martes, 20 de noviembre de 2012

¡Viva Cristo Rey!... La Solemnidad con la que termina el Año Litúrgico

La Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, fue instituida por el papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. El Concilio Vaticano II —cuyo 50 aniversario estamos celebrando en el Año de la Fe— quiso situar la celebración como final del tiempo ordinario y, por tanto, como final del año litúrgico. Su significado es que Cristo reinará al final de los tiempos y esto supone un plan espiritual de redención lejos de cualquier interpretación de poder político o pseudoreligioso. El reino que Cristo viene a establecer no es de este mundo, pero comienza en este mundo y no termina aquí, llegará a su plenitud en el más allá, pero no podemos olvidarnos que “ya” está aquí.


San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, en el "episodio" del "Rey Temporal y el Rey Eterno" define muy bien lo que celebramos al contemplar a Cristo como Rey. El santo dice que si nosotros somos capaces de dar un apoyo total a un rey de este mundo que quiere instituir lo que todos queremos y guardamos en una relación de identidad con sus postulados, sus vestidos, sus trabajos, sus sufrimientos, etc.; mucho más tendríamos que apoyar a un Rey Eterno que busca nuestra salvación y nuestra felicidad, que constituyen —sin duda— uno de los mayores anhelos.

Jesús de Nazaret, el «Hijo del hombre», se presentaba ante la gente de su tiempo como un humilde carpintero, un sencillo hombre de pueblo que tenía callos en las manos por el trabajo en el taller, la piel curtida por el viento y el sol. Un hombre recio que usaba palabras llanas, un hombre que hablaba con fuerza persuasiva de una nueva doctrina, hecha de rebeldía contra la mentira, cargada de amor a los pobres, y de confianza heroica en el poder y la bondad de Dios. Nosotros, los cristianos, siempre hemos querido ver en Jesús de Nazaret a este «Hijo del hombre» que viene a salvarnos y a redimirnos de nuestros pecados. Queremos que este «Hijo del hombre» sea nuestro rey, un rey de carne y hueso que conoce nuestras miserias y debilidades y que se nos ofrece como camino, verdad y vida para llegar hasta nuestro Padre, Dios. A este rey, «hijo del hombre», le ofrecemos en este Año de la Fe nuestro humilde propósito de seguirle y obedecerle, hasta conseguir que se cumpla el ideal de la beata María Inés Teresa de que “todos le conozcan y le amen”. Ella vivió aquella terrible época de "la cristiada", cuando muchos mártires dieron la vida por Cristo al grito de: ¡Viva Cristo Rey!

En el Evangelio sólo una vez dice Jesús: "Yo soy Rey…" (Jn 18,33-37), esa es la primera y última vez que se declara abiertamente rey, y cuando lo hace tiene ante si una multitud que grita que lo maten, que lo crucifiquen. Cristo reinó ayer, reina hoy y reinará siempre... pero no quiere ser rey al estilo de los reyes de este mundo. No quiere ser rey de espadas, para vencer por la fuerza de las armas a sus enemigos, ni quiere ser rey de bastos, para gobernar a sus súbditos mediante el garrotazo y el temor; tampoco quiere ser rey de copas, porque no quiere celebrar solemne y pomposamente victorias sobre nadie, ni almacenar trofeos mundanos en sus vitrinas. Sólo quiere ser rey de corazones, de nuestros corazones, de los corazones de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, de los corazones mansos y humildes, de los corazones misioneros arriesgados y valientes en la defensa del bien y en la lucha contra el mal.

El Reino del Señor es muy distinto al de aquellos que nos proponen los reyes de la tierra: Su riqueza es el amor, su corona es la verdad, su trono es una cruz, su baluarte es la vida interior, su proclama es Dios amor, sus armas son el servicio y su ejercito es el testimonio de aquellos que seguimos esperando y creyendo en Él.

En el mundo de hoy, en las artes, en el ámbito de la educación y la cultura, en la música, parece escucharse hoy más que nunca la proclama que señala: ¡no queremos que Jesús reine sobre nosotros! Parece que hoy estorba la imagen sagrada del «Hijo del Hombre» proclamado rey e incluso se quieren quitar sus imágenes de los lugares públicos; la inspiración de las canciones de moda y de la vestimenta de los artistas de hoy no es precisamente la que puede inspirar los valores del reino  de Jesús; la arquitectura y la ornamentación navideña, por ejemplo, se ha sustituido por otros motivos que, de cuando en vez, congenian con lo enseñado por el rey eterno e inmortal de los siglos. ¡Qué razón tenía Jesús! ¡Mi Reino no es de este mundo!

Que este Año Santo de la Fe que estamos apenas iniciando, contribuya a ubicar a Cristo, de nuevo, en el lugar que le corresponde en nuestro corazón, en nuestra mente, en nuestro pensamiento, en nuestras familias, en nuestra Iglesia, en nuestra sociedad. Nunca como ahora el anuncio del reino se hizo tan urgente. La mentira abunda por doquier, desde la política hasta el comercio. Vivimos un tiempo de fraudes, de mentiras generalizadas. Sintamos la urgencia que movió el corazón de Madre Inés con su apóstrofe constante de “Urge que Cristo reine” (1 Cor 15,25”. Esto es lo que nos toca hacer ahora en el Año de la Fe en este clima de la Nueva Evangelización que nos ha dejado como tarea el Sínodo de los Obispos. Est a es nuestra tarea, este es nuestro lugar y no ningún otro. Seamos valientes y no confraternicemos con lo que van por la vida sin tener un rey como Jesús.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

XXXIII Aniversario... MISIONEROS DE CRISTO PARA LA IGLESIA UNIVERSAL

Del corazón sin fronteras de la Beata María Inés Teresa Arias, brotó hace 33 años la fundación de los “Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal” como parte de una familia misionera fundada por ella misma y hoy conocida como “Familia Inesiana”, integrada por las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento, los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal, el grupo sacerdotal Madre Inés, las Misioneras Inesianas Consagradas, Van-Clar y Familia Eucarística.

En 1979 la beata inició esta obra de los misioneros confiando en la Divina Providencia y alentando a un grupo de jóvenes que sentían sus anhelos misioneros identificados con los que ella tenía como móvil de su ser y quehacer como misionera sin fronteras.

La tarea de los Misioneros de Cristo en el mundo actual es extender el Reino de Dios con la urgencia de la nueva evangelización, implantando la Iglesia en donde aún no ha sido establecida y reanimando a las comunidades en el espíritu misionero. Anunciamos el evangelio a creyentes y no creyentes en un amplio campo de apostolado.

Actualmente, con presencia en México y en Sierra Leona (África),  tenemos tres Casas y dos Parroquias, además del arduo trabajo que desarrollamos en diversos campos de la pastoral y en las misiones populares.

Fuimos fundados para la misión “Ad Gentes” y buscamos dar respuesta al llamado que nos hace el Concilio Vaticano II dando a conocer a Dios y el amor de Santa María de Guadalupe, Patrona de la familia misionera a la que pertenecemos.

Compartiendo con mucha gente, en nuestras  comunidades la fe, en el despertar de este nuevo milenio, trabajamos para seguir esculpiendo el rostro de Cristo en un campo difícil y alicaído por la presencia de numerosas sectas y de un mundo que se debate entre el odio y la violencia, la tristeza y el desánimo.

En Michoacán, en el poblado El Tigre, está la Casa “Don Vasco de Quiroga”, espacio de formación para sacerdotes, religiosos y laicos que quieren acrecentar su espíritu misionero al estilo de la beata Madre María Inés. Alentar a los misioneros es vital para el crecimiento del instituto, de la Iglesia, de la evangelización. A través del acompañamiento y de la vivencia de la fe, hacemos presente la palabra y la presencia eucarística de Cristo en las comunidades de la zona lacustre de Pátzcuaro. En el proceso de desarrollo de estos pueblos y rancherías es siempre urgente la presencia misionera que apoye su identidad y les alcance una promoción humana y digna de valores.

En la arquidiócesis de Monterrey, en donde está nuestra Casa Fundacional,  se nos ha encomendado la parroquia, “Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás”, donde tenemos siempre un desafío, el reto constante de la nueva evangelización, buscando hacer presente a Cristo en medio de una urbe gigantesca y aglomerada, necesitada de espacios para el desarrollo integral del ser humano.

En Cd. Benito Juárez, N.L. está enclavada la Casa de Formación de nuestro instituto, un Seminario Misionero que dé cabida a nuestros formandos de distintas  etapas, especialmente los estudiantes de Filosofía y Teología en un lugar en el que nuestros alumnos que se preparan al sacerdocio y a la vida consagrada encuentran paz, tranquilidad y armonía en un una casa de oración para adquirir  la suficiente madurez. Esta casa está abierta a quienes quieran forjar su vocación misionera, alimentándose de la vida de comunidad y a quienes quieran encontrar un espacio para reflexionar.

En África, en Sierra Leona, tenemos la parroquia de “Nuestra Señora del Rosario” en un lugar llamado Mange Bureh, en donde, en la misión directa, evangelizamos, ayudados por voluntarios laicos y por nuestras hermanas Misioneras Clarisas, una gran cantidad de villas. Cada día, nuestros misioneros se internan en la selva y en los diversos parajes para llevar la Buena Nueva a quienes aún no han oído hablar de Dios. Esta misión es, con toda verdad y razón, el pulmón de esta obra creada para ir a llevar la Palabra de Dios y los Sacramentos a los más pobres y alejados de nuestra tierra.

La Casa Fundacional de nuestro instituto, está ubicada en el municipio de San Nicolás de los Garza, N.L., donde están las oficinas centrales de los misioneros de Cristo: Esta es la casa que recibe a los nuevos aspirantes a la congregación.  Desde 1983, se realiza, allí, un trabajo constante de evangelización que sigue presentando el camino de Cristo en un mundo pujante e industrializado.

Gracias a la entrega de cada Misionero de Cristo y al apoyo que nos brinda la Familia Inesiana y todos ustedes, bienhechores, amigos, familiares que, con su oración ferviente y su corazón generoso, hacen posible que nuestra familia misionera cumpla su misión evangelizadora, llegamos este 23 de noviembre de 2012, en el marco del "Año de la Fe", a nuestro XXXIII Aniversario de Fundación.

Con mucha gratitud e inmenso cariño, los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal, ofrecemos las Misas, las oraciones, los trabajos de cada día, por ustedes y sus familias, pidiendo al Señor que Él sea su mejor recompensa dándoles paz, salud, bienestar y la esperanza del cielo.

Estamos seguros de que al alentar esta obra, su vocación misionera se acrecienta y el deseo de que todos conozcan y amen a Dios y a su Madre Santísima, se hace cada día más grande.

Alfredo Delgado R., M.C.I.U.

jueves, 1 de noviembre de 2012

LA CREMACIÓN... Una práctica cada vez más común

El tema de la cremación (llamada también incineración consiste en reducir, mediante el fuego, el cadáver a cenizas) es de gran actualidad. Cada vez se está poniendo más de moda pedir ser cremado, pues, para muchos, es más práctico y para otros, menos oneroso, va ganando puestos sobre la inhumación y en muchos lugares ya supone cerca del 70% de los casos. En México, con la crisis económica que se vive y que parece interminable, esta práctica se ha incrementado debido al menor gasto económico y, según las proyecciones de los expertos, en diez años será una opción prácticamente unánime. La incineración simplemente acelera el proceso natural de destrucción del cuerpo que con el tiempo queda reducido a polvo y ceniza. Las cenizas merecen el mismo respeto que el cadáver puesto que son restos de la persona que espera la resurrección, esto incluye, por supuesto, el uso de un recipiente digno que acoja las cenizas, la forma en que se carguen, el cuidado y la atención requerida para su transporte y colocación, y su reposo final.

Aunque la Iglesia recomienda la costumbre piadosa de dar sepultura a los cuerpos de los difuntos, permite la cremación con tal de que no se haga por razones contrarias a la enseñanza de la Iglesia (Canon 1176.3, Catecismo de la Iglesia Católica, #2301). Cada vez son más las familias cristianas que optan por incinerar los restos de sus familiares para depositar piadosamente las cenizas en el cementerio, o en las criptas de una Iglesia (llamados también columbarios o nichos) y, lo más importante, se acuerdan de ofrecer sufragios por sus difuntos, particularmente la Santa Misa.

El cadáver, una vez privado del elemento espiritual que sustancialmente le daba forma, no puede considerarse ya una persona esencialmente inviolable en sus atributos, por lo que ningún motivo de carácter intrínseco podría evitar su incineración. Puede, pues, afirmarse que la cremación de suyo no es contraria a ningún precepto, ni de ley natural ni de ley divina positiva. En algunos casos, incluso, puede ser el modo conveniente de proceder (por ejemplo, en casos de epidemias, grandes mortandades, catástrofes, etc.). Sin embargo, se convierte en algo ilícito cuando es realizada como una afirmación de ateísmo, o como una forma de manifestar que no se cree en la inmortalidad del alma o en la resurrección de la carne. En estos casos, se hace ilícita por ser el modo de profesar públicamente una doctrina errónea y herética. Ya hemos dicho que las cenizas, último residuo de un ser humano, merecen un trato y destino dignos, debiendo por tanto evitarse manipulaciones y depósitos que sean impropios, frecuentes hoy por desgracia como consecuencia de la secularización y el florecimiento de cierto neopaganismo y sincretismo, por eso es muy de alabar que sean depositadas en el cementerio o en una Iglesia.

Es preferible que la Misa de Funeral o la Liturgia de Funeral fuera de la Misa se celebre en la presencia del cuerpo del difunto antes de ser cremado. El significado de tener el cuerpo del difunto presente durante la liturgia de funeral se indica a lo largo de los textos de la misa y por medio de las acciones rituales. Por lo tanto, cuando se hagan arreglos respecto a la cremación, se recomienda que: a) luego del velorio, o durante un tiempo de visita, se celebre la liturgia funeral en la presencia del cuerpo del difunto y que después de la liturgia de funeral, el cuerpo del difunto sea cremado; b) la Misa de Funeral termine con la ultima recomendación en la iglesia; c) en un tiempo apropiado, usualmente algunos días después, la familia se puede reunir en la Iglesia o en el cementerio para el entierro o depósito de los restos cremados. Durante este tiempo se celebra el Rito de Sepultura, en él que se incluirán las oraciones propias del entierro de las cenizas.

Si la cremación ya se ha llevado a cabo antes de la Liturgia de Funeral, el párroco puede dar permiso de la celebración de una Liturgia de Funeral en la presencia de los restos cremados de la persona difunta. Los restos cremados del cuerpo deben de colocarse en un vaso digno. Las parroquias pueden comprar un osario (un recipiente donde se coloca la urna o la caja con las cenizas). En el lugar donde usualmente se coloca al ataúd, puede colocarse una mesa para poner allí los restos cremados. La urna funeral o el osario pueden ser llevados a ese lugar en la procesión de entrada y colocados sobre la mesa antes de que comience la liturgia.

Pueden existir circunstancias especiales, tales como preocupaciones acerca de salud o transportación desde fuera del estado o del exterior, que provoquen que la familia tenga que hacer arreglos para la cremación antes de hacer arreglos para el funeral. Si la cremación ya se ha hecho, se recomienda lo siguiente: a) Una reunión con la familia y amistades para orar y recordar al difunto; b) la celebración de una liturgia funeral; c) una reunión con la familia y amigos para el entierro o depósito de los restos cremados en el cementerio durante el Rito de Sepultura.

Como los restos cremados —como ya he insistido— deben de tratarse con el mismo respeto que se le da a los restos del cuerpo humano, y debe de sepultarse ya sea en la tierra o en el mar, «desperdigar» los restos en la tierra o en el mar, o dejar en la casa una parte de los mismos, por razones personales, es una disposición final del difunto que la Iglesia no acepta como reverente. Debe dejarse en claro que el entierro en el mar de los restos cremados difiere de desperdigarlos. Si los restos se van a sepultar en el mar deben de colocarse en un recipiente digno y bastante pesado para quedar en descanso final en el fondo del mar en panteones submarinos especiales para ello que hay en algunas naciones. Algunos documentos de la Iglesia y directorios de piedad de las distintas Conferencias Episcopales (conjunto de obispos de cada país) recalcan que se debe exhortar a los fieles a no conservar en su casa las cenizas de los familiares, sino a darles la sepultura acostumbrada. En algunas legislaciones, al respecto, como en la alemana, no se permite que las urnas salgan de sus crematorios si no se certifica que su destino es un cementerio o una Iglesia. Este modelo también se está preparando en Francia, y en otras naciones, algunas de las cuales trabajan en nuevas normativas que establezcan la obligación de destinar un espacio en los cementerios para albergar cenizas y urnas. No puede permitirse entre los fieles católicos que siga en expansión la costumbre de arrojar los restos cremados de un ser querido al medio ambiente o, peor aún, convertirlos en “diamantes o amuletos”, como se ha empezado a estilar.

Los cementerios (dormitorios) son el lugar ordinario donde descansan los restos de nuestros difuntos porque, para nosotros son una manera de evocar la resurrección de los muertos. Últimamente, en muchas parroquias, sobre todo de nueva creación, se está ofreciendo la posibilidad de conservar las cenizas de los difuntos en los llamados nichos, criptas o columbarios. Estos deben ser erigidos atendiendo la solicitud pastoral de la iglesia sobre las cenizas, antes que por motivos crematísticos. Estos espacios serán el lugar donde, de manera ordinaria, serán depositadas las cenizas de los difuntos. Pues, como expresan algunos reglamentos de algunas diócesis: “De manera semejante a como la parroquia es durante la vida terrena de los fieles el espacio por excelencia para la celebración de la fe, también a ella compete en primer lugar custodiar el depósito de las cenizas sus miembros difuntos, significando de esta forma más claramente su pertenencia a la comunidad eclesial”.

Todo lo que aquí he comentado, es una explicación detallada de lo que parece en el “Ritual de Exequias”. El Ritual de Exequias es un libro litúrgico que recoge los ritos y las fórmulas funerarias cristianas, revisadas y enriquecidas, según la «Sacrosanctum Concilium», la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Sagrada Liturgia. Aunque en México no existen normas estrictas acerca de los ritos funerarios, empiezan a surgir costumbres de esparcir cenizas, de hacer diamantes con ellas y colgárselos, repartir las cenizas entre varios familiares o guardarlas en casa, pero no hay nada normativo todavía. Sin embargo, con la aprobación de una nueva edición del “Ritual de Exequias” para Italia, en marzo pasado, la Santa Sede ha sido muy clara especificando que las cenizas ni se esparcen ni se guardan, solo se entierran en el cementerio o se depositan en una Iglesia.

Termino la reflexión dejando con un escrito de San Cipriano (hacia 200-258), obispo de Cartago y mártir (Tratado sobre la muerte, PL 4,506s) para meditar en la muerte desde nuestro punto de vista como católicos:

“El que cree en mi aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,25). No debemos llorar a nuestros hermanos a quienes el Señor ha llamado para retirarlos de este mundo, porque sabemos que no se han perdido sino que han marchado antes que nosotros: nos han dejado como si fueran unos viajeros o navegantes. Debemos envidiarlos en lugar de llorarlos, y no vestirnos aquí con vestidos oscuros siendo así que ellos, allá arriba, han sido revestidos de vestiduras blancas. No demos a los paganos ocasión de reprocharnos, con razón, si nos lamentamos por aquellos a quienes declaramos vivos junto a Dios, como si estuvieran aniquilados y perdidos. Traicionamos nuestra esperanza y nuestra fe si lo que decimos parece ficción y mentira. No sirve de nada afirmar de palabra su valentía y, con los hechos, destruir la verdad.

Cuando morimos pasamos de la muerte a la inmortalidad; y la vida eterna no se nos puede dar más que saliendo de este mundo. No es esa un punto final sino un paso. Al final de nuestro viaje en el tiempo, llega nuestro paso a la eternidad. ¿Quién no se apresuraría hacia un tan gran bien? ¿Quién no desearía ser cambiado y transformado a imagen de Cristo?

Nuestra patria es el cielo… Allí nos aguardan un gran número de seres queridos, una inmensa multitud de padres, hermanos y de hijos nos desean; teniendo ya segura su salvación, piensan en la nuestra… Apresurémonos para llegar a ellos, deseemos ardientemente estar ya pronto junto a ellos y pronto junto a Cristo”.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.