martes, 21 de febrero de 2012

Los santos y los beatos...

En el libro de los Hechos de los Apóstoles (9,32 y 9,41) y en la primera Carta a los Corintios (1,2) encontramos que la palabra «santo» se utiliza para indicar una persona que ha aceptado en su vida a Cristo como su Salvador. Así, desde esta perspectiva, todos, si nos esforzamos por vivir por Cristo, con Él y en Él, imitando su vida y siguiendo sus consejos, somos santos.

Al señalar de manera especial a algunas personas como «Beatos» o «Santos», la Iglesia busca señalar unos cuantos de entre el gran conjunto de los hombres y mujeres de fe, que, por sus grandes virtudes, vividas en grado heroico, sirvan más de ejemplo para todos y puedan ser intercesores. Con esto se da honra y gloria a Dios, que se manifiesta de una manera excepcional en estos sus siervos fieles.

Si bien este concepto de «santo» existe en otras religiones con mayor o menor fuerza (y no exactamente con el mismo significado) la religión católica es la única que posee un mecanismo formal, continuo y altamente racionalizado para llevar a cabo el proceso de canonización de una persona; sólo en la Iglesia se encuentra un número de profesionales cuyo trabajo consiste en investigar las vidas de quienes han sido considerados santos por su comunidad y/o conocidos (y en convalidar los milagros requeridos). El proceso de canonización es algo así como la capacidad de discernimiento —con apoyo doctrinario y la ayuda de Dios— de la santidad de una persona en base a su perfecta ortodoxia y el ejercicio de virtudes llevadas al grado heroico con el propósito de, dándole reconocimiento por el grado de perfección alcanzado, presentarla como modelo de conducta a los creyentes y como poderoso intercesor ante Dios.

Los santos no son, de ninguna manera, otros mediadores que compiten con Cristo, sino que, por participación en Él, cumplen la misión que el mismo Señor les ha confiado en una vocación específica a la que fueron llamados. Sabemos que Dios puede actuar directamente cuando nosotros nos acercamos a Él y nos queda siempre claro que hay un solo Mediador que es Cristo, pero Él quiere actuar y acercarse a nosotros por medio de quienes están cercanos a Él.

En el Evangelio de san Marcos (6,37), encontramos un pequeño ejemplo de cómo Cristo quiere hacerse ayudar de sus amigos más cercanos para sustentar a quienes se acercan a Él para invocarle y escucharle: “Denles ustedes de comer”, les dice Jesús a sus discípulos, refiriéndose a la gente que le seguía. Y más adelante, en el mismo pasaje (6,41) hace que sean los discípulos quienes reparten la comida que Él ha multiplicado. También en el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando se nos va narrando el inicio del «camino» de la Iglesia, aparecen muchos pasajes en los cuales Dios no actúa directamente, sino que lo hace por medio de sus siervos fieles, los santos. Un ejemplo es Ananías, quien devuelve la vista a Saulo (9,1-19), a pesar de que fue el mismo Cristo quien antes se había encontrado con Él para «tumbarlo» y cambiar el rumbo de su vida. Hay también algunos ejemplos de enfermos  que no se dirigían directamente a Dios para implorar la curación de sus dolencias, sino que se acercaban a los Apóstoles para recobrar la salud y recibir las gracias deseadas de parte de Dios.

Por medio de la acción intercesora de los santos, y en primer lugar de la Santísima Virgen María, Dios recibe mayor honra y gloria, porque es su grandeza la que resplandece en la humildad y sencillez de gente como nosotros. Si le pedimos a nuestros familiares y amigos que recen por nosotros, con más ganas podemos pedirles a estos hombres y mujeres de Dios que intercedan por nosotros. Los santos no tienen ninguna necesidad de ser venerados, ni buscan alcanzar esto. Según la metáfora de San Pablo, ellos han corrido ya la carrera y ganado sus laureles. La canonización es un ejercicio póstumo del que ellos, aquí en la tierra, no se dan cuenta. 

Para los cristianos primitivos, el reconocimiento de la santidad de quienes vivían y morían en Cristo fue una evolución orgánica de su propia fe y experiencia. Venerados por su santidad, a los santos se los invocaba también por su poder de intercesión, sobre todo en forma y a través de sus restos mortales. Por esto la historia de la canonización está muy ligada con las reliquias del santo, si bien no es imprescindible tenerlas para elevar a alguien a los altares.

La Iglesia no puede contar la cantidad de santos en el cielo ya son innumerables (por eso celebra la fiesta de todos los santos).  Entre los santos y beatos hay gente de toda raza y nación, de toda condición social y de todas las edades en las diversas vocaciones y solo se consideran para canonización unos pocos que han vivido la santidad en grado heroico. Canonizar quiere decir declarar que una persona es digna de culto universal. La canonización se lleva a cabo mediante una solemne declaración papal de que una persona está, con toda certeza, con Dios. Gracias a tal destreza, el creyente puede rezar confiadamente al santo en cuestión para que interceda en su favor ante Dios. El nombre de la persona se inscribe en la lista de los santos de la Iglesia y a la persona en cuestión se la "eleva a los altares", es decir, se le asigna un día de fiesta para la veneración litúrgica por parte de la Iglesia entera. Ser canonizado significa ser incluido entre aquellos que se mencionan a veces durante la celebración de la misa y significa también tener una fiesta en el santoral de la Iglesia, al lado de los días de fiesta de Cristo y de Su Madre, la más distinguida de todos los santos.

En los primeros tiempos de la Iglesia, estando la tierra regada de sangre de mártires, el concepto de santidad estaba fuertemente asociado al martirio. El relato de Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (6-7), sobre el martirio de San Esteban es de extrema importancia para entender cómo, en la fase inicial de la vida de la Iglesia, los demás cristianos de la comunidad de Esteban reconocieron su santidad. Se puede decir que la santidad y el martirio fueron inseparables de la conciencia cristiana desde el principio. Así como Jesucristo obedeció al Padre hasta la muerte, así el santo era alguien que moría por Cristo; así como el bautismo significaba la incorporación al cuerpo de Cristo, así el martirio significaba morir con Cristo y resucitar a la plenitud de la vida eterna. El martirio sellaba la conformidad total del santo con Cristo. Con el tiempo, la imitación de la muerte del Señor fue dando espacio también a la imitación de su vida y se fue estudiando cómo vivía una persona el mérito de la santidad en la vida ordinaria, no solo en el martirio. Así, la Iglesia llegó gradualmente a venerar a las personas por la ejemplaridad de sus vidas no menos que con su muerte.

En la práctica, el proceso de canonización conlleva una gran cantidad y variedad de procedimientos, habilidades y colaboradores: promoción, financiación y divulgación por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el "abogado del diablo") y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del papa tienen fuerza de obligación; él sólo es quien posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización.

Con la beatificación, el Papa concede un permiso para que localmente o en determinadas familias religiosas se pueda rendir culto público a un siervo de Dios y esa es básicamente la diferencia entre un santo y un  beato. El beato tiene una veneración que se limita —por así decir— a una diócesis local, a una región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar.

La beatificación no impone nada a nadie en la Iglesia. Por esto, la memoria de los beatos no se celebra universalmente en la Iglesia, sino sólo en los lugares donde hay motivo para hacerlo y se pide. La memoria es siempre libre y no obligatoria, para respetar el carácter propio de la beatificación. La fórmula de la beatificación puede proclamarla otro distinto del Papa, por ejemplo, un cardenal en nombre suyo. Así se hacía habitualmente hasta los tiempos de Pablo VI, que comenzó a hacer personalmente las beatificaciones. Esta práctica se ha retomado ahora por el Papa Benedicto XVI.

Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que se presente —si es que se presenta— un milagro más realizado por la intercesión del beato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el Papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el Papa preside personalmente la solemne ceremonia.

Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega nada a la importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la Iglesia, si bien es la manifestación de Dios de Su deseo de que sea venerado por toda la cristiandad.

La intercesión de los santos y beatos nunca remplazará la oración directa a Dios, quién puede conceder nuestros ruegos sin la mediación de los santos. Pero, como Padre, se complace en que sus hijos se ayuden y así participen de su amor. Ellos nos enseñan a interpretar el Evangelio evitando así acomodarlo a nuestra mediocridad y a las desviaciones de la cultura. En la actualidad hay pendientes cerca de 2000 procesos de beatificación y canonización  en la Congregación para la Causa de los Santos.

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

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