viernes, 30 de septiembre de 2011

¡Qué reine el Dios de la Vida!... Defensa la vida desde su concepción...

"Para la Iglesia Católica, la defensa de la vida desde el seno materno no emerge de una postura dogmática ni de un afán por imponer sus propias ideas, sino de la certeza que la ciencia moderna nos brinda y de la convicción ética de su responsabilidad de salvaguardar la vida humana en cualquier etapa de su desarrollo, como base y fundamento de la convivencia social" afirmó el Cardenal Norberto Rivera, en el marco del día —29 de septiembre, en que se festejan los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael— en el que la Corte Suprema de la Nación no alcanzó la mayoría legal de votos para derribar las reformas constitucionales que blindaron la vida ante el aborto en México.

Ahora que se ha manifestado en pleno, el respeto por la vida, quiero, mediante este artículo, manifestar mi punto de vista y compartirlo con todos ustedes, mis queridos lectores, que aman la vida. El aborto — es evidente — es un asesinato. Porque todos sabemos que desde el momento de la concepción ya hay vida. La vida no pude iniciar de otra manera, (incluso tantos descubrimientos científicos actuales como la fecundación in vitro requieren de un óvulo y un espermatozoide). ¿De qué otra manera podremos llamar a la acción de interrumpir la vida, si nos es con la palabra «asesinato»?

Por pequeño e insignificante que parezca aquel ser que vive dentro de otro sus 9 primeros meses de vida, ha sido creado por Dios como ser humano, y es claro que «tiene vida». San Pablo, en una de sus múltiples enseñanzas, nos dice: «Este Dios que honran sin conocerlo -les decía-, éste les vengo yo a anunciar. Dios, que ha hecho el mundo y cuanto en él hay, es el Señor de cielo y tierra y no habita en templos que las manos del hombre edificaron, ni recibe honor con las obras de esas manos, como si necesitara de alguna cosa, ya que a todos da la vida, la respiración y todas las cosas... Los hombres deben buscar a Dios y esforzarse por tocarle con sus manos, pues no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en Él tenemos vida, movimiento y ser; y, como algunos de sus poetas dijeron somos raza de Dios. Si, pues, somos raza de Dios, no debemos creer que sea la divinidad semejante al oro o a la plata» (Hech 17,23-29).

El Beato Juan Pablo II, en la visita que hizo a México en 1999 decía: ”El progreso actual, sin parangón en el pasado, debe permitir a todos los seres humanos asegurar su dignidad y ofrecerles mayor conciencia de la grandeza de su propio destino. Pero, al mismo tiempo, expone al hombre -tanto al más poderoso como al más frágil social y políticamente- al peligro de convertirse en un número o en un puro factor económico (Cfr. Centésimus annus 49). En esta hipótesis, el ser humano podría perder progresivamente la conciencia de su valor trascendente. Esta conciencia -unas veces clara y otras implícita- es la que hace al hombre distinto de todos los demás seres de la naturaleza”. (JUAN PABLO II, “Encuentro con el cuerpo diplomático”, México, 23 de enero de 1999). Pienso, en definitiva, que todo este asunto de buscar la legalización del aborto, responde a esa visión torpe y cerrada que busca convertir al ser humano en «un número o en un puro factor económico» y que hace que se pierda todo valor trascendente. Basta ver lo que una inmensa masa de nuestra sociedad de «creyentes» ha hecho con los valores.

En medio de todo esto, que nos permite contemplar a los que creemos en Dios el don de la creación y reafirmar nuestro amor a la vida, podemos pensar: Dios me da la vida, la respiración y todas las cosas. Vivo en Él. Yo soy de Dios (Cf. Sal 72,28). Sí, todo este mundo maravilloso y variado de la gracia en las almas es creación de Dios: todo hombre, toda mujer, es obra de sus manos. San Juan nos dice que hemos nacido de Dios (Jn 1,13). ¡Qué cerca está Dios de todas sus criaturas, presente en todo, sabiéndolo todo! (Sal 138,5ss). Le pertenezco a Dios, me ha creado, me ha llamado a la existencia, me ha creado a su imagen y semejanza. ¡Tuvimos el regalo de nacer!

Las criaturas, esencialmente, no son otra cosa que pensamientos, imágenes, ejemplos vivientes de la bondad creadora de Dios. Existen en cuanto Dios quiere y opera; y su existencia, su esencia y acción son como imágenes o reflejos de su bondad y de su hermosura desde su concepción. Se las podría comparar, bien entendido, a rayos que emanan de Dios como de su propio sol. Y a la manera que los rayos nunca se separan del sol, las criaturas, desde que empiezan a existir, nunca se separan de su Dios. Existen por Dios, con Dios y en Dios. Ningún ser reposa en el seno de su origen como el ser humano reposa en el seno de su Creador, porque está concebido a su imagen y semejanza. Y está en Dios por su pasado, por su presente y su porvenir. El ser humano pertenece a Dios como causa de su origen (causa exemplaris), como a causa de su existencia (causa efficiens) y como a causa de su felicidad (causa finalis).

La finalidad de la creación, según san Pablo en la Carta a los Efesios, cuando dice: «Por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en el amor, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1,4-5), evidencia nuestra llamada a ser hijos en el Hijo y a ser santos desde que nos eligió para vivir. Esta idea central nos permite comprender el misterio de la creación del hombre (El relato de la creación del hombre está en Gen 1,26-2,3). El hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios». ¡Esto no se dice de ninguna otra criatura! Es más, en el relato de la creación, luego de crear los seres y las cosas, el escritor sagrado dice: «y vio Dios que era bueno», pero, cuando se trata de la creación del hombre, nos dice: «y vio Dios que era muy bueno». Esto es una señal de que en el hombre la creación había alcanzado su cumplimiento. ''La gloria de Dios es el hombre viviente" decía San Ireneo (Adv. Haer., lib. IV 20,7,184). La belleza del salmo 8, entre otros salmos, relatos y pasajes bíblicos del Antiguo Testamento nos habla de ello.

Esa vida humana no es sólo la de una realidad de un animal racional, sino un «misterio» en todas sus fases, un don de Dios, un reflejo de la vida divina creado a "imagen" del mismo Dios (cfr. Gen 1,26-27). El ser humano ha sido «coronado de gloria y esplendor», canta el salmista en el salmo 86. El valor de la vida, presente dese la concepción de un nuevo ser, se mide por su trascendencia, pero es ya valor en sí mismo. "La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios" (San Ireneo, Adv. Haer., lib. IV 20,7,184). El fin último de la vida humana está en Dios. La espera de la vida eterna estimula «la preocupación de perfeccionar esta tierra» (GS 39).Por esta tensión hacia el más allá, la vida humana, desde que empieza a existir en el seno materno trasciende la muerte.

En medio de toda esta controversia que ha surgido en nuestro país y en la que, finalmente —por lo menos hasta ahora— ha vencido el bien y el amor a la vida, y con la que se animan más nuestros corazones para seguir buscando la recuperación de la paz nacional en la confianza y en la solidaridad, nosotros, los que creemos y confiamos en el amor de Dios, podemos defender la paternidad de Dios y el valor de la vida. ¿No es acaso nuestro Padre en el orden natural y en orden sobrenatural? ¡Es el Padre que pensó en mí y me trajo a este mundo! Este es el misterio de la creación: por un lado pobreza, indigencia, debilidad, nada; por otro, lo grande, lo sublime, lo divino. “Tenemos que estar convencidos de que Dios es nuestro Padre y que nos ama. Y por tanto hemos de ser consecuentes con este amor sin límites que nos tiene.” (Matilde Núñez, “Ejercicios Espirituales Inesianos”, Manuscrito, Roma 1995, p. 12). Dios hizo en el hombre una criatura a su imagen y semejanza, de tal manera que si el hombre prescinde de Dios para hablar de la vida y prescinde del amor a la vida para hablar de los «derechos de la vida», no puede comprenderse en absoluto y entonces la defensa de la legalidad del aborto resulta contradictoria en sí misma. Prescindir de del amor a la vida para defender derechos significaría negarse, suicidarse moralmente. "Creación, evolución, historia..., todo es un libro abierto que habla de «Alguien»" (Juan Esquerda Bifet, "El Padre os ama", editorial O.M.P.E., México 1998, p. 15).

De la naturaleza del hombre, que es criatura, puede deducirse, en general, su concepción, su destino y su fin. Su primer deber, su solo y completo deber, es reconocer a Dios como su Criador y Padre, y reconocerse a sí mismo como criatura de Dios que no se pertenece a sí mismo. De manera que «interrumpir un embarazo» es acabar con algo, o mejor dicho «alguien» que ya tiene vida, aunque sea dentro de su propia madre o de una madre en alquiler como se estila ahora para algunos excéntricos que «poco» o «casi nada» entienden del valor de la vida como don.

En todo momento los hombres y mujeres de fe podemos dar gracias a Dios y reconocer aún en medio de las tinieblas y contradicciones de la vida, la bondad con que Dios nos ama —aún en una situación dolorosa tan concreta como ésta—. Yo sé que hay maldad en el mundo, no lo niego ni me ciego ante ello. Y pienso también en tantas situaciones difíciles para algunas mujeres, que, por alguna situación sumamente dolorosa, han quedado embarazadas sin desearlo o si quiera imaginarlo, pero como creyentes tenemos que estar convencidos de una cosa: ¡Dios no abandona! y ejemplos vivos hemos visto muchos, de lejos y de cerca y además, hemos palpado la felicidad de aquellas vidas a las que se les dio la oportunidad de vivir.

En uno de sus escritos más hermosos, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento escribió: “Más que dulce es pensar que soy de Dios, que de Él salí y que a Él debo volver. Que desde toda la eternidad Él me tiene en su mente, que soy: Un pensamiento de Dios, un deseo de Dios, un latido de su corazón”. (“Ejercicios Espirituales”, 1941).

Luego de leer este pensamiento, creo que uno queda totalmente convencido de que el embrión humano, desde su concepción humana, y aún desde que está en el seno de Dios, tiene ya la programación de toda su vida posterior. La misma Madre María Inés en una carta que dirige a una religiosa y en el que toca el tema de la vida le dice: “... cuando fuimos concebidos éramos una cosita insignificante, casi imperceptible, pero llegó del cielo el alma infundida por Dios en ese incipientísimo embrión, y nos fuimos desarrollando tan paulatinamente que, ni nuestra mamá se daba cuenta de ello, hasta que pasados más o menos unos dos meses, empezó a sentir que un ser se movía en su seno. ¡Qué maravillosa es la creación del ser humano!”. (Carta personal, 22 de junio de 1973).

Así, en nuestra reflexión, surge una serie de preguntas que valdría la pena compartir en torno a este debate: ¿No nos convendrá pensar en Dios, que piensa en nosotros continuamente?, ¿no nos convendrá consagrar a su agradecimiento y amor una vida y unas facultades que, continuamente, estamos recibiendo de Él desde que estábamos en el seno materno?, ¿no nos convendrá que, con nuestros pensamientos, seamos siempre de Él, ya que siempre hemos estado en Él por virtud de nuestra existencia física desde la concepción?, ¿no nos convendrá amar a un Dios que nos ama tanto que nos ha creado por puro amor y ha pensado siempre en nosotros?, ¿no nos convendrá morar en Él de corazón, ya que es nuestra más antigua morada, nuestra morada verdadera?

Si siempre estuviéramos ocupados en alabar, en reverenciar, y en servir a Dios, con lo que somos y hacemos, no haríamos nada de más ni de menos. Dice san Pablo: «Para nosotros no hay mas que un Dios y Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros» (1 Cor 8,6). Si somos criaturas, debemos dejarnos llevar por la Providencia amorosa de Dios, ese Padre bueno y cariñoso que pensó en mí, ese Hijo admirable que dio su vida para salvarme, ese Espíritu de Amor que vive en mí. Si nos vemos siempre como criaturas de Dios, si siempre le servimos, entonces la verdad está con nosotros; lo demás es mentira y desorden evidente.

La vida debe ser defendida y por supuesto «amada», porque solamente así nuestra sociedad será lo que debe ser. Ese es el verdadero problema, no el nacimiento de los niños, no la concepción de nuevos seres, sino el mundo que vienen a encontrar, el espacio que les damos para crecer, el entorno de «amor» o «desamor» que les podemos ofrecer. Decía el santo Cura de Ars: “Dios nos ama más que el padre más bueno y la madre más tierna... Si supiéramos lo que Dios nos quiere, nos moriríamos de felicidad”. Meditar bien en esta verdad, de que somos criaturas de Dios y le pertenecemos, es echar sólidos fundamentos de humildad, hacernos fáciles y naturales en la oración y el trato con Dios, hacernos inseparables de Dios y allanar el camino que conduce a la perfección, porque este es el fundamento de la santidad. El santo más grande será aquel que deduzca todas las conclusiones de esta verdad —a saber, que es criatura de Dios—, y haga de ella la completa y sola regla de su vida. Con razón decía san Agustín: “Dios es Amor y lo es en todo. Esta verdad, si se cree enteramente, consigue transformar nuestra vida”.

El Papa Benedicto XVI dice: “La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces «vivimos»” (Spes Salvi 27). ¡Cuánto amor a la vida le falta a toda esa gente que anda metida en esos líos! El misterio del Padre Dios impregna con su luz y calor toda la vida humana, el Padre se hace encontradizo con sus hijos en Jesucristo, en la presencia materna de María, en los acontecimientos, en fin, recorre toda nuestra vida, es la Providencia de Dios que se hace misericordia para salir a nuestro encuentro.

En un pueblito de Jalisco, en México, llamado "San Isidro", me acercó en una ocasión un viejecito, sentado en una banca ede la plaza del pueblito, y me dijo que quería confesarse, porque luego de ver pasar a Jesús en la Eucaristía, en una procesión que hicimos, sintió que Dios le llamaba a convertirse. Tenía muchos años sin acercarse a recibirlo, ¡más de cuarenta! Me dijo con lágrimas en los ojos: "sé que Dios me sigue esperando y no lo voy a dejar con los brazos abiertos, me hizo para él, lo quiero tener dentro de mí y morir en paz".

Aprovechemos toda esta situación para meditar, invitemos a la Virgen María a que nos acompañe en el deseo de la defensa de la vida, ella, la criatura más pura, nos alentará. Ella nos muestra el rostro materno y misericordioso de Dios, oncibiendo en su seno al Salvador y dando a luz a su Hijo Unigénito envolviéndolo en pobres pañales. ¡Aquel pequeño niño, que vino al mundo en una situación humanamente tan adversa, es el Salvador del mundo! ¡Es el Dios de la Vida!

Quisiera terminar ete artículo, reflexión, o como se le quiera llamar, con unas palabras del Santo Padre en su encíclica Spes Salvi que dicen: “La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su «Sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (cf. Jn 1,14)” (Spes Salvi 49).

Alfredo Delgado, M.C.I.U.