A veces no vemos lo evidente de la presencia de Dios que viene a nuestro encuentro porque nos ciega nuestro pesimismo, no encontramos los lentes que llevamos puestos en la fe que recibimos desde nuestro bautismo. En Adviento, ante el consumismo exagerado al que el ambiente nos invita, mucha gente se queja de que no le alcanza para un buen regalo, de que no va a cenar en Navidad algo espectacular, de que no va a poder pedir vacaciones y ve los colores de la vida de otra forma, cuando este tiempo nos debe llenar de esperanza a todos. Y parece ser que no solamente nos cegamos, sino que también nos volvemos sordos ante la voz de Dios y confiamos más bien en lo que no deberíamos, porque también tenemos cerrados los oídos y desconfiamos de que Jesús pueda venir a devolvernos la vista con los ojos de la fe y el oído con las orejas de la esperanza.
Adviento es un tiempo para levantar la mirada, para abrir los oídos, para ensanchar el corazón y dejar atrás los prejuicios que nos impiden confiar no solamente en los demás, sino incluso en nosotros mismos y sobre todo en Dios que no nos desampara y que viene a salvarnos de todo lo que causa nuestra ceguera y nuestra sordera. El viene con el colirio de la esperanza porque los desánimos, las fragilidades, las decepciones, las caídas y los momentos en los que uno parece rendirse a la hora del trabajo espiritual, apostólico y familiar no tienen otra fuente más que la falta de esperanza y la necesitamos recobrar. Pidamos a María que nos ayude a disponer el corazón para que en estos días la esperanza sea la virtud central y podamos repetir lo que dice el salmo 26: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién podrá hacerme temblar?». ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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