miércoles, 30 de abril de 2014

EL OBISPO, EL SACERDOTE Y EL DIÁCONO... ¡El gozo de servir!

Hace 25 años, en la parroquia del Espíritu Santo, de Monterrey, México, mi ciudad natal, y en esa misma parroquia en donde fui bautizado, recibí la gracia de ser ordenado diácono, en vías a convertirme luego en sacerdote para siempre por el don de la imposición de las manos. Esto se ha unido al gozo del 23 pasado, en que daba gracias a Dios por mi 25 aniversario de Profesión Perpetua como Misionero de Cristo para la Iglesia Universal.

El tiempo ha pasado, la verdad, muy de prisa y cuando menos pienso la vida corrió. He visto algunas fotografías de aquel día, he recordado algunos detalles y sobre todo, le he dado gracias al Señor pidiéndole que nunca desaparezca de mi plan de vida sacerdotal como religioso y misionero el gozo de servir.

Como sacerdote, como religioso y como misionero, he sido enviado siempre a anunciar la Palabra y a dispensar los sacramentos entre creyentes y no creyentes; en un lugar y en otro; a tiempo y a destiempo en el estilo que la beata María Inés marcó para mi vida y la de mis demás hermanos Misioneros de Cristo.

Todos los que hemos sido llamados por el Señor al Orden Sagrado, hemos sido llamados a servir. Me he puesto mucho a pensar cómo es que aquello que me marcó como servidor en el diaconado, no debe, por ningún  momento ni en ningún lugar, desaparecer de mi vida. Antes de ser ordenado sacerdote fui diácono y quedé marcado con el sello del Espíritu para ser servidor sin buscar recompensa alguna sino solamente la misma que mi beata fundadora deseó para ella y los miembros de la Familia Inesiana: "Qué todos te conozcan y te amen Jesús, es la única recompensa que quiero".

Quiero en esta ocasión, traer a la memoria algunas de las palabras que tocante al servicio en el ministerio sacerdotal destacó el otro día el Papa Francisco en una audiencia, y que creo me ayudan a vivir en este día mi gratitud por la Diakonia (servicio) en mi vida ministerial.

"El Orden –dice el Santo Padre–, está constituido por tres grados: episcopado, presbiterado y diaconado y es el sacramento que habilita para el ejercicio del ministerio, confiado por el Señor Jesús a los Apóstoles, de apacentar su rebaño, con el poder de su Espíritu y según su corazón. Apacentar el rebaño de Jesús no con el poder de la fuerza humana o con el propio poder, sino con el poder del Espíritu y según su corazón, el corazón de Jesús que es un corazón de amor. El sacerdote, el obispo, el diácono debe apacentar el rebaño del Señor con amor. Si no lo hace con amor no sirve. Y en ese sentido, los ministros que son elegidos y consagrados para este servicio prolongan en el tiempo la presencia de Jesús, si lo hacen con el poder del Espíritu Santo en nombre de Dios y con amor".

Ojalá que si se pudiera exponer la calidad de mi servicio en el amor en este día, luego de esos 25 que han pasado en la Diakonia, se pudiera ver esa caridad al estilo de Cristo, puesto que los llamados al sacramento del Orden, tenemos que ser los representantes de ese mismo Señor que sirvió a todos con alegría.

En esa audiencia, que fue el 26 de marzo pasado, el Papa Francisco dijo también: "Aquellos que son ordenados son puestos al frente de la comunidad. Están «al frente» sí, pero para Jesús significa poner la propia autoridad al servicio, como Él mismo demostró y enseñó a los discípulos con estas palabras: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros; el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 25-28 / Mc 10, 42-45). Un obispo que no está al servicio de la comunidad no hace bien; un sacerdote, un presbítero que no está al servicio de su comunidad no hace bien, se equivoca".

Estoy en mi «Año Jubilar», el próximo 4 de agosto llegaré, si Dios permite, a mis primeros 25 años como sacerdote y el Papa decía ese día: "Una característica que deriva siempre de la unión sacramental con Cristo en el sacramento del Orden, es el amor apasionado por la Iglesia... Cristo «amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (5, 25-27). En virtud del Orden el ministro se entrega por entero a la propia comunidad y la ama con todo el corazón: es su familia. El obispo, el sacerdote aman a la Iglesia en la propia comunidad, la aman fuertemente. ¿Cómo? Como Cristo ama a la Iglesia... Es un misterio grande de amor: el ministerio sacerdotal... camino por el cual las personas van habitualmente al Señor".

Hoy quiero re-estrenar mi anhelo de servir. El Papa nos recordaba cómo el apóstol Pablo recomienda al discípulo Timoteo que no descuide, que reavive siempre el don que está en él. El don que le fue dado por la imposición de las manos (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6). El Santo Padre dijo: "Cuando no se alimenta el ministerio, el ministerio del obispo, el ministerio del sacerdote, con la oración, con la escucha de la Palabra de Dios y con la celebración cotidiana de la Eucaristía, y también con una frecuentación al Sacramento de la Penitencia, se termina inevitablemente por perder de vista el sentido auténtico del propio servicio y la alegría que deriva de una profunda comunión con Jesús. El obispo que no reza, el obispo que no escucha la Palabra de Dios, que no celebra todos los días, que no se confiesa regularmente, y el sacerdote mismo que no hace estas cosas, a la larga pierde la unión con Jesús y se convierte en una mediocridad que no hace bien a la Iglesia. Por ello debemos ayudar a los obispos y a los sacerdotes a rezar, a escuchar la Palabra de Dios, que es el alimento cotidiano, a celebrar cada día la Eucaristía y a confesarse habitualmente. Esto es muy importante porque concierne precisamente a la santificación de los obispos y los sacerdotes".

Gracias a todos los que por estos largos años me han acompañado con la oración, con el sacrificio, con la ayuda en todo sentido... ¡Si me pusiera a escribir los nombres de muchos que ya han sido llamados a la Casa del Padre y de tantos que continúan a mi lado, no terminaría! Dios ha sido tan bueno conmigo que no me ha dejado nunca y me ha sostenido en la oración, en la escucha de la Palabra, en los momentos de adoración y meditación, en cada día de retiro, en Ejercicios Espirituales, en la serenidad de repasar las cuentas del Santo Rosario y en el gozo de celebrar la Eucaristía siempre como si fuera la única vez que pudiera hacerlo.

Como religioso Misionero de Cristo, soy un sacerdote que no puede tener fronteras en su corazón. El camino al que he sido llamado y que libremente he elegido está bastante más que claro y cobijado por Santa María de Guadalupe como Patrona Principal de los Misioneros de Cristo. Con mi ministerio de servicio en el Señor quiero seguir colaborando a hacer el mundo cada día más humano, para luego hacerlo cada momento más divino. Quiero, siguiendo el anhelo de la beata María Inés Teresa, que todos conozcan y amen al Señor.

El Papa Francisco terminó aquella audiencia con unas preguntas y una invitación vocacional. Así quiero yo también que mi «Sí» se convierta en una pregunta y una invitación: "¿Cómo se debe hacer para llegar a ser sacerdote? ¿Dónde se venden las entradas al sacerdocio? No. No se venden –dice el Santo Padre–. Es una iniciativa que toma el Señor. El Señor llama. Llama a cada uno de los que Él quiere que lleguen a ser sacerdotes. Tal vez aquí hay algunos jóvenes que han sentido en su corazón esta llamada, el deseo de llegar a ser sacerdotes, las ganas de servir a los demás en las cosas que vienen de Dios, las ganas de estar toda la vida al servicio para catequizar, bautizar, perdonar, celebrar la Eucaristía, atender a los enfermos… y toda la vida así. Si alguno de ustedes ha sentido esto en el corazón es Jesús quien lo ha puesto allí. Cuiden esta invitación y recen para que crezca y dé fruto en toda la Iglesia.

viernes, 25 de abril de 2014

«CREO QUE ESTE ES EL TIEMPO DE LA MISERICORDIA»... La Fiesta de la Divina Misericordia y la canonización de dos Papas



“CREO QUE ESTE
ES EL TIEMPO
DE LA
MISERICORDIA”

Francisco.

En el año de 1980 el Papa Juan Pablo II  terminó de escribir su segunda encíclica[1], fechada el 30 de noviembre de 1980 y titulada "Dives in misericordia", un bellísimo escrito con el tema central de "La Misericordia Divina".

El santo Papa, anotaba al inicio el objetivo de la misma: “Una exigencia de no menor importancia, en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo, el rostro del Padre, que es «misericordioso y Dios de todo consuelo»; Dios, es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo”.

Este tema de la Divina Misericordia, como bien lo sabemos, está presente durante toda la vida del cristiano, en las penas y en las alegrías, en los logros y los sinsabores de nuestra existencia. Es fácil darse cuenta de que la elección del II Domingo de Pascua, que concluye la octava de la Resurrección del Señor, indica la estrecha relación que existe entre el misterio pascual de la Salvación y la fiesta de la Misericordia. La Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo son, en efecto, la más grande manifestación de la Divina Misericordia de Dios Padre hacia los hombres, especialmente hacia los pecadores. Esta relación está subrayada por la novena que precede a la fiesta, que se inicia precisamente el Viernes Santo, cuando Cristo, respondiendo y a la vez prolongando la misericordia del Padre, se entrega por nuestra salvación. La novena termina el sábado previo al II Domingo de Pascua que es el día domingo de la Divina Misericordia.

Nuestro Señor Jesucristo habló por primera vez a Santa Faustina de instituir esta fiesta, el 22 de febrero de 1931 en Plock, el mismo día en que le pidió que pintara su imagen y le dijo: "Yo deseo que haya una Fiesta de la Divina Misericordia. Quiero —le dijo nuestro Señor— que esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer Domingo después de la Pascua de Resurrección; ese Domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia".

Durante los años posteriores, Jesús le repitió a Faustina este deseo en catorce ocasiones, definiendo precisamente la ubicación de esta fiesta en el calendario litúrgico de la Iglesia, el motivo y el objetivo de instituirla, el modo de prepararla y celebrarla, así como las gracias a ella vinculada.

Algunos santos y beatos, secundaron aquellos anhelos, entre ellos la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, quien llegó a decir que sor Faustina sería canonizada y se atrevió, en aquellos años, a escribir al Papa en turno para suplicarle que se estableciera una fiesta dedicada al Padre Misericordioso, porque ese era un deseo que venía del mismo Dios.

Pasaron muchos años y, sabiendo que no se puede comprender a san Juan Pablo II sin comprender lo que significa este tema de la Divina Misericordia, llegamos al día de la canonización de santa Faustina, nombrada "Apóstol de la Divina Misericordia", el 30 de abril de aquel jubileo del año 2000. El Papa, luego de la homilía, anunció el gran regalo que llenó de alegría al mundo entero: «En todo el mundo, el segundo Domingo de Pascua recibirá el nombre de "Domingo de la Divina Misericordia". Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros», dijo el Santo Padre aquel día ante la multitud que estallaba de aplausos.

Así, Juan Pablo II instituyó oficialmente esta Fiesta de la Divina Misericordia a celebrarse todos los años en esa misma fecha, domingo siguiente a la Pascua de Resurrección. Con la institución de esta Fiesta, san Juan Pablo II concluyó la tarea asignada por Nuestro Señor Jesús a Santa Faustina en Polonia, 69 años atrás, cuando en febrero de 1931 le dijo: "Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia".

En su resurrección, el Hijo de Dios ha experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre Misericordioso que es más fuerte que la muerte y más fuerte que el pecado.

En esta fiesta de la Divina Misericordia, al igual que en el magisterio de Juan Pablo II, ocupa un lugar preponderante la Santísima Virgen María, que es quien conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina, y por eso se le llama “Madre de misericordia”, “Virgen misericordiosa” o “Madre de la divina misericordia”.

La Iglesia, que camina cobijada por el manto de María como Madre del verdadero Dios por quien se vive, tiene el derecho y el deber de recurrir a la misericordia de Dios, implorándola frente a todos los fenómenos del mal físico y moral, ante todas las amenazas que pesan sobre el entero horizonte de la vida de la humanidad contemporánea.

El Papa Francisco, con sus palabras y con su ejemplo, nos ha recordado constantemente  que la auténtica misericordia es la fuente más profunda de la justicia, la más perfecta encarnación de la igualdad entre los hombres... "Todos somos pecadores", ha exclamado varias veces en sus discursos y homilías, y "todos estamos necesitados de la infinita misericordia de Dios".

"Después que Jesús vino al mundo —exclamó en uno de sus discursos el Papa Francisco[2]no se puede hacer como si a Dios no le conociéramos. Dios tiene un rostro y un nombre: Dios es misericordia, es fidelidad, es vida que se dona a todos nosotros”.

Ahora, al canonizar a estos dos Juanes maravillosos, Juan XXIII y Juan Pablo II, Francisco nos deja dos grandes figuras que no hicieron otra cosa que vivir de la misericordia de Dios y derramarla por el mundo entero. Las mas de 60 ocasiones que tuve oportunidad de escuchar en vivo a san Juan Pablo II, en Roma, en México y aquí en Estados Unidos, dejaron en mi corazón una huella imborrable de aquel “Dulce Cristo de la Tierra” —como llamaba al Papa la beata María Inés Teresa— y no terminaría de contar mis impresiones sobre esos encuentros de los cuales, además de lo que hay en mi corazón, han quedado algunas fotografías que andan por aquí y por allá, menos en mis manos. A san Juan XXIII, no lo conocí en persona, yo nací en 1961y el murió el 3 de junio de 1963, cuando era yo muy pequeño,  sin embargo, en casa de mis padres me topé con un libro titulado “Las Florecillas del Papa Juan” y es una delicia que lo lleva a uno a conocerlo y quererlo.

En 1997, el Papa Juan Pablo II en su viaje al barrio Lagiewniki de Cracovia, donde vivió y fue sepultada sor Faustina, declaró: «El mensaje de la Divina Misericordia en cierto sentido ha formado la imagen de mi pontificado». Luego, en un libro que publicó el mismo santo Papa pocas semanas de la hora de su muerte, nos explica cómo había preparado aquel documento sobre la Divina Misericordia, del que he hablado al iniciar esta reflexión y que fue clave en todo su magisterio. El Papa escribió: “Las reflexiones de la "Divina Misericordia" fueron fruto de mis experiencias pastorales en Polonia y especialmente en Cracovia. Porque en Cracovia está la tumba de santa Faustina Kowalska, a quien Cristo concedió ser una portavoz particularmente inspirada de la verdad sobre la Divina Misericordia. Esta verdad suscitó en sor Faustina una vida mística sumamente rica. Era una persona sencilla, no muy instruida y, no obstante, quien lee el Diario de sus revelaciones se sorprende ante la profundidad de la experiencia mística que relata.

Digo esto —continúa explicando san Juan Pablo—  porque las revelaciones de sor Faustina, centradas en el misterio de la Divina Misericordia, se refieren al período precedente a la Segunda Guerra Mundial. Precisamente el tiempo en que surgieron y se desarrollaron esas ideologías del mal como el nazismo y el comunismo. Sor Faustina se convirtió en pregonera del mensaje, según el cual la única verdad capaz de contrarrestar el mal de estas ideologías es que Dios es Misericordia, la verdad del Cristo misericordioso. Por eso, al ser llamado a la Sede de Pedro, sentí la necesidad imperiosa de transmitir las experiencias vividas en mi país natal, pero que son ya acervo de la Iglesia universal”[3].

Entre otras cosas, san Juan Pablo II quiso también que la iglesia del Espíritu Santo de Roma, que se encuentra a unos pasos del Vaticano, a la entrada de la Vía de la Consolación, se convirtiera en el santuario romano de la Divina Misericordia, donde se venera la imagen del Jesús misericordioso que se manifestó a sor Faustina. San Juan Pablo II, hermanos y amigos, falleció precisamente cuando litúrgicamente comenzaba el Domingo de la Misericordia, proclamado por él mismo en aquel glorioso año 2000. Sería muy difícil o más bien imposible no ver en esta coincidencia un signo del Cielo.

La Misericordia, hermanos y amigos, no es un amor cualquiera, sino un amor gratuito, generoso, al estilo de Juan XXIII y Juan Pablo II. Un amor manifestado en el Hijo encarando, muerto y resucitado por nosotros y por nuestra salvación. Un amor que, proviniendo de Dios, es siempre más fuerte que nuestras debilidades, pues el amor misericordioso viene en búsqueda del hombre pecador para llevarlo a la salvación.

Como religioso y sacerdote misionero, estoy convencido de que la comprensión de este amor misericordioso, puede estimular un nuevo empuje misionero en el mundo entero. La comprensión de la misericordia nos hará comprender a todos que lo importante, tanto para clérigos y laicos no es ocupar los primeros lugares, tener poder de mandar o anhelar cubrirse de ropajes principescos, sino sentarse al último, como el más necesitado de la infinita misericordia del mismo Cristo que lavó los pies a sus hermanos, aun al que sabía que lo iba a traicionar.

Debemos convencernos de que, como decía san Juan Pablo II, es en la misericordia de Dios donde el mundo volverá a encontrar la paz y el hombre la felicidad.

Voy ahora a unas cuantas palabras del diario de sor Faustina en donde dice: «Ayúdame, Señor, para que mi corazón sea misericordioso de manera que participe en todos los sufrimientos del prójimo. A nadie negaré mi corazón. Me comportaré sinceramente incluso con aquellos que sé que abusarán de mi bondad, mientras yo me refugiaré en el Corazón misericordiosísimo de Jesús».

Vale la pena leer una vez más el diario de santa Faustina Kowalska y hacerlo a la luz de la “Dives in Misericordia”. Así no olvidaremos nunca que, por esta infinita misericordia, Dios nos ama con locura. Una verdad que es capaz de cambiar cualquier historia humana y de salvar al mundo de sus angustias y miserias.

Quiero terminar  esta mal hilvanada reflexión, con unas palabras del Papa Francisco, que quisiera resonaran en nuestros corazones como una preparación a esta hermosa fiesta del Divina Misericordia:

"Creo que este es el tiempo de la misericordia. Este cambio de época, también con muchos problemas de la Iglesia —como un mal testimonio de algunos presbíteros, incluso los problemas de corrupción en la Iglesia, también el problema del clericalismo, por ejemplo—, han dejado muchos heridos, muchos heridos. Y la Iglesia es Madre: debe ir a curar a los heridos, con misericordia. Pero si el Señor no se cansa de perdonar, no tenemos otra opción que esto: en primer lugar, atender a los heridos. Es madre, la Iglesia, y debe ir por este camino de la misericordia. Y encontrar una misericordia para todos. Pero creo que, cuando el hijo pródigo ha vuelto a casa, el padre no le dijo: "Pero, tú, escucha, siéntate: ¿qué hiciste con el dinero?". ¡No! ¡Hizo fiesta! Luego, tal vez, cuando el hijo ha querido hablar, ha hablado. La Iglesia tiene que hacerlo así. Cuando hay alguien... no solo esperarlo: ¡hay que ir a buscarlo! Esta es la misericordia. Y creo que este es un kairós: este tiempo es un kairós de misericordia. Pero esta primera intuición la tenía Juan Pablo II, cuando comenzó con Faustina Kowalska, la Divina Misericordia... tenía algo, se dio cuenta de que era una necesidad de este tiempo"[4].

Hermanos y amigos: Que María, Madre de la Divina Misericordia venga en nuestro auxilio y prepare nuestros corazones para esta hermosa Fiesta que hoy empezamos a celebrar uniendo a la novena estas reflexiones y la alegría de la procesión que nos recuerda nuestro andar en este mundo hasta llegar al cielo,

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
(Conferencia pronunciada el 25 de abril de 2014 en la parroquia de Santa Martha de la Arquidiócesis de Los Angeles, California.)


[1] La palabra proviene del latín Encyclia y del griego ἐκκύκλιος ("ekkyklios") que significa "envolver en círculo". La Iglesia utiliza el término para referirse a las El título de la encíclica es normalmente tomado de sus primeras palabras en latín. En la Iglesia católica, en los últimos tiempos, una encíclica se utiliza generalmente para cuestiones importantes, y es el segundo documento más relevante emitido por los papas, después de la Constitución Apostólica. Las encíclicas papales indican una alta prioridad para un tema en un momento dado. Son los sumos pontífices quienes definen cuándo y bajo qué circunstancias deben expedirse encíclicas.
[2] Palabras en el ángelus del 18 de agosto de 2013.
[3] Juan Pablo II, Memoria e identidad, capítulo 2.
[4] Palabras del Papa Francisco sobre la Divina Misecordia, una vez finalizada la JMJ; en la Rueda de prensa posterior durante el vuelo de regreso a Roma. CIUDAD DEL VATICANO, 30 de julio de 2013

viernes, 18 de abril de 2014

LAS SIETE PALABRAS...

INTRODUCCIÓN:

Los evangelistas nos han consignado en sus escritos inspirados, las solemnes afirmaciones de Jesús en la Cruz. La tarea que al respecto tenemos nosotros, como discípulos-misioneros de nuestra época, es hacer memoria de esta herencia que recibimos en el Evangelio, para meditar en lo que Cristo nos quiere decir con cada una de estas palabras que pronunció en la Cruz. Les invito a ir al testimonio de estos evangelistas, que, por ellos mismos o a través de otros, que convivieron con nuestro Redentor, nos comparten en este y otros temas, la experiencia viva de Cristo, la Palabra de la vida, lo que vieron con sus ojos, lo que escucharon con sus oídos y lo que tocaron con sus manos (1 Jn 1,1).

Las Siete Palabras, pues, están tomadas de los relatos de los cuatro evangelistas y declaran breve y profundamente quién fue Jesús en el momento de su agonía y de su meurte, pero también nos dicen quién es Él en su vida. Estas «Siete Palabras» son palabras de vida para el hombre y la mujer de todos los tiempos.

Los evangelistas las presentan de esta manera:

San Lucas describe tres palabras del Maestro de Nazaret, las dos primeras y también la última. La intención del este evangelista consiste en mostrarnos que Jesús es el Camino de la misericordia (Lc 23, 34. 43. 46).

San Mateo y San Marcos nos describen la cuarta afirmación o palabra de Jesús en la cruz, realizando una relectura del Salmo 22. Una oración de confianza expresada por el Hijo a su Padre (Mt 27, 46; Mc 15, 33).

San Juan culmina la relación sinóptica, sobre este asunto de las palabras de Jesús en la Cruz, con la quinta y la sexta palabra (Jn 19, 28; 19, 30).

Ahora vayamos a cada una de estas palabras para ver lo que el Señor nos dice detrás de cada una de stas frases cortas y sumamente expresivas:

  
PRIMERA PALABRA
«PADRE, PERDÓNALES, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN»
(Lc.23,34)

Según la narración de san Lucas, ésta es la primera Palabra pronunciada por Jesús en la Cruz. El Señor se ve envuelto en un mar de insultos, de burlas y de blasfemias. Se mofan de Él diciendo: “Si eres hijo de Dios, baja de la Cruz y creeremos en ti” (Mt .27,42). “Ha puesto su confianza en Dios, que Él lo libre ahora” (Mt.27,43).

Nuestra sociedad actual está  retratada en los personajes. «Me dejarán sólo», había dicho Jesús a sus amigos. Está solo, entre el Cielo y la tierra, sin siquiera el consuelo de morir con un poco de dignidad. Jesús, desde la Cruz, no sólo perdona, sino que pide el perdón de su Padre para los que lo han entregado a la muerte.

Para Judas, que lo ha vendido. Para Pedro que lo ha negado. Para los que han gritado que lo crucificaran, para los que allí se están burlando.
Así también pide ese perdón para todos nosotros. Para todos los que hoy, con nuestros pecados, somos el origen de su condena y crucifixión.

Jesús, en medio de aquel sufrimiento insoportable no se centró en su propia experiencia de dolor, en la injusticia que sufría, sino que sumergió en su oración todas nuestras traiciones. Pide perdón, porque el amor todo lo excusa y todo lo soporta… (1 Cor. 13).


SEGUNDA PALABRA
«TE LO ASEGURO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO»
(Lc.23, 43)

En el Calvario había otras dos cruces. El Evangelio dice que, junto a Jesús, fueron crucificados dos malhechores. (Lc. 23,32) y, como dice San Agustín, aunque para los tres la pena era la misma, cada uno moría por una causa distinta. Uno de los malhechores blasfemaba diciendo: “¿No eres Tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” (Lc. 23,39). Desesperado, como muchos de los que hoy niegan a Cristo, había oído a quienes insultaban a Jesús. Había podido leer ese título que habían escrito sobre la Cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”.

El otro malhechor era un hombre que se quedó impresionado al ver cómo era Jesús. Lo vio lleno de paz, de esa paz que el mundo de hoy busca y no sabe en dónde está. Aquel hombre descubrió enseguida en Aquel a quien le había oído pedir perdón a su Padre para los que le ofendían.

Dimas, el buen ladrón —como lo conocemos— hace una súplica, sencilla, pero llena de vida: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Se acordó de improviso que había un Dios al que se podía pedir paz, como los pobres pedían pan a la puerta de los señores. ¡Cuántas súplicas hace nuestra sociedad actual a los dirigentes de hoy, y qué pocas le hace a Dios!

Y Jesús, que no pronunció palabra alguna cuando el otro malhechor le injuriaba, volvió la cabeza para decirle: “Te lo aseguro. Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Le promete el Paraíso para aquel mismo día. El mismo Paraíso que ofrece a todo hombre que cree en El. Lo más grande que puede poseer un hombre, una mujer, es compartir su existencia con Jesucristo. Hemos sido creados para vivir en comunión con él. Dice san Alfonso María de Ligorio decía: “El corazón humano es el paraíso de Dios” y lo más hermoso que el hombre y la mujer de nuestros tiempos y de todos los tiempos es escuchar de Jesús palabras como estás: «Yo te amo y quiero que estés conmigo para siempre. Te quiero conmigo en el paraíso».


TERCERA PALABRA
«MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO”. “AHÍ TIENES A TU MADRE»
 (Jn. 19, 26)

Junto a la Cruz estaba María, su Madre. La presencia de la Virgen junto a la Cruz fue para Jesús motivo de alivio, pero también de dolor. Ella, su Madre, la mujer maravillosa que era el primer fruto de la Salvación traída por el Mesías, Corredentora, compañera en la redención.

Jesús y María vivieron en la Cruz el mismo drama de muchas de nuestras familias de hoy, de tantas madres e hijos, reunidos a la hora de la muerte. ¡Después de largos períodos de separación, por razones de trabajo, de enfermedad, de labores misioneras en la Iglesia, o por azares de la vida… cuantas madres e hijos se encuentran de nuevo en la muerte de uno de ellos!

Al ver Jesús a su Madre, recordó seguramente que sobre sus rodillas aprendió el shema, la primera oración con que un niño judío invocaba a Dios; recordó que tomado de su mano, había ido muchas veces a la Pascua de Jerusalén con José… Habían hablado tantas veces en aquellos años de Nazaret, que el uno conocía todas las intimidades del otro. ¿De quién había aprendido Cristo a conocer la voluntad de su Padre? ¿De quién adquirió un corazón tan compasivo? ¿Quién le enseño a ir en busca de la oveja perdida?

Treinta y tres años antes, María había subido un día al Templo, con su Hijo entre los brazos, para ofrecérselo al Señor, cuando de labios de un anciano sacerdote escuchó aquellas palabras: “Una espada te atravesará el alma”. En la Cruz se estaba cumpliendo aquella lejana profecía. Jesús, desde la Cruz, le va a confiar a María una nueva maternidad. Dios la eligió desde siempre para ser Madre de Jesús, pero también para ser Madre de los hombres.


CUARTA PALABRA
«DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO»
 (Mt.27,46)

Son casi las tres de la tarde en el Calvario y los ojos de Cristo están borrosos de sangre y sudor. En este momento, incorporándose como puede, grita: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

No había gritado en el huerto de los Olivos, cuando sus venas reventaron por la tensión que vivía y solamente exclamó: «Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz». No había gritado en la flagelación, ni cuando le colocaron la corona de espinas, aunque había dicho: «Me muero de tristeza». Ni siquiera lo había hecho en el momento en que le clavaron a la Cruz. Jesús grita ahora. Jesús, el Hijo único, aquel a quien el Padre en el Jordán y en el Tabor había llamado: «Mi Hijo único», «Mi Predilecto», «Mi amado», Jesús en la Cruz se siente abandonado de su Padre.

¿Qué misterio es éste? ¿Cuál es el misterio de Jesús Abandonado, que dirigiéndose a su Padre, no le llama «Padre», como siempre lo había hecho, sino que le pregunta, como un niño impotente, que por qué le ha abandonado? ¿Quién está con Él ahora? ¿En quién puede encontrar fuerzas?

Hay que contemplar todo el misterio tremendo, y a la vez inmensamente grande, que Jesús vive en este momento que para Él es el más doloroso de toda la Redención. El verdadero drama de la Pasión Jesús lo vivió en este abandono de su Padre. Y si la Pasión de Jesús, el Hijo bendito del Padre, es el misterio que no tiene nombre, no lo es simplemente por los azotes, ni por la sangre derramada, ni por la agonía o por la asfixia, sino porque nos hace entrar en el misterio de Dios.

Y en este abandono de Jesús, los hombres y mujeres de todos los tiempos tenemos que decubrir el inmenso amor que Jesús tuvo por cada uno y hasta dónde fue capaz de llegar por amor a su Padre y cada uno de nosotros, sus hermanos. Escuchamos palabras de un moribundo, pero a fin de cuentas, palabras que nos invitan a vivir, aún sintiéndonos solos o abandonados diciendo: «Dios mío, Dios mío» sabiéndonos posesión suya.


QUINTA PALABRA
«TENGO SED»
(Jn.19,28)

Uno de los más terribles tormentos de los crucificados era la sed. La deshidratación que sufrían, debida a la pérdida de sangre, era un martirio durísimo. Y Jesús, por lo que sabemos, no había bebido desde la tarde anterior. No es extraño que tuviera sed; lo extraño es que lo dijera.

La sed que experimentó nuestro Redentor en la Cruz fue una sed física. Expresó en aquel momento estar necesitado de algo tan elemental como es el agua. Y pidió, «por favor», un poco de agua, como hace cualquier enfermo o moribundo. Jesús se hace así solidario con todos quellos que, pequeños o grandes, sanos o enfermos, que necesitan y piden un poco de agua.

Al meditar en esta quinta palabra no podemos olvidar el detalle que señala San Juan: “Jesús dijo: «Tengo sed» para que se cumpliera la Escritura”, dice San Juan (Jn.19,28). Jesús habló en esta quinta Palabra de «su sed». Esa sed que vive aún Él como Redentor. Jesús sigue pidiendo hoy una bebida distinta del agua o del vinagre que le dieron. Poco más de dos años antes, Él se había encontrado junto al pozo de Sicar con la Samaritana, a la que había dicho «Dame de beber». Hoy Él sigue pidiendo no agua de pozo. Él está sediento de nuestra conversión. Ahora, casi tres años después, San Juan, el mismo que relata este pasaje, quiere hacernos ver que Jesús tiene otra clase de sed. “La sed del cuerpo, con ser grande —decía Santa Catalina de Siena— es limitada. La sed espiritual es infinita”.

Jesús tiene sed de que todos recibamos la vida abundante que Él había merecido. Su sed siempre seguirá siendo una sed de nuestras almas, de nuestra salvación, de nuestra plenitud, para que recibamos su amor y le amemos con todo el corazón. “Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero” exclamaba la beata María Inés Teresa.


SEXTA PALABRA
«TODO ESTÁ CONSUMADO»
(Jn. 19, 30)

Estas palabras no son las de un hombre acabado, son palabras que manifiestan la conciencia del Redentor, de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo: dar la vida por la salvación de todos los hombres. Jesús ha cumplido todo lo que debía hacer. Vino a la tierra para cumplir la voluntad de su Padre. Y la ha realizado hasta los últimos momentos.

Su Padre le había pedido que anunciara a los hombres la pobreza, y nació en Belén, pobre. Le había pedido que anunciara el trabajo y vivió treinta años trabajando en Nazaret. Le había pedido que anunciara el Reino de Dios y dedicó los tres últimos años de su vida a enseñarnos el milagro de ese Reino, que es el corazón de Dios.

La muerte de Jesús fue una muerte joven; pero no fue una muerte ni una vida malograda. Y ahora Jesús se abandona en las manos de su Padre porque Él no tuvo ningún miedo de amarle en plenitud.

Antes de Cristo, sabíamos que Dios era el Creador del mundo. Sabíamos que era Infinito y todopoderoso, pero no sabíamos hasta qué punto Dios nos amaba. Hasta qué punto Dios es«Padre». Y Jesús sabe que va a descansar al corazón de ese Padre, de ese Padre a quien nosotros también queremos cumplirle en todo para complacerle. ¿Qué significado tendrían hoy en día en los labios de cada uno y de cada una de los seguidores y seguidoras de Cristo, esas mismas palabras: «Todo está consumado»


SÉPTIMA PALABRA
«PADRE, EN TUS MANOS PONGO MI ESPÍRITU»
(Luc. 23,46)

Cristo no tiene miedo en absoluto a la muerte, porque sabe que le espera el amor infinito de Su Padre. Durante tres años se lanzó por los caminos y por las sinagogas, por las ciudades y por las montañas, para gritar y proclamar que Aquel, a quien en la historia de Israel se le llamaba «Él», «Elohim», «El Eterno», «El sin nombre», sin dejar de ser aquello… era Su Padre. Y también, nuestro Padre.

El hecho de que nuestro Padre Dios tenga más de seis mil millones de hijos en el mundo, no impide que a cada uno de nosotros nos mire como a un hijo único con los mismos ojos con que vió a Jesús, si Hijo muy amado. En las mismas manos que sostiene el mundo, en esas mismas manos lleva escrito nuestro nombre, mi nombre.

Los seres humanos pasamos la mayor parte de la vida tratando de controlar todo. Y a través de los años, cuánto tiempo nos lleva reconocer nuestras necesidades, nuestros límites, soltar lo que necesitamos soltar, someternos, ceder, aceptar, confiar…


En las manos de ese Padre que Jesús conocía y amaba tan entrañablemente, es donde El puso su espíritu y donde nosotros debemos dejarlo todo. Hermosas y comprometedores palabras pronunciadas a punto de morir. Ojalá sean también las últimas palabras de nuestra existencia: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

jueves, 10 de abril de 2014

La alegría del Evangelio en el discípulo-misionero al compartir su fe...

Cada año, al acercarse la Semana Santa, gran cantidad de apóstoles, miembros de las diversas vocaciones y carismas en la Iglesia, parte a tierras de misión con el anhelo de compartir la fe, que, como decía el ya casi santo Juan Pablo II, se fortalece dándola.

Ya sabemos cuál es el espíritu que anima a todos estos hermanos y amigos que haciendo a un lado las actividades de cada día, se lanzan a los pueblos y ciudades a llevar el mensaje que nos ha traído el Mesías Redentor; pero, hay que saber también meditar en el espíritu que debe acompañar el regreso de la misión; porque siento que es poco lo que se escribe sobre el volver a casa y a veces uno se topa con algunos misioneros «desinflados» al regreso a la vida de cada día por diversas circunstancias que pueden haber aparecido durante los días de misión.

En el Evangelio hay un pasaje (Lc 10, 17-24) que puede iluminar en mucho este punto que en esta entrada quiero compartir.

"17Regresaron los setenta y dos, y dijeron alegres: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.» 18Él les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. 19Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; 20pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos.»

21En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a ingenuos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. 22Mi Padre me lo ha entregado todo, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.»

23Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! 24Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.»”

En una carta de noviembre de 1977, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento escribía, hablando sobre el tema de las misiones: "Todo el mundo es país de misión. Dios quiere para todos la salvación eterna, por eso derramó hasta la última gota de su sangre". Sí, no podemos hablar ya de países de misión, o tierras de misión; el neo-paganismo se ha globalizado junto con otras muchas cosas más y por todas partes encontramos esa necesidad de llevar la Buena Nueva y sembrarla en los corazones. Pero, junto a esta realidad hay una certeza: la misión nunca ha sido fácil. La misma beata decía que la misión es «pura prosa, ¡y pura prosa prosaica!"

En especial durante la Semana Santa, en muchos de los pequeños poblados a los que llegan muchos misioneros, se instalan cantinas ambulantes para los vacacionistas, se organizan bailes y se promueve toda clase de eventos que, a cambio de una buena cantidad de dinero, hacen «descansar» a la gente alejándola de Dios.

Jesús, al enviar a los misioneros, sabe perfectamente que el Espíritu Santo es el protagonista de la misión y confía en que se manifestará mejor en los que son dóciles a su acción: los que están humanamente limitados y dan desde su pobreza. La decisión de Jesús, de enviar enviar a misión a los pequeños e incipientes discípulos y desde ellos construir el Reino nos anima; porque nosotros también siempre seremos pequeños e incipientes en la misión.

Los discípulos misioneros de hoy parecería que quedan desarmados si se ponen a analizar lo difícil del mundo al que llevan el anuncio de la misión: ¿Cómo hablar de paz en una sociedad que se revuelca en la violencia? ¿Cómo hablar del valor de la fidelidad matrimonial a tantos hombres machistas que tienen dos o tres mujeres o un grupo de mujeres que ya no quiere entenderse de la casa? ¿Cómo anunciar hoy a la juventud que el cuerpo humano es templo del Espíritu y no objeto de placer y fornicación? ¿Cómo anunciar hoy la Buena Nueva si los poderosos que promueven la pornografía, el aborto, etc., tienen mucho más recursos que lo que en la Iglesia logramos reunir para ir de misión?

Es verdad lo que dice Nuestro Señor en otro pasaje del Evangelio que completa nuestra reflexión: “Yo los envío como ovejas en medio de lobos. Sean pues astutos como serpientes y sencillos como palomas.” (Mt 10, 16.20). Los misioneros vamos siempre como ovejas en medio de lobos, pero, como dice la beata María Inés en la misma carta que he citado: "La fe tiene que intervenir como objeto de nuestra formación. En estos tiempos, más que en los pasados, tenemos que enfrentarnos con un mundo que… va perdiendo la fe. Que nosotros, misioneros, seamos testigos de Cristo por la fe, la esperanza y el amor. No sólo la fe teologal sino también el espíritu de fe, para encontrar a Cristo nuestro Señor en todos y cada uno de los acontecimientos de nuestra vida, aun en un ambiente de los tiempos actuales, en que, en varias ocasiones, no será favorable”.

En la «Evangelii Gaudium», el Papa Francisco contrasta la tristeza individualista del materialismo aislador que se vive en nuestras sociedades modernas, con la alegría del discípulo misionero que librado del egoísmo de buscar sus propios intereses, lleva el anuncio de la Buena Nueva por el amor eterno de Cristo. El Papa nos invita a “recuperar la frescura original del Evangelio”, encontrando “nuevos caminos” y “métodos creativos”, a no encerrar a Jesús en nuestros “esquemas aburridos”. El nos habla de la necesaria “conversión pastoral” que no deje “las cosas como están” y una “reforma de estructuras” para que “todas ellas se vuelvan más misioneras” y lleven el Evangelio a “tantos hermanos nuestros que viven sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida” (EV, 49).

Las ovejas que van entre lobos, son los pequeños del Reino, que, aparentemente están desarmados y débiles frente a los lobos fuertes y poderosos que quieren destruir la obra de Dios, pero son ovejas llenas de fe, son pequeños obreros que han sido elegidos por el Señor para estar con Él y para enviarlos a predicar la Buena Nueva. Recordemos como desde el primer capítulo de su Evangelio, uno de los evangelistas, san Marcos, proclama que Jesús es el Mesías esperado por Israel, el Hijo de Dios, que llama a los que él quiere para formar una comunidad de amigos con quienes compartir su misión y los ha llamado para estar con Él y para enviarlos a predicar (Mc 1,14-19; 3,13-19; Lc 6,12-16; Mt 10,1-4). Jesús afirma claramente que se trata de su misma misión: "Como mi Padre me ha enviado, sí os envío yo" (Jn 20,21; cfr. 17,18).

La misión de Jesús fue de anuncio, de entrega de sí mismo y de cercanía a todo ser humano sin esperar grandes resultados. Cristo, se presentó como Hijo de Dios e hipotecó su vida no como una inversión esperando algo a cambio, sino dándolo todo con un amor incondicional. Ahora, el discípulo misionero es enviado por el Padre y el Espíritu Santo, para invitar a todos a abrirse a los nuevos planes salvíficos de Dios Amor. Todo ser humano es llamado a un proceso de transformación, "conversión" y "bautismo" (Mc 15; Mt 28,19), para recibir la "vida nueva" (Rom 6,4) de un "nuevo nacimiento" (Jn 3,5)

La tarea misionera consiste en prolongar la palabra de Cristo (anuncio, testimonio) y su llamada a la conversión y bautismo (como cambio profundo de actitudes); hacer presente su sacrificio redentor y su acción salvífica y pastoral; imitar su cercanía al hombre concreto, prolongando su acción salvífica y pastoral, así como su diálogo con el Padre por la salvación del mundo (oración). La comunidad convocada por los misioneros ("ecclesia") en torno a la Palabra y si es posible, en torno a la Eucaristía (porque no siempre se puede tener la celebración de la Misa o la Reserva Eucarística en Misión) queda invitada a acoger los signos salvíficos y a transformarse en familia de hermanos (EN 24) que seguirán haciendo crecer la fe.

En realidad, la presencia del misionero prolonga la misma misión de Cristo que «pasaba», «enseñando», «curando», «apacentando» (Mt 9,35-36; Mc 6,34). Los discípulos misioneros son enviados como signo de Cristo, nunca solos, y "delante de él... adonde él había de ir" (Lc 10,1). "El misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de su vida... Cristo lo espera en el corazón de cada hombre" (RMi 88).

El Papa Francisco, en la Evangelii Gaudium dice: “Si alguien ha acogido el amor de Cristo que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?” (EG, 8). Podemos pensar en María, la mujer pequeña y sencilla que vivía en una comunidad rural recibe al Espíritu Santo y es elegida para ser madre de Jesús, se sabe discípula misionera y va corriendo buscando a Isabel para anunciarle la Buena Nueva de la que es portadora y exclama: «Mi alma glorifica al Señor… ha mirado la humildad de su esclava...derribó del trono a los poderosos y engrandeció a los humildes» Lc. 1,47-48.52. Podemos pensar también en Juan el Bautista, cuando manda preguntar a Jesús si él es el Mesías o hay que esperar a otro le responde: «Vayan y cuenten a Juan lo que acaban de ver y oír: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva» Lc 7,21-22.

Hermanos y amigos que van a misión en los días santos, sean pues astutos como serpientes y sencillos como palomas, sabiendo que ser ovejas en medio de lobos no es nada fácil pero nunca lo ha sido y por eso hay que ser astutos. La paloma al igual que la oveja representa la sencillez, la paz, la sencillez. La serpiente es un reptil astuto: observa, vigila y luego atrapa a su presa. Jesús nos invita a aprender de su astucia. Hay que ser sencillos como palomas, pequeños, sí, pero astutos, es decir: poner al servicio del bien los dones recibidos. La alegría de los cristianos será siempre la “alegría misionera” (EG, 21) de compartir la fe llegando a los alejados y estar cerca de todo el que aún no conoce a Cristo o no ha captado que allí está Él.

Alfredo Delgado, M.C.I.U.