martes, 29 de julio de 2014

«EL SACERDOTE RELIGIOSO»... Un signo peculiar de Cristo Misionero del Padre

La Iglesia es misionera por naturaleza, esta es su identidad más profunda porque la Iglesia existe para ello, para que todos conozcan y amen a Dios. La misión forma parte de la esencia misma  de la vida cristiana y de todos los que formamos parte de ella, porque fimos llamados para estar con Cristo y para ser enviados por Él a predicar. Cuando se habla del seguimiento de Jesús, se pone siempre de relieve el estilo de seguimiento que tuvieron los Apóstoles. Ellos fueron llamados por Cristo para estar con él y a testimoniar y anunciar el Reino de Dios ( Mc 3,13-14). 

Siempre he tenido claro que la vida consagrada es, por su misma naturaleza, una vida contemplativa y apostólica. “Toda comunidad religiosa, incluso la específicamente contemplativa no se repliega sobre sí misma, sino que se hace anuncio, “diakonía” y testimonio profético. El Resucitado que vive en ella, comunicándole su Espíritu, la hace testigo de la resurrección” (Vida Fraterna en Comunidad no. 58). El documento "Perfectae Caritatis" del Concilio Vaticano II vino a poner en claro esa relación con Dios de los religiosos con el servicio apostólico que deben vivir cuando afirma: “los miembros de cualquier instituto, buscando ante todo y únicamente a Dios, es menester que junten la contemplación, por la que se unen a Dios de mente y corazón, con el amor apostólico, por el que se esfuerzan en asociarse a la obra de la redención y a la dilatación del reino de Dios” (Perfectae Caritatis no. 5). Así, todo consagrado, como todo miembro de la Iglesia, es un discípulo-misionero.

Entre los religiosos, hay algunos que han sido llamados por el Señor a ser sacerdotes, es decir, sin dejar de ser miembros del propio instituto religioso, reciben la ordenación sacerdotal. Es decir, un sacerdote religioso es un hombre que ha hecho votos de obediencia, pobreza y castidad y vive en comunidad con otros religiosos de su instituto, en una casa que puede llamarse de diversas maneras: convento, monasterio, fraternidad, etc. Esta comunidad es para él fuente de oración, apoyo, y reto para vivir el Evangelio. En ella se enfatizan la comunión de ideales, la oración compartida y el compromiso con Dios. Aquí es muy importante hacer una aclaración fundamental: No todos los religiosos son sacerdotes ni todos los sacerdotes son religiosos. Por eso no es raro encontrar en una misma comunidad religiosos sacerdotes y religiosos no sacerdotes. En este artículo me ocuparé de hablar del sacerdote religioso.

Todo sacerdote religioso debe tener claro que la misión es parte integrante de su vida. Su consagración, por medio de la profesión religiosa de los votos  —un modo concreto de seguir a Jesús— le exige estar —como Cristo— en estado constante de misión en el mundo. Por tanto, la misión es parte fundamental de la vida de todo sacerdote religioso.  “En su llamada está incluida por tanto la tarea de dedicarse totalmente a la misión; más aún, la misma vida consagrada, bajo la acción del Espíritu Santo, que es la fuente de toda vocación y de todo carisma, se hace misión, como ha sido la vida entera de Jesús” (Vida Consagrada no. 72). En el orden de la perfección moral la vida religiosa es la más alta vocación a la que uno puede ser llamado. Pues el hombre es libre y lo es para tender hacia su Creador, no para elegir entre muchas cosas buenas. Por eso al obligarse libremente bajo voto público a darse totalmente (en todas sus potencias y operaciones) a Dios, es allí donde alcanza la mayor libertad posible; y, por lo tanto, la mayor perfección como hombre. Así, el sacerdocio ministerial, unido a la consagración religiosa es testimonio, anuncio e interpelación desde Cristo Sacerdote y Víctima. 

En la vivencia del sacerdocio ministerial, el religioso que ha recibido este sacramento debe testimoniar los valores del evangelio de las bienaventuranzas; anunciar y proclamar el proyecto de Dios e interpelar al mundo que no conoce y no ama del todo a Dios. En cuanto a la perfección ontológica, lo sabemos, el ser creado más cercano a Dios y más alto es el sacerdote de Cristo. Es el ser creado más divino. Esto es pues el carácter sacerdotal, algo que produce un cambio ontológico, aunque funcione a modo de accidente: sin hacer que deje de ser hombre, Dios constituye al ordenado en alter Christi. Y por eso su obrar es también el más alto: actúa in Persona Christi. El sacerdote religioso comparte su espiritualidad con los fieles mediante la celebración de los sacramentos, del contacto personal y de las maneras específicas de evangelización que distinguen a su instituto, como en mi caso, la espiritualidad de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento. Es pues natural que las parroquias y otros ministerios, atendidos por religiosos tiendan a reflejar su espiritualidad, sin que esto vaya en detrimento o menoscabo de la libertad de cada fiel para vivir la particular espiritualidad a la que se siente llamado siempre y cuando ésta cuente con la aprobación de la Iglesia.

La misión es parte del ser de la vida consagrada y sacerdotal, porque la vida sacerdotal no es una actividad que se añada a la vocación de religioso, ni "la consagración religiosa algo sobrepuesto ni un complemento del sacerdocio, sino más bien un acto que expresa la voluntad de tomar, con mayor compromiso, las exigencias mismas de la ordenación y por tanto, una exigencia nueva a desarrollar en el Misionero de Cristo, la gracia sacramental". (Estatutos M.C.I.U. no. 25). En el sacerdote religioso se unen la mayor dignidad en el ser y la capacidad de obrar, con la mayor vocación de entrega a Dios en la misión.

En la constitución sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, se habla de la vida religiosa como un don del Espíritu a la Iglesia y no se define como un estado intermedio “entre el de los clérigos y el de los laicos, sino que, de uno y otro, algunos cristianos son llamados por Dios para poseer un don particular en la vida de la iglesia y para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo” (LG 43). Los votos de castidad, pobreza y obediencia impulsan siempre al sacerdote religioso a vivir, en el ministerio sacerdotal y la caridad pastoral, el amor al estilo de Cristo, lo unen con la Iglesia Esposa y su misterio y le hacen signo, entre otros (porque todos en la Iglesia somos "signo") para quienes le rodean. Bien decía la beata María Inés Teresa: “La vida del Sacerdote se pasa haciendo el bien a ejemplo de su buen Maestro; por eso en su última  hora, cuando tengamos que dejar todas las ri­quezas y bienes perecederos de esta vida, oirá de labios del Señor estas consoladoras palabras: «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor»”.

Siempre se nos ha enseñado que la vida consagrada “imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que propuso a los discípulos que le seguían. Al comprometerse con este género de vida, como sacerdote, el religioso manifiesta los bienes celestiales ya presentes en este mundo; se hace testigo de la vida nueva y eterna conquistada por Cristo y prefigura la futura resurrección; proclama de modo especial la primacía del reino de Dios y muestra la fuerza de Cristo que realiza su obra en la Iglesia hecha de personas humanas. En el pueblo de Dios la vida consagrada se hace servicio para la llegada del Reino que tiene lugar en un mundo concreto . 

El primer testimonio evangelizador que puede ofrecer un sacerdote religioso es el de una experiencia de Dios. Sin ella no se entiende su papel carismático y profético en la Iglesia como sacerdote religioso. Ese testimonio anunciará el reino si está enraizado en la experiencia del Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Dios de las bienaventuranzas, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos (Mt 5,45); que ama a los ingratos y malos (Lc 6,35). El Padre cuyos  caminos no son nuestros caminos (cf. Is 55,8-9), que nos quiere transformar en hijos suyos y hermanos de los demás y que hace colaborar todo para nuestro bien (cf. Rm 8,28). Ese Dios que continúa revelándose en la realidad en la que está presente. Cuyo rostro aparece también en las situaciones de conflicto, en los problemas sociales, en los desafíos del mundo, en los signos de los tiempos y de los lugares. Con la vivencia de sus votos, junto al ministerio sacerdotal, el sacerdote religioso hace a Cristo presente hacia dentro y hacia afuera de su comunidad religiosa.

Con la castidad consagrada al servicio del reino anuncia la alianza liberadora de Dios con el hombre y su llamado a la fraternidad y denuncia todo lo que separa de ella y se opone a la solidaridad universal deformando el sentido y las exigencias del auténtico amor. En el sacerdote religioso el voto de castidad es un decir al Señor en una forma más espontánea: “hago voto de castidad porque soy claramente consciente de su valor positivo por el Reino de los Cielos que me lanza a una caridad siempre más universal” (Estatutos M.C.I.U. no. 29).

Con el voto de pobreza, el sacerdote religioso comparte los bienes y trabaja por la justicia, anuncia la función de los bienes materiales que es la de ser lugar de encuentro con Dios y los hermanos. Denuncia, al mismo tiempo el uso que de los bienes se hace para prestigio y poder en la sociedad. 

La obediencia religiosa, vivida en su dimensión de búsqueda comunitaria de la voluntad de Dios junto con quienes tienen el servicio de la autoridad, puede y debe aparecer en el sacerdote religioso como el anuncio del camino para resolver evangélicamente el problema que surge entre una libertad individualista y una autoridad totalitaria en las relaciones humanas. Comprometiéndose en la búsqueda fraterna de los caminos de Dios, el sacerdote religioso denuncia ese tipo de libertad y autoridad. 

De este modo los votos se sitúan proféticamente dentro del proyecto de Dios para su sacerdocio ministerial: el voto de castidad como concretización de la nueva fraternidad en Cristo en la vida comunitaria y como empeño en la lucha por la igualdad en las sociedades discriminatorias; el voto de pobreza como austeridad, solidaridad y libertad en el uso de los bienes y, al mismo tiempo, compromiso con la justicia en la sociedad y el voto de obediencia como testimonio de la necesidad de vivir como hijos de Dios en el cumplimiento responsable de la propia vocación y misión y como trabajo por los derechos humanos y por la defensa de la dignidad del hombre. El sacerdote religioso, como los demás consagrados en el mundo, vive la castidad en cuanto implica de soledad y carencia de raíces familiares y afectivas propias y permanentes; vive la pobreza en sus exigencias de renuncia al prestigio y poder que dan los bienes materiales y de solidaridad con los pobres y marginados; y vive la obediencia en cuanto compromete a asumir la misión en situaciones especialmente difíciles y peligrosas.

Una característica muy particular del sacerdote religioso en el campo evangelizador ha sido siempre la de abrir caminos y de ser pioneros en el anuncio de la Buena Noticia. Los sacerdotes religiosos de muy diversos institutos, se han hecho presentes en situaciones difíciles y llenas de riesgo, abriendo caminos en el compromiso misionero y apostólico sin buscar nada a cambio. 

Los votos con los que se asumen los consejos evangélicos en su sacerdocio ministerial "por su misma estructura, permiten y exigen sal sacerdote religioso llevar a cabo la radicalidad del seguimiento hasta regiones y situaciones que no son las normales u ordinarias...  y hacen posible que el sacerdote religioso esté presente en el desierto, en la periferia y en la frontera... allí, a donde nadie quiere ir, allí donde de hecho no está nadie más, como ha sido el caso a lo largo de la historia en la presencia de los religiosos en hospitales, escuelas o modernamente en parroquias desatendidas, allí donde no hay poder, sino impotencia, allí donde hay que echar mano de toda clase de imaginación y creatividad cristiana; allí donde mayor pueda ser el riesgo; allí, donde se hace necesario el diálogo ecuménico e interreligioso hecho con respeto y sinceridad y buscando una colaboración en todo aquello que ayuda a conseguir mayor justicia y paz; allí donde más necesaria sea la actividad profética para sacudir la inercia en que se vaya petrificando la Iglesia en su totalidad o para denunciar con más energía el pecado personal y social. 

La encíclica Redemptoris Missio pone de relieve el hecho de que la Iglesia, en su actividad misionera encuentra diversas culturas y se ve comprometida en el proceso de inculturación, exigencia que ha marcado todo su camino histórico, en el que están presentes miles de sacerdotes religiosos que, aún lejos de sus comunidades de origen, han sembrado la semilla del Evangelio hasta los últimos rincones del mundo. Con ello, la Iglesia universal “se enriquece con expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana, como la evangelización, el culto, la teología, la caridad; conoce y expresa aún mejor el misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación” (Redemptoris Missio no. 52).

En vísperas de la celebración  Año de la vida consagrada, y a unos cuantos días de celebrar el XXV Aniversario de mi ordenación sacerdotal en mi amado instituto de Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal, reafirmo mi anhelo de permanecer fiel a este carisma que heredamos de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, nuestra Madre Fundadora y que he de vivir ante un mundo globalizado que presenta muchos desafíos.  

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

lunes, 7 de julio de 2014

La espiritualidad misionera del Vanclarista hoy...



Introducción.

Mientras Cristo vivió en la tierra, hizo muchas, muchísimas cosas que fueron «signo salvador» para una humanidad sedienta de amor. Entre esas cosas destaca la fundación de la Iglesia, de la cual todos los bautizados formamos parte. La obra de Cristo debía permanecer a través de los siglos y debía extenderse hasta los últimos confines de la tierra, por eso y para eso fundó la Iglesia. Esta Iglesia de Cristo, llamada a permanecer en la unidad, es la que «subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» (Vaticano II, Constituión Lumen Gentium 7). En la Iglesia, todos tenemos un compromiso que realizamos en una determinada vocación como consagrados: sacerdotes, religiosos, miembros de institutos seculares, o como laicos, ya sea casados o solteros. Pero hay una vocación que todos compartimos: el ser misioneros. La Iglesia es por naturaleza misionera y por lo tanto cada bautizado es un misionero.

Conscientes de esto, los Vanclaristas, como miembros de la Familia Misionera (Familia Inesiana) fundada por la beata María Inés Teresa, están llamados a conocer, profundizar y vivir una espiritualidad más específicamente misionera, porque deben descubrir y re-estrenar cada día, el hecho de que Dios los ha llamado de una más especial y comprometida a vivir el compromiso misionero que han adquirido como bautizados.

El Vanclarista es un misionero seglar.

Los seglares son la inmensa mayoría cristiana, y por lo tanto, son quienes deben estar siempre activos en la Iglesia. Cada seglar (o laico como también es llamado) es un profeta, un sacerdote y un rey. Un seglar en el mundo de hoy es el promotor más valioso de la vida de la Iglesia. Es un hombre o una mujer que, sin formar parte del clero o sin estar consagrado como hermano o como religiosa, impregna del olor de Cristo el orden temporal. Algunos seglares específicamente están inmiscuidos en la obra misionera de la Iglesia, colaborando directamente en la causa de las misiones. Este es el caso de todo Vanclarista. Todo miembro de Van-Clar (Vanguardias Clarisas) es un bautizado que, impregnado de su fe y viviendo para Cristo, lucha por ofrecer al mundo, en el lugar donde se encuentra, un testimonio de vida cristiana, misionando más que nada con su presencia, que incluso sin hablar, debe gritar al mundo que el Padre nos ama (Jn 16,27).

El compromiso misionero del Vanclarista.

El compromiso del Vanclarista, se concretiza en la relación con Dios y con los hermanos en medio de los deberes y ocupaciones del mundo en el que vive. El compromiso misionero del Vanclarista no tiene límites de tiempo o de lugar, está en la vida cotidiana en un compromiso que debe estar impregnado por una eiritulidad sólida arraigada en el centro de su vida, que debe ser Jesús Eucaristía. El Vanclarista, como misionero seglar, lleva impresa en el corazón la consigna de la beata María Inés Teresa Arias: “Comprar almas, muchas almas, infinitas almas”.

El Vanclarista se deja guiar por el Espíritu.

La espiritualidad misionera se expresa, ante todo, viviendo con una plena docilidad al Espíritu. El Vanclarista debe dejarse tranformar cada día por el Espíritu para ser más semejante a Cristo, hasta llegar a ser, como dice la beata María Inés: “una copia fiel de Jesús”. No se puede ser misionero ni dar testimonio de Cristo sin reflejar su imagen, que se hace viva en cada uno por la gracia y por la acción del Espíritu Santo. Dice la beata María Inés que para lograr eso hay que “ser alma de oración, pedirle mucho a Nuestro Señor acierto en la palabras, pura intención en todas las obras y el único deseo de glorificarle ayudando a las almas a salvarse mediante el conocimiento y el amor de Dios”. Si el Vanclarista busca en todo momento ser dócil al Espíritu Santo, podrá acoger los dones de su fortaleza y discernimiento necesarios para dar testimonio de vida cristiana en el lugar donde se encuentre. Hay que recordar cómo los apóstoles, por la acción del Espíritu Santo y unidos a María, se convirtieron en testigos valientes de Cristo en un mundo adverso como el del Vanclarista de hoy.

Vivir el misterio de Cristo como enviados.

La comunión íntima con Cristo, es una nota esencial de la espiritualidad misionera. No se puede comprender y vivir la misión si no hacemos referencia constante a Cristo, en cuanto enviados a evangelizar. El misionero, al igual que Cristo, debe pasar por el mundo haciendo el bien. El misionero recorre el mismo camino de Cristo y, como él, se hace todo para todos, consciente de que la misión tiene su punto de llegada al pie de la Cruz, pasando por Nazareth.

La beata María Inés Teresa dice que la vida sencilla del misionero es un “trasunto de la vida de Nazareth, vida misionera por la acción y el sacrificio”. Así, el Vanclraista comprende que, en su condición de misionero, pasa por el mundo como enviado y acompañado por Cristo que le dice: “No tengas miedo porque yo estoy contigo” (cf. Hch 18,9s). Cristo, que lo ha elegido para anunciar la Buena Nueva en la vida ordinaria en medio de las ocupaciones de este mundo, lo espera en el corazón de cada hombre que se hace su hermano.

Amar a la Iglesia y a toda la humanidad al estilo de Jesús.

Definitivamente la espiritualidad misionera se caracteriza por la caridad apostólica, que es la misma caridad de Cristo el Buen Pastor. Quien tiene espíritu misionero, siente el ardor de Cristo por las almas y ama a la Iglesia como Cristo. El misionero es el hombre y la mujer de la caridad sin fronteras, es el «hermano y amigo universal» que lleva consigo el espíritu de la Iglesia, su apertura y atención a todos los pueblos, a toda la humanidad, particularmente a los más pobres y alejados. El misionero supera las fronteras y las divisiones de raza, casta e ideología. Entonces el Vanclarista, que es misionero por excelencia, se convierte en signo del amor de Dios en el mundo y se hace amor sin exclusión ni preferencia como Cristo.

Se dice que Madre Inés no tuvo tiempo de teorizar, es que el misionero vive así, encaminándose presurosamente como María, a servir, a dar amor, porque es portador de Cristo y al igual que Él ama a la Iglesia y se entrega por ella consciente de que su compromiso. Madre Inés pasó así su vida en la tierra: “Quisiera manifestar a mi Dios mi sed de almas en un continuo abnegarme, en un continuo darme por amor”.

El verdadero misionero es el santo.

La llamada a la misión deriva de la llamada a la santidad. No se es santo por el mucho quehacer, por el mucho predicar sino por el mucho amar al estilo de María y de los santos. La santidad es una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. Entre más santo se es más misionero… basta ver a la beata María Inés, quien por cierto, vivió su condición de misionera de la mano de María, diciendo constantemente: ¡Vamos María!

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.