El tema de las «RELIQUIAS» constituye un punto de espanto para nuestros hermanos «esperados», —como llamo yo a los «hermanos separados»—. Me gusta más el término «hermanos esperados», porque generalmente es gente que se ha ido de la Iglesia y los estamos esperando de regreso a casa.
Desde la época de los mártires —por cierto todos ellos católicos porque no había nacido otra Iglesia en aquella época— la Iglesia le ha dado reverencia especial a esos cuerpos que sirvieron en su momento de testimonio de fidelidad a Jesús y su Evangelio, más tarde esta reverencia se le dio también a los cuerpos de los Santos que en su momento fueron ungidos en el Bautismo como morada del Espíritu Santo y que actualmente alaban al Cordero delante del Trono de Dios.
Las catacumbas, en aquellos tiempos, eran cementerios bajo tierra en donde eran enterrados los cristianos. En ese lugar se sentían más protegidos para celebrar la Eucaristía y también allí guardaban, celosamente, para la veneración de los fieles las reliquias de aquellos que habían sido martirizados. Asi es como fueron surgiendo las "Reliquias" que existen en algunas de nuestras Iglesias y que a las que muchos fieles atribuyen sanaciones milagrosas, lo mismo que la veneración a objetos que tocaron el cuerpo de los santos o han sido tocados a sus restos mortales.
La palabra reliquia viene de la palabra «restos»; la reliquia de un santo o beato son los restos del cuerpo o de una vestimenta de quien fuera un «santo», es decir, alguien que vivió en serio el Evangelio y se jugó la vida de manera heroica, por el Señor. También se consideran reliquias los fragmentos de tela tocados a los restos mortales del santo, beato, venerable o siervo de Dios.
Nuestros hermanos protestantes «esperados» se asustan con esto, quizá olvidándose de que aún en la traducción de la Biblia, como la Reina Valera tan utilizada por ellos, se encuentra el pasaje del segundo libro de los Reyes capítulo 13 versículo 21 que dice así: «Y aconteció que al sepultar unos a un hombre, súbitamente vieron una banda armada y arrojaron el cadáver en el sepulcro de Eliseo; y cuando llego a tocar el muerto los huesos de Eliseo revivió y se levantó por sus pies».
Pues bien, ¿qué les parece? es Eliseo, ese personaje tan conocido del Antiguo Testamento quien nos sirve para autenticar las reliquias de los santos. Habrá entonces qué preguntarnos si se podrá acusar a un profeta con el espíritu del Profeta Elías de idólatra.
La Biblia nos dice que los huesos de Eliseo no solo sanaron, sino revivieron a un muerto. Este es, a grandes rasgos, el antecedente y la justificación Bíblica de las reliquias que tenemos de los santos, que si bien los huesos de Eliseo no estaban expuestos a la veneración, nadie puede, después de haber leído el pasaje, puede negar que tenían la virtud de sanar. Para el hombre y la mujer de fe, las reliquias expresan la santidad a la medida humana: lo concreto, lo físico, lo tangible, lo que podemos tener como un recuerdo que nos aliente a buscar también nosotros la santidad.
Hay otras partes de la Sagrada Escritura que hacen referencia a las reliquias, especialmente en los términos de sanación. Algunos de estos sucesos se encuentran narrados en Mt 9,20-22; Hch 5,15; y Hch 19,11-12.
Las reliquias se dividen en varios tipos. Están en primer lugar las de «primera clase» o también llamadas de primer grado, que son «el cuerpo o los fragmentos del cuerpo de un santo, como carne, cabello, sangre, uñas, cenizas o un hueso». En segundo lugar están las reliquias de «segunda clase» o segundo grado, que son algo que le perteneció a la persona como ropa, un rosario, un libro —o los fragmentos de esos objetos—. Finalmente tenemos las reliquias de «tercera clase» o tercer grado, que son objetos que han sido tocados a una reliquia de primera clase o al sepulcro de la persona.
Debe quedar muy claro que las reliquias no son mágicas. Éstas no contienen un poder propio, un poder separado de Dios sino que el Señor las utiliza como un medio para hacer sus milagros porque quiere dirigir nuestra atención a los santos como «modelos e intercesores».
En cuanto a la forma en la que deben ser conservadas, se puede decir que el mayor honor que puede concederle la Iglesia a una reliquia es colocarla dentro de un altar, donde se pueda celebrar la Misa o colocarla en un lugar especial para la veneración de los fieles. Durante los primeros siglos de la Iglesia era tradición construir un templo sobre la tumba de un santo, como es el caso de las basílicas de San Pedro y la de San Pablo de Extramuros, en Roma, donde la tumba de cada santo está debajo del altar.
De esta manera vemos que la práctica de tener las reliquias en un lugar especial data desde los primeros siglos de la Iglesia. De hecho, los sepulcros de los mártires eran los altares más valiosos para la liturgia. Otra alternativa más actual es colocarlas en un nicho devocional donde la gente pueda venerarlas. Tales santuarios son importantes porque proporcionan a la gente una experiencia más profunda de la intimidad con el santo o beato.
La Iglesia no prohíbe que los laicos posean reliquias. Todo laico puede tenerlas en su casa. Sin embargo, debido a los numerosos abusos perpetrados contra las reliquias —como la venta o el descuido—, la Iglesia ya no entrega reliquias de primer grado a los individuos, ni siquiera al clero si no es para la veneración pública en algún templo.
En las ceremonias de beatificación y canonización siempre se presenta una reliquia de primer grado del beato o del santo. Tras la beatificación, la Iglesia Católica solo permite la devoción local. Es decir, la devoción en los países en donde el beato vivió o desarrolló su obra o apostolado. Luego de la canonización, la Iglesia ya permite una devoción universal.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.