almas. Es fácil percibir en ella un amor a la Iglesia extraordinario y apasionado. “Si no es para salvar almas, no vale la pena vivir”, solía decir. Tuvo, de la Iglesia, una percepción que muy pocos han tenido y un amor incomparable, decía que quería dejarse bañar por la Sangre redentora de Cristo en la Cruz. Esto era fruto de su pasión por las almas, por la Iglesia. Vivió siempre, hasta el último latido de su corazón, como fiel hija de la Iglesia.
Por este amor extraordinario a las almas abandonó su vida en el claustro, en donde vivió dieciséis años,  para unir a Martha y a María en una vida contemplativa y activa, o activa y contemplativa, quizá más bien dicho: “contemplativa-activa, activa-contemplativa”. Fue un alma misionera que se puso al servicio de todos sus prójimos, especialmente los pobres y los pecadores, los alejados de Dios. Supo infundir el amor a la Iglesia y el espíritu misionero en quienes le seguían los pasos de cerca. Ese corazón misionero le hizo viajar por el mundo entero visitando a sus misioneras, a sus misioneros, a sus vanclaristas. ¿Cómo no recordar, quienes la conocimos, aquellas visitas? Eran visitas de Cristo misionero que llegaba a dar alegría, paz, amor, comprensión, cariño y aliento. Era un genio de la organización y de las finanzas, había empezado la familia misionera con una cajita de cartón como caja fuerte, por cierto siempre vacía, y hacía rendir todo sin caer en la arrogancia o en la exageración. Siempre alegre, participaba del gozo de los pequeños detalles de cada día. Imitó la dolorosa paciencia de Cristo, en las frustraciones reiteradas, en las contradicciones y calumnias que sufrió en la congregación de misioneras que fundó, en los incontables viajes, fundaciones, obras y preocupaciones. Su voto privado de ofrecerse como víctima al amor misericordioso, significó para ella tender a lo más perfecto, a lo que daba más alegría y gloria al corazón de su Señor.
Cuando ella presentaba aquel proyecto de fundar una nueva familia misionera, casi nadie estaba dispuesto a arriesgar nada, le decían que no querían nuevos experimentos. Se trataba de una pequeña semilla sembrada en la tierra de nuestra patria. Después de muchos años de vida, aquella semilla se ha desarrollado y aunque permanece en los límites de una “pequeña familia”, como a ella le gustaba pensarla, ha echado raíces en muchos países.
Hay un aspecto importantísimo en la vida de la próxima beata mexicana, una característica primordial, lo que ella llama "mi primera vocación”, se trata de su experiencia y su doctrina sobre la oración, esa oración misionera que arrancó tantas gracias del corazón de Jesús. “La oración —decía— es para mí como el agua para el pez, como el aire para el ave”. Su oración privilegiaba la contemplación afectiva y urgía la acción y el compromiso misionero. Gran parte de su doctrina sobre la oración quedó plasmada en innumerables escritos de sus meditaciones y ejercicios espirituales. Aferrada a la ortodoxia católica nos dejó un cúmulo de escritos que hoy pueden guiar nuestras meditaciones y nos ofrecen pistas para la oración personal y comunitaria. 
Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento experimentó en su oración gracias extraordinarias desde su juventud, regalos que descendiendo de lo alto hicieron que se acrecentaran en ella grandes ideales de seguir a Cristo, “el esposo de Sangre” como ella lo llamaba. Ni un segundo se separaba de su Madre Santísima del Cielo, “la Dulce Morenita del Tepeyac” a quien siempre sintió a su lado, siendo típivo escucharle decir: "¡Vamos María!". La Virgen le había hecho una promesa que nunca olvidará: "Si entra en los designios de de Dios servirse de ti para las obras de apostolado, me comprometo a poner en tus labios la palabra persuasiva que ablande los corazones... y en estos la gracia santificante y la perseverancia final". 
La acompañaron a veces tiempos de aridez y noches oscuras, pero ella avanzó siempre por la vida con esa seguridad de los santos. “Dios lo quiere así”. Llegó a grandes alturas en su total confianza en Dios buscando los intereses del Sagrado Corazón. “Yo me ocuparé de tus intereses y Tú te ocuparás de los míos” decía en un sencillo diálogo al Señor en la oración. Teresita del Niño Jesús se convirtió para ella en su “santita predilecta” que la llevó por un caminito sencillo hasta las alturas del cielo, ella la ayudó a que la fe, la esperanza y la caridad se hicieran instintivas en su vida por obra del Espíritu Santo. El itinerario de su vida estuvo constantemente inspirado, en la oración, por la fe. “Si todo se acaba, volveremos a empezar”.
Pobreza, castidad y obediencia marcaron su vida religiosa en una vida sencillamente ordinaria. A simple vista no había que decir mucho de ella, no se notaba nada especial, a pesar de que día a día practicó la confianza ciega en Jesús y vivió de amor y con amor todas las circunstancias de la vida, de modo tan natural como heroico. Siempre con una sonrisa que hablaba de amor, una sonrisa discreta que contagiaba y hacía pensar en Dios, fuente de vida y alegría.
Viajó en las condiciones más austeras, en barcos de carga o camiones de segunda, y fundó en lugares inhóspitos en aquellos años, como Indonesia o las tierras de África, eso la hacía feliz: “Que todos te conozcan y te amen es la única recompensa que quiero”. Quiso vivir en Roma hasta su muerte, porque allí estaba en el corazón de la Iglesia junto al dulce Cristo de la Tierra, como llamaba al Santo Padre. Desde allí era un fuego universal que incendiaba al mundo en todas direcciones.
Creo que nunca termino de hablar de «Nuestra Madre» y no estoy seguro de conocerla bien, pero desde hace años, la he tratado muy de cerca. Más que hablar de conocer a nuestra fundadora en su persona, ya que sólo la traté en dos ocasiones, puedo hablar de conocerla a través de sus escritos, esa rica doctrina espiritual que como herencia nos ha dejado a las Misioneras Clarisas, a los Vanclaristas y a los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal. Hay mucho más que descubrir y conocer de esta maravillosa mujer, que ya pronto será beatificada.
Entre los desafíos de la misión contemporánea encontramos en ella a una santa moderna. Me he preguntado muchas veces que haría hoy, si viviera, de cara a la nueva evangelización y la misión en el tercer milenio. ¿Qué haría ella para hablar de Cristo al mundo de hoy y para suscitar la conversión? En realidad no se bien como trabajaría, qué métodos utilizaría y como le haría, pero sí se que no se quedaría tranquila y complacida con poco. Rezaría mucho, seguiría ofreciendo sus sacrificios ocultos y esos gestos de amor a Dios y a María en ofrecimientos especiales como víctima del amor misericordioso. Ella encontraría las maneras que la santidad y la pasión misionera suelen inventar para conquistar el mundo para Cristo. Su celo misionero persistente y atrevido, la universalidad de su misericordia, la grandeza y sencillez de su oración nos seguirían hablando al corazón.
Estoy convencido, con el pasar de los años y luego de conocerla cada día más, que tenemos por fundadora, a una de las personas más contemplativas y a la vez, a una de las personas más activas que hayan existido. No sé luego de leer todo esto que he compartido, que dirían ustedes.

Video con fotografías de Madre Inés

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Día de muertos...

El día 2 de noviembre, por una tradición ancestral recordamos y rezamos de una manera especial por nuestros familiares y amigos difuntos y en general por todos los fieles difuntos. Es algo que hacemos con fe y con confianza, porque sabemos que Dios nos ama y nos llena siempre de su amor. Por esto en este día nos acercamos al Dios de la vida y le pedimos, con el corazón lleno de paz, que tenga con Él para siempre a nuestros familiares y amigos que han muerto, y también a todos los difuntos, conocidos y desconocidos, hombres y mujeres de cualquier lugar del mundo, y, como misioneros que somos, encomendamos especialmente a quienes no tienen quién ore por su eterno descanso.

Este recuerdo y esta oración, la hacemos de manera especialísima en la celebración de la Eucaristía de este día, para lo cual la liturgia nos propone diversos formularios a seguir. Sabemos que al celebrar la santa Misa por los difuntos, Jesús se hace presente en medio nuestro con su palabra y con su Cuerpo y su Sangre, que son alimento de vida eterna y nos unimos a Él renovando nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección.

Todos sabemos el día que nacimos, pero no sabemos el día que moriremos. Algunas personas mueren jóvenes, otras ya tienen edad avanzada, pero todos tenemos el deseo de vivir para siempre, y este deseo, Dios lo ha puesto en nuestro corazón. Y cuando el corazón de una persona deja de latir, parece el fin de aquel que ha muerto, parece que la persona está condenada a la destrucción total, pero, nuestra fe en Jesucristo nos dice que la vida de la persona no acaba con la muerte, sino que está destinada a vivir eternamente en la presencia del Señor. Recordamos aquellas palabras de Jesucristo: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn11,25-26). Y aquellas otras en las que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn14,6).

A lo largo de nuestro camino en este mundo, la reflexión de la fe va iluminando nuestra mente y nuestro corazón y vamos encontrando la serenidad que dan la esperanza y la certeza del amor incondicional de Dios, que no nos fallará. Jesús resucitado es la garantía de que la muerte nos abrirá las puertas de la vida eterna con Dios para verlo cara a cara. Será el momento del encuentro definitivo con la familia en la casa del Padre, donde viviremos plenamente la comunión de los santos. Sabemos que nuestro Padre Dios nos recibirá con los brazos abiertos y aunque, como el hijo pródigo, lleguemos a la casa con los vestidos casi desgarrados o sucios, si nosotros aceptamos su abrazo, su amor nos revestirá de la túnica de fiesta de la gracia y entraremos a su casa, que también es la nuestra.

Creo que si hablamos con sinceridad, todos experimentamos cierto miedo a la muerte, unos menos, otros más. Jesucristo también tuvo miedo y se mostró nervioso en Getsemaní pidiendo que el Padre apartara «ese cáliz» de su existencia. Cristo había recorrido los caminos de Palestina haciendo el bien, curando enfermos, resucitando a los muertos y poniendo la vida en el corazón y en el cuerpo de todas las personas sin distinción alguna. Pero ahora, delante de la muerte, sintió la necesidad de estar solo y a la vez de estar con los más íntimos.

San Lucas nos narra que Jesús se fue al Monte de los Olivos seguido por sus discípulos. Nos dice que estando en un lugar apartado se levantó y les dijo: “Oren para que no caigan en la tentación”. Y él, apartado a una distancia de un tiro de piedra, se puso de hinojos y oró diciendo: “Padre, si quieres aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,39-42).

En la Misa, uno de los prefacios de difuntos (el segundo) nos dice que Él, uno solo, murió para que no muriéramos todos nosotros. Él solo se dignó sufrir la muerte, para que todos viviéramos en Dios eternamente. Otro, (el primero) dice que en Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección y así, aunque la certeza de morir nos entristece nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.

San Pablo, nos indica que el tiempo que pasamos en este mundo es corto y que este mundo pasa (cf. 1 Cor 7,29-32), y nos invita a vivir sin preocupaciones y congojas innecesarias. Madre María Inés Teresa dice que “el tiempo es cortísimo comparado con la eternidad ¿qué son 100 años?” y además nos dice algo que todos sabemos y que conviene meditar el día de hoy: “no sabemos los años que tendremos de vida, no sabemos cuándo nos sorprenderá la muerte” (ver Cartas Colectivas, f. 3423).

“El tiempo es corto; ¿qué quisiéramos haber hecho cuando nos llegue la muerte?” (Carta 3303) “¡Ánimo para luchar, para trabajar por él, para vencer aún en medio de las dificultades!“ (ib.)
San Pablo nos recuerda que la vida corre rápidamente hacia su fin, y que el gran negocio y diseño de ella es prepararse para morir. Debemos hacer los planes de la vida teniendo presente siempre que el tiempo es corto. Ninguna relación de la vida debe detenernos o impedirnos en el desarrollo de nuestra vida espiritual. San Pedro apunta: "Mas el fin de todas las cosas se acerca; estén, pues, sobrios, y velen en oración" (1 Ped 4,7)

Ciertamente que, con la llegada de la muerte, todos los vínculos o lazos de la vida terrenal, que son muy frágiles, serán disueltos. Abraham hizo duelo por Sara y la lloró (Gén 23,2); Raquel lloró a sus hijos (Mat 2,18). Es del todo normal y natural llorar cuando perdemos algún ser querido, pero es necesario que nuestra relación con Cristo sea siempre superior a los lazos familiares (Mat 10,37; Lc 14,26). Debemos ser fieles al Señor si tenemos familia de sangre o si no tenemos familia. El creyente con familia debe ser tan fiel al Señor como el que no tiene una familia. Sabemos que la relación matrimonial no sobrevive a la muerte; no existirá en el cielo. (Mat 22,30). El hogar es divino, pero no es eterno. Los lazos con Cristo sí que son eternos; por lo tanto, nuestra primera lealtad en la vida es con Cristo y de allí brota la fidelidad con lo que somos y con lo que hacemos.

Esto significa que los eventos pasajeros de esta vida no afectan al creyente como afectan a los no creyentes (1 Tes 4,13). Este mundo es, como decimos en la oración: «un valle de lágrimas», pero el cristiano no es vencido por las pruebas de esta vida.

David, cuando murió su hijito dice: "Yo voy a él, mas él no volverá a mí". (2 Sam 12,23). Y la Biblia nos dice que David dejó de llorar. No debemos abandonar a Dios por causa de la tristeza, pero muchos lo hacen y se quedan instalados en ese dolor sin superarlo. Durante las tormentas y calamidades de la vida, la fe en Hijo de Dios calma nuestro espíritu agitado y produce una sonrisa aunque haya lágrimas de dolor en el interior. El hombre y la mujer de fe son controlados por su fe y no por su tristeza. El cristiano debe practicar el dominio propio en el tiempo de tristeza, recordando que las experiencias amargas de la vida son pasajeras. De otro modo la tristeza puede desanimar y debilitar el alma y dejarle siempre triste. Tanto el exceso de alegría como el exceso de tristeza perjudican la vida espiritual. Para algunos la vida es un valle de lágrimas; para otros es una montaña de alegría, fiesta y diversión. En los dos ambientes el alma sufre si se va a los extremos. 

El cristiano es una persona feliz; por eso, le convienen la sonrisa y la risa. Pero el alegrarse no es su propósito en este mundo, sino el servir a Dios y a sus semejantes. En esto halla su gozo. Por lo tanto, el cristiano siempre vive como si no se alegrase; es decir, sigue fiel y activo en las cosas de Dios. Si hay tristeza, bien. Si hay alegría, bien. Pero de todas maneras, sigue fiel al Señor. No es desviado de este servicio por la tristeza ni tampoco por la alegría. Somos viajeros. Somos peregrinos y extranjeros (1 Pe 1,17; 2,11). Nuestro peregrinaje nos lleva a través de este mundo, pero no somos ciudadanos permanentes porque no puede el mundo ser nuestro hogar: ¡El cielo nos espera!

Alfredo Delgado, M.C.I.U.